Palabras Malditas.

Capitulo 2: Luba.

ISBN: 9781370971695

No está en las estrellas mantener nuestro destino sino en nosotros mismos.

                                                   William Shakespeare.



No está en las estrellas mantener nuestro destino sino en nosotros mismos.
William Shakespeare.


¿Cuál es la nueva trampa? , pensé hastiado al ver el correo y la foto. Al parecer se trataba de un “gancho”, un… “tumbe”, como le decíamos nosotros, para el que usaban la imagen de una muchacha de unos 25 o 30 años, bonita, de cabello rubio, cuerpo atlético.

El correo decía o preguntaba algo así como que si yo estaba  molesto por lo que parecía en mi carta donde respondía a una de ella.

A decir verdad, no recordaba haber escrito ni recibido carta alguna aquellos días y menos  a una chica como aquella, la cual no iba a olvidar fácilmente. Pero bien, por pura broma le respondí, argumentando que no sabía de cual carta me hablaba, “¿cómo?”, le pregunté, creía que podría olvidar una carta de una chica así.

Si bien era cierto que algunas veces en mis raros momentos de ocio, navego la red, miro cosas, no es usual que me ocupe en estar carteando chicas. Por lo que el asunto se fue rápidamente de mi interés.
Los días transcurrían lentos. Estaba programando un nuevo viaje a Cuba.

Un proyecto así ocupaba todo mi tiempo. Unido al que normalmente ocupa mi trabajo, así como algunas horas que destinaba a la planificación y labor en un pequeño negocio sobre diseño, publicación e impresiones de postales  que recién comenzaba.

Mis ingresos eran pocos, mis planes ambiciosos por lo que  trataba de reducir los gastos al mínimo. Aun así, incluyendo los envíos mensuales a mi hija, vivía modestamente, pero bien. Recibía diariamente noticia de mi familia en Cuba, les contaba sobre mí; por lo que era ya costumbre chequear el correo diariamente.

Además subía a la red nuevas fotos,  ponía en venta postales que, aunque muy poco, era un ingreso de cierto modo simbólico. Me ayudaba a poner fe en lo que hacía al respecto.
Pues nada, todo andaba bien, de modo que…pero apareció otro correo de la tal…Luba. Según me decía, estaba agradecida de mi respuesta.

Pasando por alto el poco interés primario expresado por mí, me contaba de su vida, de sus hábitos, gustos. Me enviaba nuevas fotos. Fotos de ella donde se veía que era una mujer bonita, joven, además, ponía valores en mis palabras que no habían tenido intención alguna de demostrar valores.
Pues comenzó a despertarme cierto interés. Acostumbrado a las perradas, estupideces de las mujeres de la cuidad donde yo vivía ahora y había vivido antes, los requebrajos de Luba eran algo poco común.

Ella vivía en Uglich, Yaroslavl, Rusia. Me contaba, que los hombres rusos no respetaban a las mujeres. Que esto la había impulsado; decidido a buscar un hombre de otro país. Usaba palabras y frases que expresaban un inglés mínimo, diría básico. Quizá más elemental que el mío, lo cual era decir que era muy elemental.

¡Pero vaya forma de hablar!, ¡qué manera de identificarse conmigo!, ¡qué modales para seducirme sus palabras!, pero bien, ¿qué palabras?, aquello era un tumbe, no debía prestarle más atención a aquel tema. Yo había tenido mis historias, que ya me habían saturado, de las cuales solo tenía un buen resultado: mi hija. Lo demás podía desecharse. 

Los días continuaron corriendo lentamente. Yo arrancaba con desgano las hojas de mi almanaque, ras, ras, ras, sin piedad. Las tiraba al charco de mi soledad, donde estaba solo yo, con mi trabajo en la tienda, mis fotos, el plan quimérico de mi negocio y mis obligaciones con Cuba.

Mi trabajo de alguna forma incomprensible me ayudaba a distraerme. Digo de algún modo incomprensible porque me distraía y a su vez me abrumaban los continuos conflictos con la gente. Lo que me había hecho concebir la idea de un nuevo fertilizante orgánico compuesto de picadillo de cabezas humanas.

Por lo visto las personas se odiaban no solo por ocio, como siempre había creído, sino también por el mero placer de odiarse. Entonces trabajaba de cajero en una tienda, en directa interacción con los usuarios. A cada momento ocurría un conflicto entre ellos o de ellos con los precios, ellos con los productos, con nosotros los cajeros, etc.

Recordaba a cada rato, las palabras de uno de mis compañeros de trabajo: “El día que necesites perderle la estima al género humano, consigue un trabajo en una de estas tiendas”.

¡Cuánta maldad en las personas! Era éste el punto que me hacía pensar en aquella Luba, si era real. Pero si lo era, ella era distinta. Era una florecilla diferente dentro de la vulgar multitud de personas que se envidian, se empujan, se temen unas a otras. Se aglomeran en su nauseabunda multitud; su proliferante variedad. Una  asquerosamente polimórfica heterogeneidad de seres que estando tan cerca están a su vez tan lejos.

Las cartas que yo recibía procedían de un ser atípico, peculiar; diferente.  Solo que hasta entonces, se me tornaba una imagen incierta. Algo poco probable. Lo que resultaba muy común en Miami, la cuidad donde ahora vivía;  la paradisiaca cuidad de lo improbable.

Una mentira más en la cuidad donde la verdad es un obstáculo. Donde muchas iniquidades son virtudes. La virtud es algo obsoleto, anacrónico. Donde las mentiras fluyen en todas direcciones, las trampas son simplemente una manera más de vivir, un oficio, una habilidad.

Tal vez por esto  Luba seguía en mi pensamiento. Por su maravillosa simplicidad. Su capacidad de ver virtudes, poner fe en un hombre al que no conocía.

Siempre he creído que la fe es la virtud de ver, creer, confiar sin necesidad de garantías;  a mi criterio esto nos puede hacer poderosos.
Sus correos seguían llegando, yo los seguía leyendo con un creciente interés.

Era… ¿una fantasía o una verdad?

No lo sabía. Era, por lo poco, algo que matizaba mis días. Cuando al llegar a casa leía uno de sus correos, mi día comenzaba a gotear rocío, música. Había comenzado a creerla, a quererla, no sé si a amarla.

Ella me trataba con ternura, como si me hubiese conocido desde siempre. Me contaba sus días, sus gustos; que para colmo coincidían casi todos con los míos. Yo pensaba en sus cosas, me imaginaba sus quincenas, sus amigos, su vida. Ella me enviaba fotos, donde cada vez la veía más hermosa, más atractiva, más sensual.

Sus correos que eran como cartas, desbordaban mi día de felicidad.

Se acercaba el fin del 2016. Todos andaban de fiesta pero la pena crecía en mí, porque Luba me había dicho que el Internet Café desde donde ella me escribía iba a estar cerrado por unos días.
Necesitaba sus cartas. Quería llamarla, hablarle, sentirla, tocarla con mi voz. Hacerle visible mi necesidad de tenerla, de escucharla, de contagiarla con el torrente de emociones que chorreaba de mí vertiginosamente.

En los pocos momentos donde lograba poner mi pensamiento en otra cosa, pensaba, me preguntaba cómo era que había ocurrido aquel milagro.

Ella era tan loca como yo. Ya estaba planeando un viaje desde Rusia a Estados Unidos a ver un hombre al que solo conocía por correo electrónico hacia unas semanas. Aquella locura me fascinaba.
Miraba a mi alrededor, mi humilde cuartucho. Algunas veces la pequeña parte de mi cerebro que genera ideas lucidas me volvía a recordar que todo aquel novelesco asunto podía no ser más que “un tumbe”, pero… ¿qué me podrían tumbar?, ¿cómo?, ¿acaso aquellas palabras limpias, claras, románticas, podrían ocultar una mentira?, ¿podría existir detrás de aquella figurilla de las fotos, bella, frágil, algo diabólico o fraudulento?

Como precaución busqué su nombre y foto en las listas de escamoteadoras, ciberdelicuentes.
Luba no figuraba allí. Su sencilla e ingenua forma de hablar no coincidía con los ejemplos citados en las diferentes páginas que consulté.

Si alguien había inventado aquel modo de seducir personas, de lograr obtener información o alguna otra cosa usando aquella metáfora llamada “Luba”, era sin lugar a dudas un genio.

El fin de año se acercaba, casi llegaba la hora. Podía sentir los fuegos artificiales llenar el aire con sus paff!!, paff!, paff.

Yo seguía chequeando mi correo cada segundo por si alguna suerte me mandaba un nuevo correo de Luba. La imagine en brazos de otro hombre, la idea me horrorizó.
No tuve otro remedio que irme a la cama, tratar de dormir.

Por fortuna, mi decisión de permanecer en casa aquel fin de año fue acertada. Al siguiente día en el trabajo mis camaradas estaban destruidos. Por la mala noche de juerga, la resaca, los excesos acostumbrados. Pero yo me hallaba estupendamente. Pase la jornada tranquilamente.
Al llegar a casa, revise mi correo, en el que había noticia de otras imágenes vendidas lo cual era alentador.

Mi negocio de venta de imágenes online era una expresión básica del planteamiento al  que llamo jocosamente: “Teoría de los infinitesimales”, el cual consiste, a groso modo, en que la suma de muchas cantidades infinitesimales puede llegar a constituir un conjunto considerable.
Pero ciertamente, las cantidades agregadas eran exageradamente infinitesimales. Tendría que sumar  muchas para que llegase a ser considerable. Esto era otro símbolo. En verdad  había revisado el correo buscando otra cosa.

La noche anterior había dormido profundamente, como pocas de mis noches. Me levanté animado, con el propósito de comenzar el año con esperanza.
Al salir para el trabajo, cerrando mi puerta, me quedé mirando la belleza del amanecer, los rayos de sol eran limpios. Se enredaban en las ramas de los árboles que rodeaban mi puerta. Ligados con el aire fresco me llenaron de bienestar.

Miré el Sol de frente. Vi una silueta bajarse por uno de aquellos disparos de luz, pasar sobre las copas de los árboles, doblar mi esquina, seguir derecho por mi calle, eludir las ramas de los mangos que tapan mi portal, seguir mi pasillo, pararse atrevida frente a mí: era Luba.
Me fui al trabajo repleto de auto conmiseración.
Los días transcurrían con una cadencia que me daba rabia. Miraba mi almanaque lleno de furia, estuve a punto de tirarlo a la basura.

El tiempo me cobraba sumando los intereses que la malicia añade. Pero mi ser brillaba puro.
Pensaba en los modos que tendríamos Luba y yo de vencer las situaciones que podían sobrevenir.
Había dejado de verla como un truco de mi ciudad, la veía lleno de esperanza, de expectativas respecto a  nuestras futuras vidas. Fue entonces cuando percibí que estaba pensando también en cuanto podía estar ella gastando o necesitando para poder escribirme desde el Internet Café. Esos lugares son usualmente caros. Uno no va solo a escribir, siempre consume algo. Imaginé algún modo de enviarle recursos, aunque fuese poco.

Eran los primeros síntomas que habrían de conducirme  por los pantanosos vericuetos del amor: “Síndrome de la raciocinio deficiencia adquirida”. 
En realidad,  igual que muchas veces le he enviado todos los recursos posibles a mi hija, quedándome yo solo con lo estrictamente necesario, por ayudar a Luba me limitaría más aún.

Aunque ella en ningún momento me había pedido ayuda sino me había dicho disponer de recursos ahorrados durante largo tiempo para viajar a conocerme. Esto inspiraba algo en mí que se desdoblaba en dos términos sublimes: amor y admiración.

Me decidí a escribirlo. Era algo que nunca ocurrió en mi vida antes. Lo que tuvo una consecuencia buena.

De cualquier modo que fuese quedaría en mi vida como algo muy bello. A pesar de que hacía años que no escribía, las palabras brotaban espontaneas, la historia se me hacía fácil de narrar.
Mis sentimientos se derramaban a raudales. No necesitaba parábolas.

La narración en si era tan bella, mágica, que solo a modo de relato de lo que iba ocurriendo al menos yo lo veía bueno. Al mismo tiempo escribía estas crónicas como guía.

Muchas veces lloré ante mi computadora, lo mismo al escribir sobre lo que Luba me contaba, que igualmente me hacía llorar a veces al leerlo, por su tremendo parecido a mis sentimientos y personalidad, que al hablar sobre mi punto de vista; planes para con aquel suceso.

Aunque no me lo dijo, comprendí que Luba pertenecía una familia de limitada solvencia. No tenían teléfono. Vivían en una zona montañosa de Rusia, a trescientos kilómetros de Moscú, según pude saber más tarde.

Mi anécdota se enriquecía. Aunque a veces me parecía un poco dulzona, en verdad yo me limitaba a contar.

Pensaba en mis amigos literatos de Cuba quienes al leer dirían que era una historia de folletín. Lo que podía ser en parte verdad. Pero si era una historia de folletín, pues entonces, dichas historias ocurrían realmente en la vida de los hombres.

Mi condición actual de empleado en un negocio de ventas me daba la oportunidad de confirmar un concepto manejado por mí antes: la lucha entre los seres humanos es cruel, encarnizada, sin piedad. Se lucha por todo. Se compite por todo. Se sufre por todo. Más no se gana en nada.
El final permanece inmutable, incambiable. Todo es perecedero, efímero, inclusive nuestra existencia es volátil, pero hay cosas  que nos sorprenden.

Cuando alguna de estas cosas nos ocurre, revaloramos nuestra opinión, reconsideramos la vida, miramos a delante, olvidamos las dificultades del camino atravesado, nos decidimos a seguir.
Luba era una esperanza en mi vida. Igualmente lo era mi hija, pero mi hija tomaría otro camino inexorablemente. Quizá Luba cambiara mi vida. Ella me decía en sus cartas que quería tener familia, amar y ser amada. Y que de algún modo sentía que yo era su felicidad.

Fue así como aprendí que entre Rusia y América había ocho horas de diferencia, que Uglich era una población pequeña pero cargada de historia. Aprendí  a seguir la traza a los e-mails, me hice hábil el uso de Google Earth, aprendí a usar mi teléfono celular como un Mobile Hotspot.
No había hablado sobre aquello con nadie. En parte porque desde el principio me pareció irreal, también por mi gran apego al poder del silencio; que te hace dueño único de lo que en él encierres. Te protege de burlas, zancadillas, malas intenciones. Pero le conté a una amiga.

Dicha amiga era la dueña de la casa donde yo vivía rentado. Ella era una mujer mayor, que vivía hacía muchos años en Miami, discreta, que sin dudas sería una confidente ideal para mi secreto.
Mi forma de contarle fue en cierta medida involuntaria.

Otro de los inquilinos iba a abandonar su lugar, que era algo mejor que el mío. Le pregunté si podría esperar, rentármelo a mí. Si me permitiría vivir allí con otra persona. Así comenzó mi confesión.
Ella, acostumbrada a verme solo, me hizo algunas preguntas. Yo le conté lo que ya explotaba en mis riñones. Le conté todo, sobre Luba, sobre sus correos, sobre nuestros planes, sobre mis sueños, todo.
Flor, que así era el nombre de mi amiga, me miro llena de misericordia. Puso su mano en mi hombro, me dijo:

Ven, tengo algo que contarte.

Flor  me contó como un hermano suyo había sido víctima de un engaño igual. Cómo el hombre que era aún mayor que yo, que acababa de salir de pérdidas familiares, se llenó de ilusión, como estaba yo.

Que durante varios meses todo aquel fatídico asunto lo tuvo embriagado. Había incluso girado dinero, no sé cuánto, pero una cantidad considerable. Después de largos meses de espera, se dio cuenta que no era sino un engaño.

No sé qué sentí. Sentí una mezcla de dolor, de desengaño, de ira, no sé cuántas cosas.
Aunque desde el mismo principio supe lo que tenía que saber, lo que era, lo que podía resultar de aquel embrollo, sentí desvanecerse en mí lo poco que quedaba de esperanza en los seres humanos.
Le confirmé a Flor mis dudas desde el inicio, le di las gracias por su alerta.
Me fui a mi cuarto harto de pesadumbre, de tétricos pensamientos.

Pero la trama había penetrado mi subconsciente, se me hacía imposible detenerme.
Seguí esperando con ansiedad los correos de Luba, seguí imaginando cosas, seguía amándola sin saber si existía.

Los aspectos positivos que  había traído a mi vida eran innegables. Había vuelto a escribir, mis días volaban cargados de poesía, volví a sentir el amor.

La ansiosa espera de sus correos, la alegría al recibirlos, despertaron una parte muerta de mi espíritu. Aún no había traído nada negativo. Luego al sopesar las partes, Luba salía ganando.
Al leer sus cartas, también entresacaba palabras e ideas que demostraban amor a su familia, a sus amigos, pureza y muchas otras cosas que me dibujaban una mujer increíble.

A veces pensaba que quizá detrás del nombre, imagen, de los correos que habían llegado a mí, solo habría una partida de truhanes que se reían cuando leían mis respuestas; me daban ya por capturado. Esperarían el momento oportuno para dar el próximo paso, hacerme una petición de dinero o sabe Dios cuál cosa.

Pero yo tenía algo muy fuerte a mi favor. Sabía que Dios no me condenaría por sentir amor. Que solo podía pasarme algo si yo daba la oportunidad, si yo me hacía vulnerable; si me descuidaba.
Debía ser precavido, cauteloso, en cada acción a tomar, en cada palabra a decir, incluso en mi meditación sobre el tema, cuidando mi salud mental.

 Le dije a Flor:

­ Si solo hay hombres involucrados, al menos, no lograran engañarme. Si hay una mujer en el asunto, si la imagen, los correos o el nombre, corresponden a una mujer material, si realmente ella lee mis correos; veamos quién captura a quién.

Aunque lo cierto era que yo no quería capturar a nadie, solo pedía, rezaba porque fuera verdad.
Me apoyaba en los innumerables milagros que Dios trajo antes a mi vida,  con su inconmensurable poder.

Años antes, con la ayuda de Dios, pude vencer las dificultades en  mi recuperación de un accidente automovilístico que tuve en Cuba, luego mi reincorporación a Los Estados Unidos, la restauración de mis documentos legales para residir en E. U.

Conseguir un trabajo que me permitiera al menor sobrevivir, luego mis mejoras en este trabajo y el mayor de sus milagros: mi hija. Así que, otro milagro, no era nada para mi gran Dios.
Me decidí a no hablarle más a Luba de mis dudas. Seguiría o mejor, trataría de apresurar el rumbo de las cosas. Ella  me había contado que tenía su pasaporte listo.

Que solo faltaba que le aprobaran su visa de trabajo y compraría el pasaje. Si eran estafadores, el momento de dar su paso estaba próximo.

Recibí otro mensaje, se titulaba: “Te amo”. Luba  me enviaba la dirección donde vivía.  Me decía emocionada que sentía que me amaba, que no lo podía explicar, que no sabía cómo ni por qué, pero…bien, escribiré sus palabras textuales:

I can feel it; I cannot explain it, because I have not even met you. But it's true. I LOVE YOU with all my heart! You'll soon see for yourself.”

Esto me hizo recordar, pensar en reflexiones, pensamientos que una vez tuve.
En el ser humano, hay valores ocultos, sentimientos, poderes no revelados que quizá un día el hombre conozca mejor, los utilice, los aproveche en su beneficio.

Yo también sentía lo mismo, idénticamente lo mismo. No podía explicármelo. La soledad engendra sueños y fantasías, lo que me producía temor, pero mis ideas eran claras; mis conclusiones basadas en hechos reales, sólidos.

Mi infinita fe en Dios me recordaba a cada momento que para Él no hay imposibles. Dicha fe me sugería eliminar las dudas, solo cuidarme, ser cauteloso, dejarlo a Él actuar. 

Por entonces pasé un par de días sin recibir correos. Lo que era extraño. Pero bien, si eran estafadores, podrían haberse percatado de que la pelea no sería fácil, que estaban tratando con alguien que disponía de medios, recursos, que lo podían hacer una presa difícil.

Por otra parte, si Luba existía, si era ella quien redactaba aquellos correos que me hacían rebosar de felicidad como había pensado antes enviar correos al extranjero probablemente costaría dinero.
No sabía en qué situación se hallaba ella. En sus correos nunca me había mencionado la palabra “dinero”, aun cuando era obvio que nuestro proyecto requería de dinero de ambas partes.

La mayor parte seria luego de su arribo a los Estados Unidos pero allá también le haría falta dinero. Solo que de cualquier manera que fuese no le iba a mandar un centavo.

Ella tampoco me lo había pedido. En otras relaciones que tuve antes siempre he tratado de poner las cosas fáciles para la mujer pero, a decir verdad, esto no me dio buen resultado.

Así que la dejaría enfrentar, resolver, todos sus pormenores y por mayores, allá, ella sola. Que demostrara quien era, cómo era, de lo que era capaz. Que esa era la mujer que yo quería.

Si volvía a recibir noticias de Luba, si ella podía  vencer los innumerables tropiezos que tendría sin dudas, si era capaz de llegar  a mí; yo enfrentaría todos los obstáculos aquí, asumiría toda responsabilidad, la amaría sin límites, le dedicaría mi vida.

Comencé a ver las cosas de este modo: si el sueño era cierto, realizable; lucharía, lo realizaríamos, saldríamos vencedores, sin lugar a dudas, el amor lo puede todo.

Si no lo era, si eran estafadores, no me sacarían nada. Al menos tendría que darle las gracias por correo electrónico por haberme ayudado a aprender muchas cosas nuevas. Por hacerme escribir otra vez, luego de muchos años y por revivir en mí sentimientos que ya los daba por perdidos.

Los correos se hicieron menos frecuentes. Pasaba días sin recibir ninguno. Aunque, en unos de ellos me aclaraba, que no me podía escribir diariamente. Que estaba verdaderamente ocupada. No me daba detalles, pero era comprensible que estuviese ocupada.

Fue entonces cuando tuve una revelación. Era un engaño. No era más que eso, un engaño. Tuve esa certidumbre. Los días sin recibir correos no eran otra cosa que días en los que los malhechores que hicieron llegar a mí el maléfico enredo se dedicaban a capturar otras personas.

Yo escapaba de su interés. Por mi aclaración de mi humildad o vaya usted a saber por qué. Pero, en verdad, ¿había sido hasta ahora dañino para mí? No, no lo había sido.  El potencial derramado en mi cerebro me tornó repleto de aptitudes.

OK, un engaño, pero un delicioso engaño. No hay materia que sea tan endiabladamente mala que no posea un perfil bueno. Desde algún ángulo cualquier laberinto puede verse como un camino a la felicidad.

Si Luba era material o no, no era ningún obstáculo para no creer en ella. Aquellas palabras que me habían sido dirigidas, los sentimientos que despertaron en mí, el deleite que provocaban en mí sus frases, lo que ella decía sentir, no eran invención mía, ni un engendro de mi soledad o mi imaginación. Eran hechos.

El modo en que Dios se ha manifestado en mi vida es algo similar. Mi creencia en la existencia de Dios está fuera de dudas. No tengo pruebas materiales de la existencia de Dios, como creo que nadie pueda en verdad tenerlas, pero tengo la absoluta seguridad de su existencia, de su poder, de su constante actuar en mi vida cotidiana. No es una comparación sino un modo de expresar cómo algo inmaterial puede ser creído, apoyado sólidamente.

No era mi necesidad de apoyarlo. Las palabras me cargaban de energía, sonaban solas luego de ser leídas y hasta sin leerlas. Los resultados eran materiales, el intrincado dédalo se apoyaba por sí solo.

Luba vivía en mí.

Fue por aquellos años, cuando estuve leyendo sobre Budismo del cual aprendí cosas valiosas.
Si alguien manipula tu mente, en la mayoría de los casos, es innegablemente contraproducente, puede hacerte sufrir, pero podemos tener en cuenta que a las personas solo nos puede hacer sufrir aquello a lo que le damos importancia, evitar el sufrimiento inútil puede consistir simplemente en dar un paso atrás, desligarse emocionalmente, ver las cosas desde otra perspectiva.

El sufrimiento es una elección, depende de nosotros, de nuestros pensamientos y emociones. El dolor  físico, difiere del sufrimiento. El primero es pena física, el segundo es opcional. Nos hará sufrir aquello a lo se lo permitamos. Incluso muchas veces he tenido la certeza de que ningún dolor me puede doblegar. Durante el tratamiento y recuperación de mi accidente, cuando tuve muchos 
momentos de dolor agudo, lo pude constatar.

A un hombre ninguna dolencia física lo rinde.

De modo que quien quiera que fuese que pretendía manipular mi mente solo lograría de mi algo que no sospechó, otro resultado. Para mí había varios caminos a seguir, pero prefería uno.

Concebiría una especie de ligadura, de consonancia con la irrealidad. Navegaría hacia un mundo al que todos podemos tener  acceso. 

Otra de las muchas dimensiones en que pueden existir las entidades. Un paradigma posible. Algo que solía llamar: “Dimensión positiva”, donde solo existen pensamientos e ideas positivas, donde todo contribuye, exige que seas un ser mejor, una instancia superior.

Cada figura, recuerdo, experiencia, tesis del pensamiento, es para bien. Solo obtienes o valoras la contribución favorable que cada acontecimiento tiene para ti.

Si hubo un resultado favorable, que podemos y sabemos utilizar, si no daña a nadie, si está conforme a tu ética;  no nos importa cómo se logró.

En medio de estos análisis me hallaba imbuido cuando recibí otro correo de Luba. Radiante, simplemente lírico. Un cañonazo benéfico de neuroestimulantes.

Luba me contaba que estaba preparando su viaje. Se disculpaba por no haberme podido escribir por unos días. Me contaba otras cosas. Entre ellas, que tenía que viajar a Moscú al día siguiente, donde se decidiría si recibiría la visa o no, que estaba un poco atemorizada, pues además de preocuparse por la decisión final, también la preocupaba el hecho de que Moscú, como toda cuidad grande, podía ser peligrosa.

Le contesté pidiéndole que se cuidara, enviándole de nuevo mis datos por si los necesitaba.
En mi estado de ánimo, en mi mente, ocurría un proceso claro. Cuando recibía las cartas de Luba, mi actividad se aceleraba, mi estado anímico mejoraba, mis días transcurrían ágiles. Volvía a creer en el milagro. Enumeraba como pruebas irrefutables los milagros anteriores que recordaba. Que, por cierto, no eran pocos. Uno más era una bicoca para mi gran Dios.
En diferencia, los días que no recibía cartas, volvían mis temores, mis dudas, mis conclusiones fatídicas. Como  resultado inapelable del curso de las horas, el desenlace, fuese el que fuese, estaba próximo. El momento donde podría verlo todo claramente estaba por llegar.

También me imaginaba a Luba extraviada en una cuidad extraña, complicada en pequeñas y grandes situaciones, venciendo impedimentos. Según sus cálculos, ya debía estar en Moscú. Me había dicho que me escribiría al llegar, pero yo sabía lo que es estar en un ambiente ajeno. No solo al llegar a Estados Unidos, en Cuba también estuve muchas veces en ciudades desconocidas, sé lo que esto implica.

Mi viaje a Cuba se aproximaba. Debería volar en tres días. En todos mis viajes anteriores ya para esta fecha yo tenía todo dispuesto, preparado. Pero esta vez no había preparado nada. Si tenía compradas muchas cosas, que según mi lista, eran mis regalos habituales para mi hija y familia, pero faltaba casi la generalidad de las cosas.

Luba me había dicho que si le daban la visa, tomaría el primer vuelo que pudiese. No sabía qué hacer.
Había hablado con un amigo para comprar un auto, él sabía dónde y quién tenía un auto usado en venta. En coyunturas normales, yo habría comprado ese auto, que él me decía estar en buenas condiciones, pero no quería recibir a Luba en un auto viejo.

Solo que mis ingresos en realidad no permitían gastos mayores. Los ahorros que había logrado tener, eran gracias a mi determinación de que hasta ahora un auto para mí era innecesario. Lo cual era en parte cierto.

Pero si Luba llegaba a mí, no vacilaría en comprar incluso un auto nuevo, si ella lo  deseaba.
Decidí que si me reunía con ella, mi tortura había terminado. Una de nuestras primeras conversaciones sería como enfrentar la vida acá.

Le diría de cuanto disponíamos, decidiríamos como usarlo. Me mudaría a un lugar mejor, buscaría otro trabajo. Muchos de mis colegas tienen dos trabajos, yo otras veces yo los he tenido.
Además, quizá ella me ayudara a adelantar mi negocio. Si había logrado venir a mí, si había logrado cruzar toda esa tierra, el Atlántico, buscando el amor, la esperanza, no había impedimento que nos detuviera.

Recibí un nuevo mensaje. Se había consumado la entrevista, había tenido éxito. Aunque en este mensaje me decía que la visa podía demorar un mes, dos días después recibí otro diciéndome que su visa estaba lista. Otro mensaje cargado de alegría.

Le previne varias veces, que si volaba estando yo fuera del país le sería más difícil. Pero ella, o no leía mis advertencias, entusiasmada con sus progresos o simplemente las ignoraba.

Por entonces,  Flor  me había contado sobre una conversación que había tenido con la persona a quien engañaron. Éste le había dicho que yo estaba en la “quinta etapa”. Lo cual me intrigó en gran manera.
¿Qué significaba “la quinta etapa”? Tampoco entendía cómo una persona de bien dejaba que las cosas avanzaran hasta “la quinta etapa” en lugar de hablarme claramente, decirme lo que estaba por venir; lo que le ocurrió a él.  Como hubiese hecho yo.

Fui donde Flor  a buscar más detalles. Ella solo me habló de cosas que yo ya había pensado. Que en cualquier momento, con algún pretexto, después de considerarme completamente atrapado, me harían una petición de dinero.

Le dije que no creía que alguien fuera a considerarme tan tonto como para ponerme a girar o mandar dinero de alguna manera a una persona de la que ni siquiera tenía certidumbre de su existencia.
Con todo este recelo, me fui a mi cuarto, meditando en mil variantes de por qué, cómo, cuándo.
Poseído por la incredulidad de que aquellas palabras pueriles que Luba me escribió al recibir la aprobación de su visa, el entusiasmo mostrado, fuesen un ardid para provocar en mí lo mismo, fundamentando la decisión de enviar el dinero cuando se hiciese la petición.

Fue por esos días cuando recibí una foto con la copia del pasaporte de Luba, aunque varios criterios que había leído online decían que todas estas fotos de dichos documentos y otros  que podían ser enviados no eran más que copias de documentos falsos. Daban ciertas ideas de como comprobar si en realidad era un intento de escamoteo. Me hallaba definitivamente indeciso.

 Por fin al día siguiente tenía que volar. Le envié un correo corto, conciso:

“I am very happy about everything you tell me, but sometimes I think all this is not real, and whoever writes me these letters, is an automatic task machine, because you do not make any reference to what I told you. You do not mention anything to me about it. I told you that I will be out of the country for several days, so that means that it would be good for you to travel after those days. Well I tell you, I'm full of doubts, and although I should be happy for everything you tell me, those doubts overshadow my happiness. Kisses, anyway.”

No era posible que eludiera mis aclaraciones y dudas de nuevo.
Viajé a Cuba. Pasé unos días esplendidos por allá. Encontré a mi hija linda, saludable, graciosa, más de lo esperado. A mi esposa bella como siempre, tranquila, lo que me produjo remordimientos, pues determinada imagen sombreaba mi felicidad.

Le conté a medias a mi esposa que algo estaba ocurriendo en mi vida, que no sabía el desenlace. Aunque no expliqué detalles, fui lo suficientemente claro para que entendiera. El  peligro para nuestra relación existía desde antes. No había culpables, solo nosotros mismos. Por la falta de madurez, claridad, matices, en suma; la falta del verdadero amor, que hace indestructibles las relaciones.
Creo que ella vio en lo explicado nada a considerar seriamente. Pasaron los días, regresé a casa. Ahora estaba doblemente preocupado.

Lejos de definir mi situación, mi relación con la madre de mi hija se había reavivado. También pensaba en Luba. Dónde estaba el amor, dónde la cordura; ignorado. Imposible establecerlo.
¿Qué sería de Luba? Al llegar a casa, revisé mi correo. Solo uno. El único, corto, claro, conciso de los correos de Luba:

Viajo a tu ciudad, mañana.

Había sido enviado al día siguiente de mi partida.
Sentí algo tremendo. No podía estar claro en qué era lo que sentía, pero un sentimiento abrumador se apoderó de mí.

Calculé que si el correo había sido enviado al otro día de mi partida, Luba debía estar en Miami. Ella tenía mi número telefónico, tenía mi dirección, ¿dónde estaba?

Además, me preguntaba cómo Luba había emprendido su vuelo sin comunicarse conmigo, sin decirme el número de su vuelo, la hora de partida, de  llegada. Muchos otros detalles importantes. No sabía si su vuelo era directo, si haría alguna escala o parada.
Miré la hora en mi teléfono, eran las 3.45 de la tarde.

Me lancé al aeropuerto sin siquiera detenerme a pensar a qué iba, ¿qué iba a buscar?, ¿dónde iba a buscar?, ¿iba a preguntar algo?, ¿cuáles serían mis preguntas?, ¿dónde las haría? Mil otras preguntas que tenía que haber pensado.

Simplemente no podía pensar. Iba guiado por no sé qué fuerza, impulsado por una energía desconocida e incuestionable que dirigía mis sentidos e inmovilizaba mi capacidad de análisis.
Sin embargo fui capaz al menos de llegar, estacionarme, pagar el arancel de parqueo, después dirigirme a las entradas con el letrero “ Arrivals” .

Luego busqué las llegadas desde Europa. Poco a poco fui perfilando mi búsqueda, hasta dar con un punto lógico donde creí  que me pudieran dar alguna idea de…entonces que comprendí que no sabía lo que buscaba.

Me detuve un instante, por fin pude pensar. Inventé un cuento a mi modo de ver, creíble, sobre la espera a una persona que…pero no, diría la verdad.
Logré encontrar a alguien que me pareció una autoridad del aeropuerto, le conté de manera franca, sencilla, más o menos lo que me ocurría. Le pedí sugerencias de qué hacer.

El hombre, un señor de mediana edad,  aspecto serio, que llevaba vestuario de  uniforme y  portaba algunos equipos manuales desconocidos por mí, me miró atónito sin saber qué decirme.

Lo miré directamente a sus ojos, le dije:

Por favor, ayúdeme.

Con expresión compasiva, miró unos documentos en su mano, luego dijo con calma:

  ¿Cómo espera usted que lo ayude?, ¿tiene usted algún dato concreto que nos haga posible ayudarlo?

Comprendí que no, no tenía nada en claro.

¿Es su hija a quien espera?

No  pude responder.

Venga conmigo.

Después de recorrer cientos de pasillos, traspasar decenas de puertas, filas de personas, locales llenos de ansiosos pasajeros atascados por alguna anormalidad en sus documentos o boletos, el oficial aminoró su paso. Entró en una oficina donde se veían cosas de uso personal, había algunas sillas, una computadora sobre un pequeño buró.

Primero se enfrascó en localizar algo en la computadora, me indicó la pantalla diciéndome:

Por ejemplo, ésta es la información sobre un vuelo específicamente, con ese origen y destino Miami, pero para acceder a la lista de pasajeros necesitaríamos más. De acuerdo a los datos que tengamos y por supuesto, con la autorización requerida, quizá podríamos tener más detalles, pero veamos, ¿con qué datos contamos?
Miré la pantalla.
Vuelo: SU 0110, destino Miami, MIA, Origen: Moscú
Flight: SU 0110, destination Miami, MIA, Departing from: Moscow
Model Maple
Airbus A330-200
Name of the board
E.SVETLANOV
Number of seats 241
Economic 207
Business  34

Embarkation Shipment status: Completed
Date and time of shipment commencement: 10:50
Date and time of termination of shipment: 11:10
Transfer: Ladder Door    28
Name of service, GSM on board Internet on board.

No tenía ningún dato, quizá luego de algunas deducciones, solo la fecha de partida,  no me era posible aportar nada más, ni podría encontrar  nada, casi ni recordaba el nombre completo de la persona a quien buscaba.

Evidentemente el hombre me tomaría por un loco o un estúpido si confesaba esto. Observé lo que me mostraba. Tampoco aquella información podía decirme nada.
Di las gracias, solo dije, eso, “Gracias”, me puse de pie, salí del local con la clarividencia de que mi padecimiento había evolucionado hasta convertirme en un simple idiota.

Equivoqué decenas de veces la dirección, el rumbo de salida. Me guiaba por la palabra: “Exit” que a veces encontraba pero mis ojos vagaban perdidos. No puedo recordar cómo fue que encontré mi automóvil, que estuve de nuevo sentado frente al volante pero sin atreverme a arrancar, estaba anonadado.

Me hacía cientos de preguntas. Me cuestionaba cómo podía encontrarme en una circunstancia como aquella, cómo esperaba o pude haber esperado encontrar algún tipo de ayuda,  cómo alguna persona en su sano juicio podía haberse lanzado a la deriva sin tener la confirmación de que alguien esperaba por ella.

Sin embargo, recordaba al mismo tiempo cuando del mismo modo insensato me aventuré a venir desde Cuba a los Estados Unidos; a Miami sin siquiera conocer el país o la cuidad a donde llegaría o saber que alguien esperaba por  mí. Era la misma insensatez. Quizá peor, pues de alguna manera Luba si sabía que yo la buscaría. En cambio yo me había lanzado a la aventura sin respaldo alguno, sin la  protección, si el patrocinio que en este caso yo podría darle a Luba luego de hallarla.

En aquella comparación yo llevaba la peor parte. Mi comportamiento había sido sin dudas más temerario.
En aquel momento yo contaba con muy limitados recursos, creo recordar que algo así como doscientos dólares o menos pero me atreví a lanzarme a una ciudad que pudo tragarme sin escrúpulos, como uno de los tantos que vienen buscando el “Sueño Americano” y terminan refugiados bajo los puentes o en las paradas de los ómnibus.

Una vez tuve un compañero de trabajo que aseguraba haber pasado casi un mes refugiado en un cementerio huyendo a cada momento de los custodios.

Aunque Miami es una ciudad donde existen muchos tipos de ayuda a los refugiados, los recién llegados, hay que saber cuál puerta tocar, hacia donde dirigir tus pasos en busca de ayuda.
Por fin me atreví a arrancar mi automóvil. Milagrosamente pude llegar sin provocar ningún accidente hasta mi cuartico.

Era ya de noche. Luego de estacionarme, cerrar la puerta de mi auto. Me quedé mirando el firmamento, que en la oscuridad del parqueo se veía lleno de estrellas. Justo sobre mi cabeza,  la imagen de  Orión, dentro de la misteriosa constelación mi estrella de la suerte: Sirio.
Estuve largo rato en silencio contemplando mi estrella, mirando sus destellos blanco azulados, pidiéndole una explicación.

Estaba vacío, no tenía idea alguna, ni del tiempo ni de ninguna otra cosa. Me dolía el cuerpo, me ardían los ojos, la piel, sentía calambres en las manos, en los pies, un terrible dolor de cabeza y sudores fríos recorrían mi espada de vez en vez.

Debía tomar algo, algo que me ayudara a dormir, que limpiara mi celebro de la infinidad  de ruidos que no me dejaban pensar, ni hablar, ni sentir otra cosa que aquellos malditos  escalofríos que apenas me dejaron caminar, abrir la puerta, arrojarme en la cama.

La noche fue larga, mi sueño era intranquilo. Me levante varis veces al baño, a beber agua, lavarme la cara, estirar mi cuerpo que me dolía por todas partes.

Estaba despierto desde las cinco la de la mañana del día anterior pero en verdad, no tenía sueño, ni hambre.

La cabeza me rugía llena de todo tipo de pesadillas. Cuando trataba de conciliar el sueño, me enredaba en alucinaciones donde resonaba una palabra: carencia, carencia, carencia.
No estaba seguro de entender por qué.

De pronto recordé una cura que un mejicano amigo mío me dio.

Agarra tequila, llena un vaso, ponle dos gotas de limón. Bébelo sin parar hasta ver el fondo, repítelo tantas veces como la gravedad de tus síntomas lo requieran. Verás que efectivo, si no se te quita se te olvida.

Lo hice, no con tequita, porque no tenía, llené y bebí creo que dos o tres vasos de Habana Club, que había traído de Cuba. No sé si se me quitó o se me olvidó, no pude saber nada más hasta el día siguiente cuando sonó la alarma de mi teléfono, recordándome que era hora de levantarme para el trabajo.

Me levanté con un esfuerzo que hubiese hecho palidecer a los titanes griegos. Con los ojos pegados, un sabor, un aliento en la boca que miniaturizaba el fuego de los dragones de la mitología.
Me fui al trabajo dispuesto a sobreponerme a todo, a concentrarme en mi rutina, tratar de olvidar. No tenía otro remedio. Era el principio de la semana, pensé:

Dios me ayudará.

“En el principio Dios creo los cielos y la tierra, y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la fas del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.”

Pero bien, eso era en aquel principio, donde Dios lidiaba con elementos naturales, puros. Pero ahora, tantos años después de que el hombre tuvo la desafortunada idea de tomar las decisiones y actuar según su parecer, de llenar su corazón, su mente, de todo tipo de  falacias y artilugios para lograr lo que él cree mejor y conveniente para sí mismo, quizá nuestro Dios, de saber lo que sobrevendría, reconsideraría la idea de poblar la tierra con un parásito así y dejara vagar su espíritu tranquilamente por el vacío hasta que surgiese una idea mejor.

El trabajo se me hacía penoso. A cada rato las sirenas de patrullas de policía, ambulancias, que ya son para mi algo muy común en los sonidos diarios, despertaban mi zozobra. Era el mismo trabajo de siempre, con sus litigios con la gente, sus demoras en los recesos, los acostumbrados dilemas de siempre. Solo que ahora se me hacían intolerables. Lo cual, iba evidentemente en mi contra, pues mi trabajo era lo único que tenía, lo único con que podía contar para resolver mi vida y la de mi familia en Cuba.

Llegó por fin la hora de tomar mis quince minutos de descanso. Agarré mi botella de agua, me fui al lugar destinado al receso de los asociados.

Nunca voy  a ese lugar. No me gustan los chistes, los comentarios que se escuchan allí. Ni siquiera he usado nunca una de las máquinas para vender refrescos y otras  chucherías que están en aquel salón.
Tenía la mente turbia, no pensaba en nada definido. Un millar de sonidos irreconocibles deambulaban los senderos  por los que alguna vez circularon ideas claras e inteligentes.

No eran los sonidos con los que una vez soné; el lamento de la oscuridad, el triunfal alarido del amanecer, el suave murmullo de los acordes de mi guitarra, ni el gemido de la esperanza en el canto del ave que sube al tronco del patio. Ni siquiera el inarmónico silbido del silencio.

Eran sonidos roncos, silenciosos, crueles, mecánicos y duros. ¿Podría uno imaginarse un sonido nunca escuchado?

En el titilante fotograma que tenía ante mí; de composición pobre, asimétrica, donde estaban mis compañeros de trabajo, mis colegas, mis cosas personales y mis manos que rompían un papel escrito, creí escuchar subliminalmente impreso el sonido de mi soledad, que me recordaba a las personas que quedaron atrás, las verdades que creí seguras, los caminos donde abandoné mis pasos. En aquel mismo túnel iba a quedar otro recuerdo.

Otro nombre iba a ser escrito en las piedras de sus paredes donde había ya decenas de nombres grabados, miles de palabras, frases sin terminar. Donde estaba escrito el oráculo que predijo una pitonisa en una de mis transgresiones de la materialidad:

 “Serás siempre como vertiente de agua en el desierto, pero nadie podrá beber de ti”.

Nunca lo pude comprender, pero siempre me perseguían estas palabras. Como una maldición escrita en mi piel.

Mi mirada recorría el salón con un total abandono. Sin reparar en nada en específico. Las personas se cruzaban delante de mí, algunas me saludaban. Pero yo no los podía oír, ni ver.

Andaba muy lejos de la realidad de las personas. Mi pensamiento oscilaba en un rango de frecuencias distinto. Pero mis ojos se detuvieron en la pantalla del televisor de la sala. Donde usualmente sintonizan programas de peleas, conflictos entre familias; seres vulgares, por lo que nunca presto el menor interés a estos programas. Pero aquel día, daban la noticia sobre un percance aéreo, ocurrido el 23 de enero del año en curso.

El 23 de enero del presente año, un avión de la flota rusa Bhoeing 1X-777-300ERF con 192 personas a bordo había tenido fallas graves a las ocho horas después de despegar desde Moscú, con destino Miami.  Aunque había tenido tiempo de aterrizar y no había víctimas, según  informó una agencia de noticias rusa, la totalidad de sus pasajeros se hallaban en hoteles de tránsito en espera de proseguir su viaje.

Explicaban toda una serie de protocolos a operar en estos casos. Esta era de modo general la noticia, que proseguía explicando que aunque todos los pasajeros habían sido transbordados a otros vuelos y estaban completamente ilesos, por cortesía de la aerolínea, a través de algunos medios, se continuaba tratando de contactar familiares, amigos de los pasajeros que lo necesitasen para que estos pudiesen llegar a sus destinos.

Me puse de un salto frente al televisor. Estaban presentando los nombres, las fotos de los pasajeros.
No podría explicar qué sentimiento me dominaba. Casi no pude contener un rapto de enardecimiento cuando el nombre, la imagen de Luba aparecieron en la pantalla.

Era ella, con su expresión de paloma asustada,  sus bellos ojos grises, su cabello lacio, brillante como el marfil.

Corrí a la oficina de personal. Argumenté como pude que tenía una urgencia, que necesitaba salir. Me explicaron algo sobre un posible: “Incomplete shift”  pero eso no me importaba, más me importaba que había olvidado anotar el número al que debía llamar. No obstante, tenía algo claro;  no quería incurrir en la misma necedad de la vez anterior, cuando me lancé irreflexivamente al aeropuerto sin poder conseguir nada.

Fui primero a mi cuartico, me situé frente a mi computadora, logré extraer un número de servicio al cliente del Aeropuerto de Miami. Llamé, luego de explicar lo que buscaba, de algunas transferencias de líneas, me informaron que dichos pasajeros deberían arribar a Miami aquel día, sobre las 15: 45. 

Después de los requerimientos de inmigración y aduanales podrían marcharse finalmente a sus casas.
Tuve la calma necesaria para indagar por cual Gate debía esperar. Solo que ahí se me trabó la calma, pues no sabía o no recordaba cuál era la aerolínea, ni el número del vuelo. Pero nada, era una pequeña traba. Sería capaz de preguntar puerta por puerta, línea por línea, a cada persona, hasta hallarla. Hallar a la mujer que había recorrido miles de millas hasta mí.

Así fue como después de andar los ya conocidos pasadizos, puertas, pasillos elevados, y otras vías de acceso a las puertas de llegada, me encontré junto a un grupo de personas que al parecer también esperaban a familiares o amigos que iban a salir alguna de aquellas puertas.

De pregunta en pregunta, me habían dirigido a aquel lugar, pero aunque yo he estado muchas veces en el aeropuerto de Miami, no me era familiar el sitio a donde había ido a parar.
Esto no me preocupaba, pues sabía que dicho aeropuerto, es inmensamente grande, además eran las llegadas provenientes de Europa lo cual era algo desconocido para mí.

Me situé junto a las personas, me dispuse a esperar. Podía ver gentes de todos los tipos y apariencias, todos igual de preocupados, ansiosos. Mi costumbre de doble chequearlo todo, me hizo caminar entre ellos, buscar, oír, o tratar de oír alguna palabra; una frase que me permitiera asegurarme de que era el lugar correcto, sin necesidad de preguntar por millonésima vez y tener que repetir mi historia.

Fue en aquel momento cuando sin saber de dónde venía, ni quién lo había pronunciado, si era otra alucinación, escuché el nombre de ‘ Luba “, pronunciado por una voz que me recordó los episodios rusos que vi en mi infancia. Pronunciado: “ Lyuba”.
 
Miré en círculo, todo alrededor, miré los altavoces casi imperceptibles del techo, miré el penumbroso despeñadero de mi incertidumbre que ya no disfrazada sus intenciones. Vi junto a mí una chica con sus brazos extendidos que me decía:

¿Por qué no me abrazas?
Porque me has hecho esperar demasiado. Ya me voy a casa otra vez.
¿Y no quieres que vaya contigo?

Entonces la misma voz me hizo despertar. Ahora hablaba sobre otras cosas, pero era la misma voz.
Estaba muy cerca de mí. Eran un chico, o sea un joven y una mujer de mediana edad. Quien hablaba era el muchacho, evidentemente emocionado, agarraba por el brazo a la mujer, le preguntaba algo que no pude entender.

Me acerqué a ellos, le pregunté como pude,  haciendo un tremendo esfuerzo por controlar mi circunspección; mi actitud, si  esperaban, igual que yo, a uno de los pasajeros del vuelo desde Rusia que había tenido la avería o percance.

No sé cómo dije, no recuerdo lo que dije, pero ellos entendieron. El muchacho me miró con sorpresa, con una gran sonrisa en su cara.

Sí señor, también esperamos.

Me sujetó una mano, me disparó una apurada ráfaga de palabras, de donde solo pude extraer que llevaban horas allí, que esperaban a una muchacha.
Me preguntaba cosas pero no esperaba mis respuestas. Hablaba conmigo, se volvía hacia la mujer, hablaba con ella. Daba tres o cuatro pasos, volvía atrás. Creo que me dijo su nombre como cuatro veces. Alek, era su nombre.

Ella es Tiana— dijo señalando a la mujer. — Es su tía, ¡Oh! Perdón.
Quise decir algo, pero no me dejó:

Ella ya debe estar por salir. Debe salir por la puerta de la derecha. ¿Usted? Los suyos saldrán igual por allí.

Pero algo los demoraba. Les pedí que nos sentáramos y para mi alivio, ellos estuvieron de acuerdo. Ya no podía mantenerme en pie. Mis rodillas temblaban, creo que por cansancio.

Nos sentamos. Alek, sin darme tregua al descanso, comenzó a desahogar su tormento.
La dama que lo acompañaba era tía, o sea hermana del padre de la chica a quien esperaban.
La señora, al igual que el padre y la chica misma, eran norteamericanos.

Ellos son norteamericanos, ella nació en América,  pero su mama es rusa. ¡Cosas de la vida!
Vive en Rusia, actualmente, ¡como andan todo por allá! Las mujeres son testarudas, nadie las entiende.

El chico hablaba, yo miraba sus ademanes taciturnos, a la vez nerviosos. Escuchaba su voz, la voz que hizo saltar mis sentidos, cuando pronunció el nombre que trajo el contagio a mi vida.
Me di cuenta de que padecía del síndrome, no había dudas. Su pelo delgado se agitaba cada vez que soltaba sus frases roídas por los síntomas inequívocos.

Me contó cómo siendo un niño su familia vino a vivir a América, se establecieron en North Dakota, pero luego se reubicaron en una pequeña comunidad rusa en la florida.

Al comienzo, ni documentos legales de residencia tenían. Con el tiempo, los consiguieron, hicieron amigos, rehicieron su vida, allí conoció a Luba.

Fue el primer y único amor de mi vida. Si no me fui tras ella, fue porque entonces solo tenía dieciséis años,

Cuando volví  escuchar el nombre no me sorprendió, ya lo esperaba, ya sabía que lo iba a decir.
Luba había nacido en América, pero se había marchado a Rusia con su madre luego de la separación de sus padres, lo que ella apenas podía comprender.

Ella era aún más joven que él. Se hicieron novios, compartieron desde niños los maravillosos regocijos del amor juvenil. Al punto que estuvo muchos meses enfermo, luego de su partida.
Le escribió todas las semanas. Le suplicó que le rogase a su madre volver. Pero su madre se volvió a casar, nunca más habló de venir a América. Pero de repente Luba decide venir a América. Le había escrito. Sin darle explicaciones sobre el motivo que la traía de regreso, le decía que podía ponerse en contacto con su tía, quien le diría sobre la fecha de su arribo a USA.

Tampoco a mí me dijo qué la hacía venir, después de pasar tanto tiempo en Rusia, con el tremendo apego que le tiene a su madre.

La mujer dijo esto con expresión de desconcierto, siguió:
Pero hoy por hoy todos quieren venir, además por allá hay guerra. Al menos aquí, yo  haré todo lo posible porque sea bienvenida.

Ellos continuaban hablando, pero yo ya no los escuchaba. Renuncié a toda reflexión, deseché cualquier análisis o conjetura. No recurrí siquiera a una verificación.

Algo se rebeló en mi quintaescencia. No necesité ninguno de mis otros cuatro elementos para buscar el momento, esperar la oportunidad, escaparme silenciosamente.

El oráculo volvía ente mis ojos: “Nadie beberá de ti, es incontrovertible.”


Arranqué de mí, a manotazos,  todo vestigio de la vil enfermedad.

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