Palabras Malditas.
Capitulo 3: Stripper.
Sólo hay una cosa en el mundo peor que estar en boca de los demás y es no estar en boca de nadie.
Oscar Wilde.
Desapareció, pero
cambió mi vida para siempre.
Me encerré en mi
cuarto, agarré mi computadora, le lancé esta palabra: Stripper.
No se me ocurría
otra forma de llamar a las mujeres dedicadas a aquel estilo de vida.
Creo que
acerté.
“Una stripper o
bailarina exótica es una persona cuya ocupación implica la realización de
striptease en un lugar público de entretenimiento para adultos, como un club de
striptease. A veces, una stripper puede ser contratada para actuar en una
despedida de soltero u otro evento privado.”
Lo anterior fue
parte de lo encontrado cuando, después de haberla visto bailar, salí
embrujado a casa.
La interacción con
aquella chica al comienzo fue menos que ninguna.
Ella me vio como un
advenedizo al lugar, el cual no había frecuentado. Nos dijimos dos o tres
palabras, pero fue suficiente. Cierta vez, al llegar yo a los Estados Unidos,
un amigo al que no he vuelto a ver, me llevó a aquel sitio.
Recuerdo que
enseguida quise irme, pues eran otras mis preocupaciones y no encontré la
atracción que quizá esos clubs tengan. Nunca más fui por allí.
Aquella noche, me detuve por curiosidad. El letrero era el mismo que desde entonces, por lo que enseguida lo reconocí. Me interné en la caverna que marcaría el comienzo de la aventura.
Aquella noche, me detuve por curiosidad. El letrero era el mismo que desde entonces, por lo que enseguida lo reconocí. Me interné en la caverna que marcaría el comienzo de la aventura.
Siempre he
respetado a las mujeres, tengan el tipo de vida que tengan. Nunca se puede
saber a primera vista quién es cada una de ellas, lo que es capaz de hacer o
cuáles fueron las razones a considerar para elegir un tipo de vida u otro. Como
tampoco se sabe los motivos, propósitos que llevan a una mujer a tomar cualquier rumbo.
Si son o no son acertados, si son mejores o peores, si decentes o indecentes; no creo que sea concerniente a mis asuntos, negocios ni a nada personal.
Si son o no son acertados, si son mejores o peores, si decentes o indecentes; no creo que sea concerniente a mis asuntos, negocios ni a nada personal.
Este en particular sobre el que indagaba en la red, es un oficio. Creo que el hecho de que los hombres no sepan respetarlo, es una
limitación de ellos no de ellas. He leído sobre mujeres que a partir de esa
vida han hecho carreras como actrices. Aunque sé que no es la generalidad, es
algo que debe saberse.
No pretendo decir
que esos clubs son santuarios para la oración, ni que sus bailarinas pasan
horas tratando de aprender de memoria “El Sermón del Monte”, pero sobre
términos éticos y morales de las instituciones y negociantes en general, es
mejor no hablar.
La noche de la que
hablo tardé en dormirme. Durante largo rato me ocupé en buscar información que
me reafirmara mi opinión. ¿Cuál opinión?, se entenderá en mis letras.
No solo
hallé lo apuntado ya, leí más sobre el tema. Pero no podía escribir palabras a
los buscadores de la red que aclararan la idea teniendo en cuenta el modo como
la chica me miró, se me ocurre que con ganas de ver una esperanza. Yo entendí,
aunque a decir verdad yo hubiera entendido cualquier cosa que me hubiese dicho,
del modo que me lo hubiera dicho.
De las palabras
iniciales, la ligera inflexión grave en
su pronunciación, me rememoró mis
elementales, viejos conceptos de ortología y prosodia sobre la manera de
emplear, de jugar con la voz humana para lograr diferentes efectos.
Dijo llamarse…no
creo oportuno decirlo, ni tampoco importante pues sabía que usan nombres
distintos a su nombre real, sin embargo yo la recordaba por su
nombre…”artístico” que fue el que me dijo. Con el tiempo, algunas otras visitas
muy breves al club, supe que se llamaba…digamos… Gina.
Cuando yo iba al
club, era solo a verla a ella, quien al principio se mostraba esquiva, creo que
no solo conmigo. La vi a veces evitar muchos clientes, lo que no me parecía
lógico en su negocio.
El contacto entre
nosotros fue mejorando, podría decirse que no por mis propinas o donaciones
especiales, porque no le daba dinero, sino porque hablábamos francamente.
Yo visitaba a una
amistad que vivía por la zona. Cuando pasaba por allí, me detenía en el club. Si
ella estaba trabajando, hablábamos dos, tres tal vez algunas palabras más, si no
estaba, pues daba la vuelta y me iba.
Si me quedaba, no
gastaba mucho, pues no podía beber, debido a que iba conduciendo. Entraba y
salía. Era como una amistad furtiva, de la que no esperaba obtener nada, solo
incrementar mi círculo de relaciones; extender mi costumbre de seis vocablos
semanales, los cinco saludos diarios de los días de trabajo, más una opción
adicional para eventos casuales, sin incluir, claro está, mis oraciones diarias al comenzar y terminar
el día. Así que mejoré; de seis palabras, pasé a dialogar párrafos completos. De
repente me había convertido en un hombre conversador.
Gina me contaba
cómo había pasado su semana, supe que tenía una hija, que era soltera, que
apenas tenía veinticinco años, también otros detalles venidos al paso en
nuestras charlas. No pasaba de ahí. Creo que un par de veces me dejé tentar; tuve con ella lo que llamaban “bailes
privados”, en los que disfrutaba de acariciar su delicioso cuerpo, solo
ligeramente, aunque me concedía algunos privilegios que yo estimaba como
“especiales”.
Pero lo que más
disfrutaba era ver como su risa se tornaba sincera, sus expresiones abundantes,
su exteriorización dejó de parecerme fatigada. Creo que se alegraba de verme
llegar al club.
Cuando sucumbí a la
tentación de bailar con ella no fue por insinuaciones de su parte, a decir
verdad, sino por mi apetito.
Le hablé de mí, de
mi vida, mis planes. Si no le interesaba al menos lo recordaba, pues cuando
conversábamos, se refería a esos detalles. De modo que Gina se había convertido
en una amistad.
Cierta noche, luego
de llegar al club, de tener un minúsculo
intercambio con ella, subió a la plataforma, se puso a bailar. Bailaba y
mantenía sus ojos en mi mesa, me observaba.
Tuve la idea de que
bailaba para mí. No digo que así fuera, digo que era lo que yo hubiese querido.
Al encontrarme con ella, me dijo determinadas
cosas que me sumergieron en el mar de los delirios.
Cosas que creí muy
personales, las cuales solo por ligamentos especiales una mujer te puede decir.
En nuestras
conversaciones tocamos temas en los que ella también me hablaba de sus planes.
Me había dicho estar estudiando, que consideraba su trabajo como algo temporal.
Yo no sabía qué idea podía concebir con relación a la muchacha. Tampoco podía
formularme ningún plan al respecto.
Entre las cosas
leídas decía que…”el anhelo general de estas mujeres, es que después de nadar
un tiempo en el lodazal de la perdición, apareciera un héroe o galán acaudalado
que cargara con ellas.”
Yo no lo
consideraba así, además yo no era aquel “galán”
del que se hablaba.
En mi opinión, a
muchas mujeres aunque no tengan al final el coraje de hacerlo, les gustaría
llevar un tiempo, al menos mientras son jóvenes, ese proceder. Solo las
detienen los tabúes o reglas sociales.
En nuestras
pláticas habíamos llegado ya a compartir puntos de vista.
Encontraba en Gina
ideas lo bastante claras para saber lo que quería. Solo me desconcerté una vez,
en la que al no hallarla, le pregunté por ella a otra de las bailarinas quien
nos había visto juntos varias veces. La joven me miró, guiñó un ojo, me dijo:
— Sé que has tratado de tratado de poner sueños e ideas en
su cabeza pero te advierto, que en ella nadie puede poner sueños ni ideas ni
ninguna otra cosa que no sea dinero en su cartera.
— Créeme — me dijo al irse — por tu propio bien.
Por eso me marché.
Aquella noche cuando la vi bailar, con sus ojos pegados a mí, con una especie
de promesa. Me escurrí de ella sin darle la oportunidad de decirme lo que sabía
que ella quería decirme. No discernía qué era pero en su mirada había más
palabras que en los salmos.
Me fui. Demoré
semanas en volver por el club. Aquella noche, al llegar a casa, me encerré en
mi habitación.
Sentado frente a mi computadora, busque cosas relacionadas con
esta palabra: Stripper.
¿Qué buscaba?, no lo tenía claro, pero leí al respecto.
Sobre los chicos, hombres tontos que van
a esos clubs, sobre cómo tratan de
impresionar a las bailarinas las que muchas veces se burlan de ellos.
Pero no fue esto lo
que me hizo tardarme en volver sino que no me consideraba preparado para
enfrentarla para disculparme por mi evasión. También por no preconcebir, no
tener las respuestas apropiadas.
Ella me había dado
un número telefónico. También yo sabía, por habérmelo dicho ella misma que
todas estas chicas tienen más de un teléfono, de modo que no perdí tiempo en
llamar. Solo la noche de su actuación ante mí y mi fuga, le envié un mensaje:
—“Perdóname”, el que nunca respondió.
Cuando volví por el
club, tuve el la gran suerte de encontrarla en cuanto entré. Le dirigí un
saludo cordial. Entusiasmado le dije que estaba muy contento de verla, que
deseaba que habláramos cuanto antes, pero ella no compartía mi alegría. Me miró
seria, me dijo:
—OK.
Pensé que luego las
cosas cambiarían, pero no cambiaron. La vi bailar otra vez, mas fue diferente.
Cuando estuvo en mi mesa, no aceptó bebidas ni propinas por su baile, cosa
completamente fuera de lo común. Le traté de decir algo sobre mi escapada. Me
dijo:
—No tienes nada que explicarme ni por qué explicarme.
Se levantó de mi
mesa. Con la sonrisa artística de las primeras veces, volvió al escenario, pero
no a bailar. La vi andar entre las sombras y la música como una hechicera sin
aceptar proposiciones de clientes que trataban de hablarle.
Aquella visión
habría de perseguirme por mucho tiempo. Solo meses después, fue reemplazada por
el elixir de su cuerpo, la fragancia que emanaba de él como un bálsamo, se
adhería, penetraba en mí como un hálito mágico; perfume que dejaría impregnado
para siempre en mi memoria como el aroma de mi perdición.
Decía Marco Polo:
“La vida o es una aventura o no es nada”.
Creo que mi vida me ha sido interesante, que me ha sido soportable vivirla
porque la veo así.
Cada nuevo día se
tienden ante mis pies rutas con horizontes prometedores e inciertos. Metas que
se vencen o se pierden, travesías que se completan o se malogran, pero nos
enseñan; siempre se gana.
No importa la edad,
la cual es apenas un número, una cifra, que puede estar o no relacionada con
nuestros sueños, capacidades, aptitudes o limitaciones, con la sabiduría
adquirida.
Estaba dispuesto a
vivir otra aventura, poner otro eslabón en mi cadena de peripecias temerarias,
de empresas que podrían acercar el final. De sobra sabía que nunca se sabe lo
cerca o lejos que estamos del final; éste, puede en cualquier momento llegar,
sin aviso, a cualquier edad, la cual no es siquiera un marcador o parámetro, ni
para eso sirve.
El halago, la
conquista de chicas, ha sido mi deporte por años. Al mismo tiempo una fracción
de mi arte, si es que lo que hago puede llamarse así. No es en definitiva el
conquistarlas en lo que veo mi éxito sino el hacerlas fantasear, dominarlas,
mimarlas mediante el poder de la complacencia.
Ya no soy el chico
del que hablaban los artículos leídos. Cerca de mis cincuenta años, con o sin
la sabiduría referida, estoy siempre dispuesto a otra travesía.
Gina era mi nueva
travesía. Si algo tenía claro, era que en aquel oficio que ella realizaba, censurado
por muchos, había que ser valiente, desprejuiciado, saber dominar el
autocontrol; tres puntos importantes.
No me atrevía a
decir que ella estuviese lista o de acuerdo a emprender conmigo alguna cosa,
eso estaba por ver. Buscaría la forma, trataría de que ella me dijera lo que yo
creía que una vez quiso decirme. Si no lo hacía, entonces le diría yo.
No era mi deporte
habitual, era real interés, me interesaba tenerla para mí, tenerla a mi lado.
No solo me atraía su belleza, también en nuestros diálogos me impresionaba la
madurez de sus reflexiones.
En cierta ocasión
me atreví a preguntarle si era por lo que ganaba o qué la había llevado a
elegir su trabajo. A modo de respuesta me puso comparar.
—Conozco a una mujer casada con un hombre que ella sabe es
gay. Ella dice ser feliz. Ambos tienen sus vidas, sus relaciones, a veces
juntos, a veces individuales, pero son “felices”. Ella no piensa separarse por
nada del mundo; ¡el gana más de ciento cincuenta mil dólares anuales!
Gina dijo esto y
sonriendo hizo una señal con sus manos.
En aquel momento vi sabiduría y sinceridad en su comparación. De joven escuché:
un hombre es doblemente sabio si tiene a su lado una mujer sabia. Le podía
agregar: un hombre es doblemente sabio, valiente, si tiene a su lado una mujer
sabia, valiente.
Semanas después se
había restablecido nuestra amistad. A cerca del día de mi fuga, Gina nunca me
dejó hablar. Yo tampoco insistí, ni le propuse enseguida lo que había estado
pensando, no porque no quise, sino porque nuestra relación se había tornado
distinta.
No solo había
recuperado su alegría al recibirme, sino además me trataba cariñosamente,
pasaba casi todo el tiempo en que yo estaba en el club junto a mí. Yo no iba
todos los días, más bien, pocas veces pero cuando iba ella pasaba casi todo el
tiempo junto a mí. Pude lograr saber cuándo trabajaría, así como saber algunas
cosas específicas de aquel negocio que el final no me parecía tan cruel como lo
creía.
Conseguí que
pasáramos unas horas, juntos, solos. Apenas cuatro horas, pero creo que fueron las horas más intensas de mi vida.
Hubo, sexo,
chistes, historias, sueños, juegos, creo
que hasta un poco de amor. Si no era amor, ¿qué diablos podría ser? No habíamos
hablado de dinero, no correría el riesgo de lastimarla, pero tampoco el de
pasar por estúpido.
Luego de copioso,
divino sexo, con el aire saturado del olor de la dopamina, progesterona,
testosterona y demás bioquímicos, había que ir a trabajar. ¿Acaso podría?,
bien, simplemente tenía que ir a trabajar.
Ella dormía, extasiada,
perdida en la voluptuosidad de sus
múltiples orgasmos. De mí, ¡ni hablar!, con dificultad podía tenerme en pie.
Busqué en mi billetera cuatro billetes, de los mejores. Los pegué en las dos
partes redondas, tentadoras, que se ofrecían como premio a mi acentuada
labranza. Sin duda, la pasión y la sensatez se excluyen mutuamente.
No era pagarle, era
reciprocidad. ¿Lo entendería ella así?, ella me dio más. Aunque le di todo lo
que pude, le entregué no solo mi cuerpo, que no importaba, le otorgué mis fantasías,
mi presente, mi pasado y futuro posible, mis verdades, mil cosas olvidadas y
por olvidar y le sumé aquel miserable dinero porque sabía que todavía era poco,
por la enorme diferencia.
Pero lo tomó a
bien. Al llegar a mi trabajo recibí un mensaje; si no me había entendido, al
menos le divirtió mi ocurrencia.
Para mí no era
precisamente una broma, mi situación económica era humilde, se lo dije antes,
pero lo había pensado como una forma de reducir la desigualdad. Nunca alardee
de riquezas, al menos de ese tipo de riquezas.
Hasta le había
dicho de no creer que una mujer acomodada a vivir con los ingresos que su
trabajo le proveía, se acostumbraría a vivir de un salario modesto, realizando
un trabajo duro. Recuerdo que no me contestó. A veces el que calla otorga, a
veces el que calla duda, pero a veces, el que calla sabe que es mejor callar.
Nos encontramos
otras veces. Luego del primer encuentro, sucedieron otros. A partir de entonces
ella me pidió que nunca más la dejara sola en esos lugares.
Yo entendí. Aunque
la vez cuando la tuve que dejar, mi cuenta estaba ya pagada, o sea,
solo tenía que entregar la llave e irse,
yo comprendí sus razones, temores.
Pero entonces ocurría que cuando nos marchábamos y yo trataba de darle algún
dinero, ella me rechazaba.
Le explicaba que le
quería regalar algún perfume. Me
respondía:
—Ya tengo muchos
perfumes.
Cierta vez le dije
que quería verla usar una ropa específicamente, la cual yo había notado la
miraba con interés, me dijo:
— Para usar eso,
tengo que adelgazar, mejor cómprate algo para ti.
Solo una vez logré
que aceptara un juguete para su hija, la que no me había dejado conocer. Si me
había mostrado fotos, pero era en extremo cuidadosa con lo tocante a su hija.
Cuando salíamos y yo le pedía que apagara el teléfono, porque estaba
constantemente mirándolo, primero se negaba, luego lo apagaba. Lo guardaba por
un rato, pero enseguida lo prendía otra vez.
—Ella está bien
cuidada, lo sé—me
decía—pero tengo que
chequear.
Por momentos se iba
del mundo, se quedaba en silencio, como dormida con sus ojos abiertos,
mirándome lejana, ponía su mano sobre la mía, me acariciaba con sus dedos. Era
maravillosamente extraña. Lacónica, pero extrovertida a la vez.
Lo que no decía con
palabras lo decía con sus facciones o con una breve contracción facial,
pueril, o maquiavélica, asombrada o ingenua, pero como quiera que
fuese, realzaba su belleza.
No podía
responderme yo mismo cómo una mujer así se conformaba con habitar en esos
mundos. Con toda la delicadeza que supe adoptar, le pregunté cómo se contentaba
con vivir el naufragio que vivía. Me contestó con su peculiar manera de
contestar:
—Tú eres un hombre especial, talentoso, que podrías ganar muchísimo dinero más del
que ganas. Me has contado que tienes que soportar que te subestimen, que
míseras personas a quienes sirves, a las que ayudas, te maltraten. Si lo
piensas mejor, te respondes esa pregunta tú mismo. Entenderás que eres tan
náufrago como yo.
Esta era otra
semejanza entre nosotros, éramos dos náufragos. Por añadidura, perdidos en el
océano equivocado. Con una desventaja especial de mi parte. Al menos, ella
tenía la esperanza de que ahorrando sus ingresos, llevando a cabo sus estudios,
pronto viera la orilla, la tierra estaba cerca.
En cambio yo, a no
ser que me decidiera a cambiar de trabajo, para lo que estaba ya quizá algo
viejo, o que un golpe de fortuna hiciera prosperar mi ilusorio negocio, la península más cercana
estaba a miles de millas de distancia.
De repente, todo se
apagó. No sé explicar cómo, ni cuando, ni por qué. Lo último que puedo
recordar, es que yo iba en mi auto, despacio, porque no soy corredor, sentí o
creí sentir, como un golpe. No supe nada más.
Iba por un camino
sin horizontes, en penumbras, donde solo una tenue luz azul me dejaba ver donde
pisaba. La luminiscencia era muy pobre. Se iba oscureciendo a medida que
avanzaba, se hacía más negro y silencioso. Escuchaba sonidos, que también se
tornaban débiles, como susurros casi inaudibles a medida que adentraba en la
oscuridad.
La voz de mi madre,
la de mi padre, me gritaban algo desde
lejos. Al mismo tiempo en mis mismos oídos sus voces repetían viejas
advertencias que ellos me dijeron alguna vez.
Avanzaba. Era más
frio, más quieto, silencioso. Mis pies, mis manos, se quedaban inmóviles, poco
a poco, pero seguía avanzando como sobre algo que se movía por sí solo y me
llevaba.
Mi cuerpo se
convertía en niebla, en humo, en algo intangible. Salían a mi encuentro
innumerables amigos, personas desaparecidas, recuerdos de mi infancia,
instantes de dicha y de infortunio que pasaron en mi juventud y a lo largo de
toda mi vida.
Recordaba nombres
que no correspondían ni me ligaban con conocidos ni desconocidos. Mi vida
completa transcurría, me dejaba verla como un espectador que mira una vieja
película sentado desde su palco.
Súbitamente se
aproximó un grupo entre los que pude ver vecinos, conocidos que sabía o creía
muertos. Alguien se interpuso; era mi
padre. Lo quise abrasar, pero recordé que había muerto hacía muchos años.
Entonces le pregunté:
— ¿Dónde has estado
todo este tiempo, que casi no me acuerdo de ti?
Pero él solo alargó
su mano para apartar a los otros que trataban de ayudarme a cruzar.
Surgían peleas que
tuve, me enredaba en forcejeos, contiendas que él apagaba con su voz de
barítono. Mis contendientes aparecían, desaparecían, cuando él los borraba con
solo apuntarlos con su dedo.
No comprendía por qué no quería que aquella buena gente me
ayudara, me facilitara cruzar algo que se interponía, una superficie que no me
dejaba tocarlos o tenerlos cerca.
Ellos me saludaban
con gestos de bienvenida, sacudían objetos que tenían consigo, cosas de su
oficio, que me recordaban quienes eran.
Adrián, el
carpintero del barrio, quien había muerto tiempo atrás, me parecía recordar, de
leucemia, levantaba un serrucho.
Por un momento nada
faltó para caerme en el lodo movedizo que nos separaba. Cuando me sujete de las
paredes llenas de grietas, ranuras, dibujos inscritos, comprendí que era un
túnel, un pasadizo con paredes erosionadas, llenas de nombres apuntados, de
signos e ideogramas indescifrables, con figuras grabadas, palabras que
recordaba haber dicho en señaladas coyunturas.
Escuché a mi madre
llorar. Entendía sus palabras, sus lamentos; ella no comprendía que era solo
otra aventura, otro viaje que iba a terminar, que iba a vencer.
De eso estaba
seguro. Lo que no recordaba era cómo, por qué había emprendido aquel viaje. Por qué
estaba metido en aquella maraña de imágenes, de recuerdos, en aquel maldito
túnel interminable que me parecía cada vez más largo.
Entonces se hizo la
luz. El túnel se hiso más claro, el frio menos intenso. Traté de decirle a mi
padre, pero se había ido. Lo llamé a gritos, lo busqué por todas partes, se
había ido sin dejarme explicarle. De todos modos a él no le gustaban las
explicaciones. Además ya no iba a
ninguna parte, había dejado de avanzar.
Las manos, los pies, me dolían, me dolía todo el cuerpo.
Escuchaba voces nuevas, irreconocibles, que
decían cosas estúpidas. “¿tiene pulso normal?”, “¿la presión?”, “¿respuesta en
las extremidades?”, “¿cómo anda la frecuencia respiratoria?”, “¿qué temperatura
tiene?” y otras que no entendía, mi inglés se había estropeado también. Me
cuestioné: “¿por qué hablan en inglés?”.
No podía moverme.
Mi brazo derecho me dolía terriblemente. También me dolía el cuello, la cabeza,
la espalda. Todo me dolía. No podía verlos, pero los escuchaba, percibía las
voces irreconocibles en la agotadora pesadilla de la que no lograba salir.
Se acercaban, se
iban, no me despertaban. Ya tenía que estar trabajando, iba a llegar tarde a mi
trabajo por primera vez. ¿Podría trabajar con aquellos dolores?, no era
importante, ya pasarían con las horas. Lo que necesitaba era que me ayudaran a
levantarme.
¿Quién me ayudaría?, ya no escuchaba a mi
madre, pero era mejor así, no soportaba sus lamentos, me dolía oírla llorar. No
distinguía ninguna de las voces.
Una voz de mujer me
parecía conocida, una voz temerosa que me hablada de cerca, que por un momento
también lloraba diciendo algo como:
—Oh, Dios él no puede verme. La escuché, me sonó familiar. — ¡Qué diablos!, ¡claro que no puedo
verte!, ¡estoy dormido! Otra voz
desconocida le explicaba:
—Pueden haberse afectado algunos de sus sentidos. También
escuchaba como el sonido de agua que cae, como un... blus, blus, blus, en el
fondo de la onomatopéyica escena
¡Qué gente más
tonta!, no comprenden nada. Si no me acaban de despertar, ¡perderé mis horas de
trabajo!
Por fortuna mi
sueño se volvió profundo. Ya no los escuchaba. Dormí con placer un rato,
descansé de la cansina jerigonza por un tiempo. Desperté. Con los mismos
incomprensibles dolores pero estaba despierto. Mire mi entorno, supe que el
blus, blus, blus, provenía de una fuente que estaba al otro lado de la ventana.
Una ventana grande con cristales claros, de cierto lugar desconocido. Traté de
levantarme, pero no pude.
Solo vi a una
muchacha acercarse, poner su cara frente a mi cara, mirar mis ojos, tocar mis
labios, mirarme asombrada. Yo le dije una palabra, la primera que difícilmente
pude articular, que no sé por qué la dije:
—Yogurt.
Ella estalló en un
grito frenético:
— ¡Salió del coma!—
Yo me eché a llorar.
No sabía explicar
por qué lloraba, no sabía que sentía. Lloraba como un niño, como un chiquillo
que se lamenta de su travesura. Vi muchas personas agruparse junto a mí,
mirarme curiosos. La muchacha me acariciaba la cabeza, tejía mi pelo con sus
dedos, me besaba, me cubría con la sabana, me ofreció agua, la que bebí con
prisa, tenía una sed tremenda.
Quería hablarle,
saber qué pasaba, qué hora era, quién era aquella cariñosa desconocida, que
para mi gusto se dejó palpar por mis torpes manos o sea por mi mano izquierda
pues la otra no podía moverla. La tenía como amarrada, sujeta por alguna cosa
que la inmovilizaba.
Mi mano libre se
movía desmañada, cansada. Mi lengua no decía nada que se pudiera entender.
Escuchaba mi rústico, lento lenguaje. Me
sentía avergonzado. Lo mejor que podía hacer era dormirme otra vez. Cuando
despertara ya todo habría pasado, entonces me iría al trabajo.
Mientras dormía por
fin tranquilo, sentí la lluvia caer sobre mi espalda, lavar mi cuerpo que
estaba sucio del túnel. La celestial lluvia que todo purifica.
Quise abrir mis
ojos, verla, ver el agua caer sobre mi adormecida figura. Me costó, me tuve que
esforzar en abrir mis condenados ojos que estaban como pegados o quizá los
tenía abiertos y estaba atontado con tanto alboroto. Si eso era, ya estaban
abiertos. No era lluvia. ¡Qué decepción!, era una ridícula ducha que vertía su
chorro sobre mí.
La muchacha me bañaba
con cuidado, con placer. Yo, ¡qué vergüenza!, totalmente desnudo me dejaba
lavar mis genitales, me reía como un imbécil de sus bromas.
Me sentía bien, me
dolía menos. Ella me secaba con ternura, me peinó. Me situé frente a un cuadro
grande que había junto a la ducha. Allí había un hombre desnudo, con la cabeza
rapada, con dos marcas sobre las cejas que me miraba con cara de tonto. Estuve
a punto de preguntarle qué diablos miraba, pero no le pregunté, me parecía
conocerlo de algún lugar.
Me apenaba que
viera como aquella joven bella, la preciosa desconocida, me tocaba rebosando su
alegría. Se me olvidó la pena, intenté acercarme a ella, apretarla contra la
pared, la toqué descaradamente, la besé. Ella me correspondió. Cuando ya mi
virilidad se había levantado, me empujó, me dijo:
— ¡No podemos, dicen los médicos que no podemos!
¡Médicos!, rayos
con los médicos. ¿Dónde infiernos hay médicos? Entonces la llamaron:
— Gina, ¿puedes venir?
Gina, Gina, Gina.
Sentí mareos. Me agarré del codo de la ducha para no caerme. Ella se asustó.
— ¿Qué te pasa?,
dime, dime, ¿Qué te pasa?
Las voces se
volvieron lejanas. Tiraron de mí, me halaron con fuerza. Me arrastraron. Me
dormí otra vez. Tuve la desafortunada idea de dormirme, ya no podría ir a
trabajar.
Cuando desperté,
Gina estaba sentada junto a mi cama.
Tenía su cabeza apoyada en mi mano, la que a su vez sujetaba para sostenerla,
mantener firme un suero que estaba puesto en mi muñeca.
Si, era un suero,
algo grave debía haber pasado. Miré mi entorno. Era un hospital. Había equipos,
cosas de esos lugares al lado de mi cama. La toqué en un brazo, le susurré:
— Gina.
Ella levantó
nerviosa su cabeza, me miró como si hubiese visto un muerto. Oprimió mi
mano, me dijo:
—
Si, mi amor — y se fragmentó, su lamentar me dejó ver las cuarteaduras
de su aparente fortaleza. Fue la única vez que la escuché decir esa palabra.
Oprimía su cara
contra el colchón que ahogaba su llanto sordo. Me dolía menos, no comprendía
sus lágrimas. Traté al menos de sentarme, pero ella me detuvo.
— ¡No!, no te muevas, quédate así.
Hablamos, muy por
lo bajo, pero lo hablamos todo. Habían pasado veintiocho días. Días de zozobra,
de incertidumbre. En los que no se sabía si yo iba a vivir. Gina estaba
exhausta, yo, había estado más que muerto.
Ella me hablaba con
dificultad, se interrumpía por momentos, se asfixiaba, las lágrimas corrían por
su cara como gruesas gotas de plata.
Llego un doctor,
que me saludó alegremente, tomó mi mano
libre para no sé qué pruebas. Yo cerré el agujero por el que miraba. La vi
bailar otra vez como una bruja derramando su hechizo, el dulce encantamiento
que me haría recordarla para siempre.
El doctor se iba,
acercó su cara a la mía, revisó algo dentro de mis ojos, dio una palmada.
Riéndose me dijo:
— Bien, todo bien. Felicidades, te bautizaremos como: “El
muerto – vivo”. Afortunadamente estas cosas ocurren, pero ten presente, de ese
coma profundo no salen muchos.
Tardé en comprender
por completo. Le hice repetirme la historia muchas veces. Gina tuvo que
contarme lo que sabía, como…no sé,
veinte veces. Resultó una suerte que yo
llevara su número en mi billetera, que lo tuviera en mi teléfono.
A cada rato le
pedía:
—Gina, dime otra
vez, cómo fue que… y tenía que repetirme la historia. Se me olvidaban las
cosas. Nunca tuve buena memoria, pero tampoco así, olvidaba todo con
impresionante rapidez.
Tampoco comprendía
por qué no podía hablar normalmente, por qué me daban mareos, por qué tenía que
caminar tan lento. Mi equilibrio era insuficiente, tenía que caminar sujeto de
su brazo.
Había ocurrido un
accidente. En el que solo encontraron un auto volteado, con un costado
totalmente aplastado, un hombre inerte en su interior. Esto fue lo que pude
saber por varios meses. Se fueron agregando detalles los que tal vez me dijeron
desde el principio y habían escapado de mi volátil memoria.
Pasaron cinco
largos meses. Me ponía a sumar, veintiocho más veintiuno en neurocirugía, más…
No me daba la
cuenta, no podía haber pasado todo ese tiempo. De cualquier manera ya había
perdido el trabajo, era mucho tiempo ausente. Era mejor así, no podía ir a
trabajar con aquella cabeza rapada, con dos huecos sobre la frente, que habían
tenido que hacerme para sacar dos coágulos de sangre que había en mi cráneo.
Por otra parte, el lenguaje de retrasado mental con el que hablaba, que según
los médicos tardaría en recuperar su normalidad.
Había hecho amigos
en el hospital, ese era mi alivio, pues Gina no podía estar conmigo siempre,
tenía que atender a su hija.
Cerca de mi
habitación, estaba Alberto, otro accidentado que se había salvado por milagro.
Tenía sus piernas destrozadas, sin embargo podía andar mejor que yo. En su
silla de ruedas, iba a mi cuarto, charlábamos. Yo no podía moverme. Si lo hacía
tenía que llamar a un ejército para que me ayudara.
También las
enfermeras ya me conocían, cuando me enredaba en cálculos, sobre cuánto
cubriría o no cubriría mi seguro, si es que contaba con ello, ellas me
consolaban diciéndome que lo importante es que estaba vivo, que todo se
arreglaría.
—Sí, pensaba yo.
Estaba vivo. Sumido en deudas para toda la vida.
La paradoja era que
me mostraba alegre, tranquilo. La estancia en el hospital, si no agradable, se
me hizo llevadera. Hubo momentos de dolor, en las curas del brazo derecho, en
la inserción de tornillos fijadores en mi codo derecho. Usaban poco anestésico
por la fragilidad de mi cerebro. Pero nada para morirse.
Hacíamos tertulias,
conversábamos de música, de literatura, cine. Nos hacíamos cuentos.
Cuando me citaban
mis doctores, me infundían esperanzas sobre mi restablecimiento que estaba ocurriendo
más rápido de lo esperado.
Un pajarillo se
posaba en las ramas cercanas a mi habitación, me daba todos los días la alarma
matutina y el deleite por las tardes de escuchar su gorjeo mirando el atardecer
cuando por los vidrios de mi ventana veía caer el sol sobre la ciudad que se
coloreaba de luces.
Más acá la largura
de la autopista con sus pequeños rectángulos móviles y todavía más acá mi
propia nariz que ya respiraba como lo habitual seguida del blus, blus, blus, de
la fuente del jardín.
Sobre mi forma de
pagar lo adeudado elaboré un plan que tomaría años, muchos años, pero se
resolvería, no afectaría mi crédito.
Quedaron marcas. Mi
cráneo, tiene dos agujeros casi encima de las cejas, que fueron necesarios para
extraer los coágulos de sangre causados por la contusión, por suerte cubiertos
ya de cabello.
En mi cuello tengo
la cicatriz de una traqueotomía que fue necesaria para que mis pulmones
pudieran ventilarse. Mi codo derecho tiene una anquilosis total que me impide
el movimiento de flexión y extensión. Puede que tenga cierto retraso en la
velocidad de mis ideas, no sé si otras huellas, las que son solo eso, huellas.
Alusiones, surcos, trazos de otro episodio.
No tuvo nada que
ver dicho accidente con mi temperamento aventurero; el que no se doblega.
Sigue el germinar
diario de otras tentadoras contingencias. Con cada nuevo día, veo aflorar
distintas aventuras, nuevas oportunidades de tener éxito, de ejercitar el
espíritu.
Mi lenguaje ya es
casi normal. Quizá mis pretensiones hayan disminuido su alcance. Nunca aspiré a
ser propuesto para la presidencia de ningún país. Si quise ir al cosmos fue
cuando era niño ya… acaso sea un poco tarde, con casi cincuenta años… ¡no me
matricularán en la escuela de cosmonautas!
El mayor rótulo
está perpetuado. Gina desapareció. La busqué como no podría explicar, como solo
Dios sabe, pero no conseguí rastro que me condujera a ella.
Soy humilde, todo
lo posible sin menoscabar mi respeto. Eso me facilita comprender.
Gina era muy grande
para mí.
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