Palabras Malditas.
Capitulo 2: Luba.
ISBN: 9781370971695
No está en las estrellas mantener nuestro
destino sino en nosotros mismos.
William Shakespeare.
No está en las estrellas mantener nuestro destino sino en nosotros
mismos.
William
Shakespeare.
¿Cuál es la nueva
trampa? , pensé hastiado al ver el correo y la foto. Al parecer se trataba de
un “gancho”, un… “tumbe”, como le decíamos nosotros, para el que usaban la
imagen de una muchacha de unos 25 o 30 años, bonita, de cabello rubio, cuerpo
atlético.
El correo decía o
preguntaba algo así como que si yo estaba
molesto por lo que parecía en mi carta donde respondía a una de ella.
A decir verdad, no
recordaba haber escrito ni recibido carta alguna aquellos días y menos a una chica como aquella, la cual no iba a
olvidar fácilmente. Pero bien, por pura broma le respondí, argumentando que no
sabía de cual carta me hablaba, “¿cómo?”, le pregunté, creía que podría olvidar
una carta de una chica así.
Si bien era cierto
que algunas veces en mis raros momentos de ocio, navego la red, miro cosas, no
es usual que me ocupe en estar carteando chicas. Por lo que el asunto se fue
rápidamente de mi interés.
Los días
transcurrían lentos. Estaba programando un nuevo viaje a Cuba.
Un proyecto así
ocupaba todo mi tiempo. Unido al que normalmente ocupa mi trabajo, así como
algunas horas que destinaba a la planificación y labor en un pequeño negocio
sobre diseño, publicación e impresiones de postales que recién comenzaba.
Mis ingresos eran
pocos, mis planes ambiciosos por lo que
trataba de reducir los gastos al mínimo. Aun así, incluyendo los envíos
mensuales a mi hija, vivía modestamente, pero bien. Recibía diariamente noticia
de mi familia en Cuba, les contaba sobre mí; por lo que era ya costumbre
chequear el correo diariamente.
Además subía a la
red nuevas fotos, ponía en venta
postales que, aunque muy poco, era un ingreso de cierto modo simbólico. Me ayudaba
a poner fe en lo que hacía al respecto.
Pues nada, todo
andaba bien, de modo que…pero apareció otro correo de la tal…Luba. Según me
decía, estaba agradecida de mi respuesta.
Pasando por alto el
poco interés primario expresado por mí, me contaba de su vida, de sus hábitos,
gustos. Me enviaba nuevas fotos. Fotos de ella donde se veía que era una mujer
bonita, joven, además, ponía valores en mis palabras que no habían tenido
intención alguna de demostrar valores.
Pues comenzó a
despertarme cierto interés. Acostumbrado a las perradas, estupideces de las
mujeres de la cuidad donde yo vivía ahora y había vivido antes, los requebrajos
de Luba eran algo poco común.
Ella vivía en Uglich, Yaroslavl, Rusia. Me
contaba, que los hombres rusos no respetaban a las mujeres. Que esto la había
impulsado; decidido a buscar un hombre de otro país. Usaba palabras y frases
que expresaban un inglés mínimo, diría básico. Quizá más elemental que el mío,
lo cual era decir que era muy elemental.
¡Pero vaya forma de
hablar!, ¡qué manera de identificarse conmigo!, ¡qué modales para seducirme sus
palabras!, pero bien, ¿qué palabras?, aquello era un tumbe, no debía prestarle
más atención a aquel tema. Yo había tenido mis historias, que ya me habían
saturado, de las cuales solo tenía un buen resultado: mi hija. Lo demás podía
desecharse.
Los días
continuaron corriendo lentamente. Yo arrancaba con desgano las hojas de mi
almanaque, ras, ras, ras, sin piedad. Las tiraba al charco de mi soledad, donde
estaba solo yo, con mi trabajo en la tienda, mis fotos, el plan quimérico de mi
negocio y mis obligaciones con Cuba.
Mi trabajo de
alguna forma incomprensible me ayudaba a distraerme. Digo de algún modo
incomprensible porque me distraía y a su vez me abrumaban los continuos
conflictos con la gente. Lo que me había hecho concebir la idea de un nuevo
fertilizante orgánico compuesto de picadillo de cabezas humanas.
Por lo visto las
personas se odiaban no solo por ocio, como siempre había creído, sino también
por el mero placer de odiarse. Entonces trabajaba de cajero en una tienda, en
directa interacción con los usuarios. A cada momento ocurría un conflicto entre
ellos o de ellos con los precios, ellos con los productos, con nosotros los
cajeros, etc.
Recordaba a cada
rato, las palabras de uno de mis compañeros de trabajo: “El día que necesites
perderle la estima al género humano, consigue un trabajo en una de estas
tiendas”.
¡Cuánta maldad en
las personas! Era éste el punto que me hacía pensar en aquella Luba, si era
real. Pero si lo era, ella era distinta. Era una florecilla diferente dentro de
la vulgar multitud de personas que se envidian, se empujan, se temen unas a
otras. Se aglomeran en su nauseabunda multitud; su proliferante variedad.
Una asquerosamente polimórfica
heterogeneidad de seres que estando tan cerca están a su vez tan lejos.
Las cartas que yo
recibía procedían de un ser atípico, peculiar; diferente. Solo que hasta entonces, se me tornaba una
imagen incierta. Algo poco probable. Lo que resultaba muy común en Miami, la
cuidad donde ahora vivía; la paradisiaca
cuidad de lo improbable.
Una mentira más en
la cuidad donde la verdad es un obstáculo. Donde muchas iniquidades son
virtudes. La virtud es algo obsoleto, anacrónico. Donde las mentiras fluyen en
todas direcciones, las trampas son simplemente una manera más de vivir, un
oficio, una habilidad.
Tal vez por
esto Luba seguía en mi pensamiento. Por
su maravillosa simplicidad. Su capacidad de ver virtudes, poner fe en un hombre
al que no conocía.
Siempre he creído
que la fe es la virtud de ver, creer, confiar sin necesidad de garantías; a mi criterio esto nos puede hacer poderosos.
Sus correos seguían
llegando, yo los seguía leyendo con un creciente interés.
Era… ¿una fantasía
o una verdad?
No lo sabía. Era,
por lo poco, algo que matizaba mis días. Cuando al llegar a casa leía uno de
sus correos, mi día comenzaba a gotear rocío, música. Había comenzado a
creerla, a quererla, no sé si a amarla.
Ella me trataba con
ternura, como si me hubiese conocido desde siempre. Me contaba sus días, sus
gustos; que para colmo coincidían casi todos con los míos. Yo pensaba en sus
cosas, me imaginaba sus quincenas, sus amigos, su vida. Ella me enviaba fotos,
donde cada vez la veía más hermosa, más atractiva, más sensual.
Sus correos que
eran como cartas, desbordaban mi día de felicidad.
Se acercaba el fin
del 2016. Todos andaban de fiesta pero la pena crecía en mí, porque Luba me
había dicho que el Internet Café desde donde ella me escribía iba a estar
cerrado por unos días.
Necesitaba sus
cartas. Quería llamarla, hablarle, sentirla, tocarla con mi voz. Hacerle
visible mi necesidad de tenerla, de escucharla, de contagiarla con el torrente
de emociones que chorreaba de mí vertiginosamente.
En los pocos
momentos donde lograba poner mi pensamiento en otra cosa, pensaba, me
preguntaba cómo era que había ocurrido aquel milagro.
Ella era tan loca
como yo. Ya estaba planeando un viaje desde Rusia a Estados Unidos a ver un
hombre al que solo conocía por correo electrónico hacia unas semanas. Aquella
locura me fascinaba.
Miraba a mi
alrededor, mi humilde cuartucho. Algunas veces la pequeña parte de mi cerebro que
genera ideas lucidas me volvía a recordar que todo aquel novelesco asunto podía
no ser más que “un tumbe”, pero… ¿qué me podrían tumbar?, ¿cómo?, ¿acaso
aquellas palabras limpias, claras, románticas, podrían ocultar una mentira?,
¿podría existir detrás de aquella figurilla de las fotos, bella, frágil, algo
diabólico o fraudulento?
Como precaución busqué su nombre y foto en las listas de
escamoteadoras, ciberdelicuentes.
Luba no figuraba allí. Su sencilla e ingenua forma de
hablar no coincidía con los ejemplos citados en las diferentes páginas que
consulté.
Si alguien había inventado aquel modo de seducir personas,
de lograr obtener información o alguna otra cosa usando aquella metáfora
llamada “Luba”, era sin lugar a dudas un genio.
El fin de año se acercaba, casi llegaba la hora. Podía
sentir los fuegos artificiales llenar el aire con sus paff!!, paff!, paff.
Yo seguía chequeando mi correo cada segundo por si alguna
suerte me mandaba un nuevo correo de Luba. La imagine en brazos de otro hombre,
la idea me horrorizó.
No tuve otro remedio que irme a la cama, tratar de
dormir.
Por fortuna, mi
decisión de permanecer en casa aquel fin de año fue acertada. Al siguiente día
en el trabajo mis camaradas estaban destruidos. Por la mala noche de juerga, la
resaca, los excesos acostumbrados. Pero yo me hallaba estupendamente. Pase la
jornada tranquilamente.
Al llegar a casa,
revise mi correo, en el que había noticia de otras imágenes vendidas lo cual
era alentador.
Mi negocio de venta
de imágenes online era una expresión básica del planteamiento al que llamo jocosamente: “Teoría de los
infinitesimales”, el cual consiste, a groso modo, en que la suma de muchas
cantidades infinitesimales puede llegar a constituir un conjunto considerable.
Pero ciertamente,
las cantidades agregadas eran exageradamente infinitesimales. Tendría que
sumar muchas para que llegase a ser
considerable. Esto era otro símbolo. En verdad
había revisado el correo buscando otra cosa.
La noche anterior
había dormido profundamente, como pocas de mis noches. Me levanté animado, con
el propósito de comenzar el año con esperanza.
Al salir para el
trabajo, cerrando mi puerta, me quedé mirando la belleza del amanecer, los
rayos de sol eran limpios. Se enredaban en las ramas de los árboles que
rodeaban mi puerta. Ligados con el aire fresco me llenaron de bienestar.
Miré el Sol de
frente. Vi una silueta bajarse por uno de aquellos disparos de luz, pasar sobre
las copas de los árboles, doblar mi esquina, seguir derecho por mi calle,
eludir las ramas de los mangos que tapan mi portal, seguir mi pasillo, pararse
atrevida frente a mí: era Luba.
Me fui al trabajo
repleto de auto conmiseración.
Los días transcurrían
con una cadencia que me daba rabia. Miraba mi almanaque lleno de furia, estuve
a punto de tirarlo a la basura.
El tiempo me
cobraba sumando los intereses que la malicia añade. Pero mi ser brillaba puro.
Pensaba en los
modos que tendríamos Luba y yo de vencer las situaciones que podían sobrevenir.
Había dejado de
verla como un truco de mi ciudad, la veía lleno de esperanza, de expectativas
respecto a nuestras futuras vidas. Fue
entonces cuando percibí que estaba pensando también en cuanto podía estar ella
gastando o necesitando para poder escribirme desde el Internet Café. Esos
lugares son usualmente caros. Uno no va solo a escribir, siempre consume algo.
Imaginé algún modo de enviarle recursos, aunque fuese poco.
Eran los primeros
síntomas que habrían de conducirme por
los pantanosos vericuetos del amor: “Síndrome de la raciocinio deficiencia
adquirida”.
En realidad, igual que muchas veces le he enviado todos
los recursos posibles a mi hija, quedándome yo solo con lo estrictamente
necesario, por ayudar a Luba me limitaría más aún.
Aunque ella en
ningún momento me había pedido ayuda sino me había dicho disponer de recursos
ahorrados durante largo tiempo para viajar a conocerme. Esto inspiraba algo en
mí que se desdoblaba en dos términos sublimes: amor y admiración.
Me decidí a
escribirlo. Era algo que nunca ocurrió en mi vida antes. Lo que tuvo una
consecuencia buena.
De cualquier modo
que fuese quedaría en mi vida como algo muy bello. A pesar de que hacía años
que no escribía, las palabras brotaban espontaneas, la historia se me hacía
fácil de narrar.
Mis sentimientos se
derramaban a raudales. No necesitaba parábolas.
La narración en si
era tan bella, mágica, que solo a modo de relato de lo que iba ocurriendo al
menos yo lo veía bueno. Al mismo tiempo escribía estas crónicas como guía.
Muchas veces lloré
ante mi computadora, lo mismo al escribir sobre lo que Luba me contaba, que
igualmente me hacía llorar a veces al leerlo, por su tremendo parecido a mis
sentimientos y personalidad, que al hablar sobre mi punto de vista; planes para
con aquel suceso.
Aunque no me lo
dijo, comprendí que Luba pertenecía una familia de limitada solvencia. No tenían
teléfono. Vivían en una zona montañosa de Rusia, a trescientos kilómetros de
Moscú, según pude saber más tarde.
Mi anécdota se enriquecía. Aunque a veces me parecía un
poco dulzona, en verdad yo me limitaba a contar.
Pensaba en mis
amigos literatos de Cuba quienes al leer dirían que era una historia de
folletín. Lo que podía ser en parte verdad. Pero si era una historia de
folletín, pues entonces, dichas historias ocurrían realmente en la vida de los
hombres.
Mi condición actual
de empleado en un negocio de ventas me daba la oportunidad de confirmar un
concepto manejado por mí antes: la lucha entre los seres humanos es cruel,
encarnizada, sin piedad. Se lucha por todo. Se compite por todo. Se sufre por
todo. Más no se gana en nada.
El final permanece
inmutable, incambiable. Todo es perecedero, efímero, inclusive nuestra
existencia es volátil, pero hay cosas
que nos sorprenden.
Cuando alguna de
estas cosas nos ocurre, revaloramos nuestra opinión, reconsideramos la vida,
miramos a delante, olvidamos las dificultades del camino atravesado, nos
decidimos a seguir.
Luba era una
esperanza en mi vida. Igualmente lo era mi hija, pero mi hija tomaría otro
camino inexorablemente. Quizá Luba cambiara mi vida. Ella me decía en sus
cartas que quería tener familia, amar y ser amada. Y que de algún modo sentía
que yo era su felicidad.
Fue así como
aprendí que entre Rusia y América había ocho horas de diferencia, que Uglich era una población pequeña pero
cargada de historia. Aprendí a seguir la
traza a los e-mails, me hice hábil el uso de Google Earth, aprendí a usar mi
teléfono celular como un Mobile Hotspot.
No había hablado
sobre aquello con nadie. En parte porque desde el principio me pareció irreal, también
por mi gran apego al poder del silencio; que te hace dueño único de lo que en
él encierres. Te protege de burlas, zancadillas, malas intenciones. Pero le
conté a una amiga.
Dicha amiga era la
dueña de la casa donde yo vivía rentado. Ella era una mujer mayor, que vivía
hacía muchos años en Miami, discreta, que sin dudas sería una confidente ideal
para mi secreto.
Mi forma de
contarle fue en cierta medida involuntaria.
Otro de los
inquilinos iba a abandonar su lugar, que era algo mejor que el mío. Le pregunté
si podría esperar, rentármelo a mí. Si me permitiría vivir allí con otra
persona. Así comenzó mi confesión.
Ella, acostumbrada
a verme solo, me hizo algunas preguntas. Yo le conté lo que ya explotaba en mis
riñones. Le conté todo, sobre Luba, sobre sus correos, sobre nuestros planes,
sobre mis sueños, todo.
Flor, que así era
el nombre de mi amiga, me miro llena de misericordia. Puso su mano en mi hombro,
me dijo:
— Ven, tengo
algo que contarte.
Flor me contó como un hermano suyo había sido
víctima de un engaño igual. Cómo el hombre que era aún mayor que yo, que
acababa de salir de pérdidas familiares, se llenó de ilusión, como estaba yo.
Que durante varios
meses todo aquel fatídico asunto lo tuvo embriagado. Había incluso girado
dinero, no sé cuánto, pero una cantidad considerable. Después de largos meses
de espera, se dio cuenta que no era sino un engaño.
No sé qué sentí.
Sentí una mezcla de dolor, de desengaño, de ira, no sé cuántas cosas.
Aunque desde el
mismo principio supe lo que tenía que saber, lo que era, lo que podía resultar
de aquel embrollo, sentí desvanecerse en mí lo poco que quedaba de esperanza en
los seres humanos.
Le confirmé a Flor
mis dudas desde el inicio, le di las gracias por su alerta.
Me fui a mi cuarto
harto de pesadumbre, de tétricos pensamientos.
Pero la trama había
penetrado mi subconsciente, se me hacía imposible detenerme.
Seguí esperando con
ansiedad los correos de Luba, seguí imaginando cosas, seguía amándola sin saber
si existía.
Los aspectos
positivos que había traído a mi vida
eran innegables. Había vuelto a escribir, mis días volaban cargados de poesía,
volví a sentir el amor.
La ansiosa espera
de sus correos, la alegría al recibirlos, despertaron una parte muerta de mi
espíritu. Aún no había traído nada negativo. Luego al sopesar las partes, Luba
salía ganando.
Al leer sus cartas,
también entresacaba palabras e ideas que demostraban amor a su familia, a sus
amigos, pureza y muchas otras cosas que me dibujaban una mujer increíble.
A veces pensaba que
quizá detrás del nombre, imagen, de los correos que habían llegado a mí, solo
habría una partida de truhanes que se reían cuando leían mis respuestas; me
daban ya por capturado. Esperarían el momento oportuno para dar el próximo paso,
hacerme una petición de dinero o sabe Dios cuál cosa.
Pero yo tenía algo
muy fuerte a mi favor. Sabía que Dios no me condenaría por sentir amor. Que
solo podía pasarme algo si yo daba la oportunidad, si yo me hacía vulnerable; si
me descuidaba.
Debía ser precavido,
cauteloso, en cada acción a tomar, en cada palabra a decir, incluso en mi
meditación sobre el tema, cuidando mi salud mental.
Le dije a Flor:
— Si solo hay hombres
involucrados, al menos, no lograran engañarme. Si hay una mujer en el asunto,
si la imagen, los correos o el nombre, corresponden a una mujer material, si
realmente ella lee mis correos; veamos quién captura a quién.
Aunque lo cierto
era que yo no quería capturar a nadie, solo pedía, rezaba porque fuera verdad.
Me apoyaba en los
innumerables milagros que Dios trajo antes a mi vida, con su inconmensurable poder.
Años antes, con la
ayuda de Dios, pude vencer las dificultades en
mi recuperación de un accidente automovilístico que tuve en Cuba, luego
mi reincorporación a Los Estados Unidos, la restauración de mis documentos legales para residir
en E. U.
Conseguir un
trabajo que me permitiera al menor sobrevivir, luego mis mejoras en este
trabajo y el mayor de sus milagros: mi hija. Así que, otro milagro, no era nada
para mi gran Dios.
Me decidí a no
hablarle más a Luba de mis dudas. Seguiría o mejor, trataría de apresurar el
rumbo de las cosas. Ella me había
contado que tenía su pasaporte listo.
Que solo faltaba
que le aprobaran su visa de trabajo y compraría el pasaje. Si eran estafadores,
el momento de dar su paso estaba próximo.
Recibí otro
mensaje, se titulaba: “Te amo”. Luba me
enviaba la dirección donde vivía. Me
decía emocionada que sentía que me amaba, que no lo podía explicar, que no
sabía cómo ni por qué, pero…bien, escribiré sus palabras textuales:
“I can
feel it; I cannot explain it, because I have not even met you. But it's true. I
LOVE YOU with all my heart! You'll soon see for yourself.”
Esto me hizo
recordar, pensar en reflexiones, pensamientos que una vez tuve.
En el ser humano,
hay valores ocultos, sentimientos, poderes no revelados que quizá un día el
hombre conozca mejor, los utilice, los aproveche en su beneficio.
Yo también sentía
lo mismo, idénticamente lo mismo. No podía explicármelo. La soledad engendra
sueños y fantasías, lo que me producía temor, pero mis ideas eran claras; mis
conclusiones basadas en hechos reales, sólidos.
Mi infinita fe en
Dios me recordaba a cada momento que para Él no hay imposibles. Dicha fe me
sugería eliminar las dudas, solo cuidarme, ser cauteloso, dejarlo a Él
actuar.
Por entonces pasé
un par de días sin recibir correos. Lo que era extraño. Pero bien, si eran
estafadores, podrían haberse percatado de que la pelea no sería fácil, que
estaban tratando con alguien que disponía de medios, recursos, que lo podían
hacer una presa difícil.
Por otra parte, si
Luba existía, si era ella quien redactaba aquellos correos que me hacían
rebosar de felicidad como había pensado antes enviar correos al extranjero
probablemente costaría dinero.
No sabía en qué
situación se hallaba ella. En sus correos nunca me había mencionado la palabra
“dinero”, aun cuando era obvio que nuestro proyecto requería de dinero de ambas
partes.
La mayor parte
seria luego de su arribo a los Estados Unidos pero allá también le haría falta
dinero. Solo que de cualquier manera que fuese no le iba a mandar un centavo.
Ella tampoco me lo
había pedido. En otras relaciones que tuve antes siempre he tratado de poner
las cosas fáciles para la mujer pero, a decir verdad, esto no me dio buen
resultado.
Así que la dejaría
enfrentar, resolver, todos sus pormenores y por mayores, allá, ella sola. Que
demostrara quien era, cómo era, de lo que era capaz. Que esa era la mujer que
yo quería.
Si volvía a recibir
noticias de Luba, si ella podía vencer
los innumerables tropiezos que tendría sin dudas, si era capaz de llegar a mí; yo enfrentaría todos los obstáculos aquí,
asumiría toda responsabilidad, la amaría sin límites, le dedicaría mi vida.
Comencé a ver las
cosas de este modo: si el sueño era cierto, realizable; lucharía, lo
realizaríamos, saldríamos vencedores, sin lugar a dudas, el amor lo puede todo.
Si no lo era, si
eran estafadores, no me sacarían nada. Al menos tendría que darle las gracias
por correo electrónico por haberme ayudado a aprender muchas cosas nuevas. Por
hacerme escribir otra vez, luego de muchos años y por revivir en mí
sentimientos que ya los daba por perdidos.
Los correos se
hicieron menos frecuentes. Pasaba días sin recibir ninguno. Aunque, en unos de
ellos me aclaraba, que no me podía escribir diariamente. Que estaba
verdaderamente ocupada. No me daba detalles, pero era comprensible que
estuviese ocupada.
Fue entonces cuando
tuve una revelación. Era un engaño. No era más que eso, un engaño. Tuve esa
certidumbre. Los días sin recibir correos no eran otra cosa que días en los que
los malhechores que hicieron llegar a mí el maléfico enredo se dedicaban a
capturar otras personas.
Yo escapaba de su
interés. Por mi aclaración de mi humildad o vaya usted a saber por qué. Pero,
en verdad, ¿había sido hasta ahora dañino para mí? No, no lo había sido. El potencial derramado en mi cerebro me tornó
repleto de aptitudes.
OK, un engaño, pero
un delicioso engaño. No hay materia que sea tan endiabladamente mala que no
posea un perfil bueno. Desde algún ángulo cualquier laberinto puede verse como
un camino a la felicidad.
Si Luba era
material o no, no era ningún obstáculo para no creer en ella. Aquellas palabras
que me habían sido dirigidas, los sentimientos que despertaron en mí, el
deleite que provocaban en mí sus frases, lo que ella decía sentir, no eran
invención mía, ni un engendro de mi soledad o mi imaginación. Eran hechos.
El modo en que Dios
se ha manifestado en mi vida es algo similar. Mi creencia en la existencia de
Dios está fuera de dudas. No tengo pruebas materiales de la existencia de Dios,
como creo que nadie pueda en verdad tenerlas, pero tengo la absoluta seguridad
de su existencia, de su poder, de su constante actuar en mi vida cotidiana. No
es una comparación sino un modo de expresar cómo algo inmaterial puede ser
creído, apoyado sólidamente.
No era mi necesidad
de apoyarlo. Las palabras me cargaban de energía, sonaban solas luego de ser
leídas y hasta sin leerlas. Los resultados eran materiales, el intrincado
dédalo se apoyaba por sí solo.
Luba vivía en mí.
Fue por aquellos
años, cuando estuve leyendo sobre Budismo del cual aprendí cosas valiosas.
Si alguien manipula
tu mente, en la mayoría de los casos, es innegablemente contraproducente, puede
hacerte sufrir, pero podemos tener en cuenta que
a las personas solo nos puede hacer sufrir aquello a lo que le damos
importancia, evitar el sufrimiento inútil puede consistir simplemente en dar un
paso atrás, desligarse emocionalmente, ver las cosas desde otra perspectiva.
El sufrimiento es una elección, depende
de nosotros, de nuestros pensamientos y emociones. El dolor físico, difiere del sufrimiento. El primero
es pena física, el segundo es opcional. Nos hará sufrir aquello a lo se lo
permitamos. Incluso muchas veces he tenido la certeza de que ningún dolor me
puede doblegar. Durante el tratamiento y recuperación de mi accidente, cuando
tuve muchos
momentos de dolor agudo, lo pude constatar.
A un hombre ninguna
dolencia física lo rinde.
De
modo que quien quiera que fuese que pretendía manipular mi mente solo lograría
de mi algo que no sospechó, otro resultado. Para mí había varios caminos a
seguir, pero prefería uno.
Concebiría
una especie de ligadura, de consonancia con la irrealidad. Navegaría hacia un
mundo al que todos podemos tener
acceso.
Otra
de las muchas dimensiones en que pueden existir las entidades. Un paradigma
posible. Algo que solía llamar: “Dimensión positiva”, donde solo existen
pensamientos e ideas positivas, donde todo contribuye, exige que seas un ser
mejor, una instancia superior.
Cada
figura, recuerdo, experiencia, tesis del pensamiento, es para bien. Solo
obtienes o valoras la contribución favorable que cada acontecimiento tiene para
ti.
Si
hubo un resultado favorable, que podemos y sabemos utilizar, si no daña a nadie,
si está conforme a tu ética; no nos
importa cómo se logró.
En
medio de estos análisis me hallaba imbuido cuando recibí otro correo de Luba.
Radiante, simplemente lírico. Un cañonazo benéfico de neuroestimulantes.
Luba
me contaba que estaba preparando su viaje. Se disculpaba por no haberme podido
escribir por unos días. Me contaba otras cosas. Entre ellas, que tenía que
viajar a Moscú al día siguiente, donde se decidiría si recibiría la visa o no,
que estaba un poco atemorizada, pues además de preocuparse por la decisión
final, también la preocupaba el hecho de que Moscú, como toda cuidad grande,
podía ser peligrosa.
Le
contesté pidiéndole que se cuidara, enviándole de nuevo mis datos por si los
necesitaba.
En
mi estado de ánimo, en mi mente, ocurría un proceso claro. Cuando recibía las
cartas de Luba, mi actividad se aceleraba, mi estado anímico mejoraba, mis días
transcurrían ágiles. Volvía a creer en el milagro. Enumeraba como pruebas
irrefutables los milagros anteriores que recordaba. Que, por cierto, no eran
pocos. Uno más era una bicoca para mi gran Dios.
En
diferencia, los días que no recibía cartas, volvían mis temores, mis dudas, mis
conclusiones fatídicas. Como resultado
inapelable del curso de las horas, el desenlace, fuese el que fuese, estaba
próximo. El momento donde podría verlo todo claramente estaba por llegar.
También
me imaginaba a Luba extraviada en una cuidad extraña, complicada en pequeñas y
grandes situaciones, venciendo impedimentos. Según sus cálculos, ya debía estar
en Moscú. Me había dicho que me escribiría al llegar, pero yo sabía lo que es
estar en un ambiente ajeno. No solo al llegar a Estados Unidos, en Cuba también
estuve muchas veces en ciudades desconocidas, sé lo que esto implica.
Mi
viaje a Cuba se aproximaba. Debería volar en tres días. En todos mis viajes
anteriores ya para esta fecha yo tenía todo dispuesto, preparado. Pero esta vez
no había preparado nada. Si tenía compradas muchas cosas, que según mi lista,
eran mis regalos habituales para mi hija y familia, pero faltaba casi la
generalidad de las cosas.
Luba
me había dicho que si le daban la visa, tomaría el primer vuelo que pudiese. No
sabía qué hacer.
Había
hablado con un amigo para comprar un auto, él sabía dónde y quién tenía un auto
usado en venta. En coyunturas normales, yo habría comprado ese auto, que él me
decía estar en buenas condiciones, pero no quería recibir a Luba en un auto
viejo.
Solo
que mis ingresos en realidad no permitían gastos mayores. Los ahorros que había
logrado tener, eran gracias a mi determinación de que hasta ahora un auto para
mí era innecesario. Lo cual era en parte cierto.
Pero
si Luba llegaba a mí, no vacilaría en comprar incluso un auto nuevo, si ella
lo deseaba.
Decidí
que si me reunía con ella, mi tortura había terminado. Una de nuestras primeras
conversaciones sería como enfrentar la vida acá.
Le
diría de cuanto disponíamos, decidiríamos como usarlo. Me mudaría a un lugar
mejor, buscaría otro trabajo. Muchos de mis colegas tienen dos trabajos, yo
otras veces yo los he tenido.
Además,
quizá ella me ayudara a adelantar mi negocio. Si había logrado venir a mí, si
había logrado cruzar toda esa tierra, el Atlántico, buscando el amor, la
esperanza, no había impedimento que nos detuviera.
Recibí
un nuevo mensaje. Se había consumado la entrevista, había tenido éxito. Aunque
en este mensaje me decía que la visa podía demorar un mes, dos días después
recibí otro diciéndome que su visa estaba lista. Otro mensaje cargado de
alegría.
Le
previne varias veces, que si volaba estando yo fuera del país le sería más
difícil. Pero ella, o no leía mis advertencias, entusiasmada con sus progresos
o simplemente las ignoraba.
Por
entonces, Flor me había contado sobre una conversación que
había tenido con la persona a quien engañaron. Éste le había dicho que yo
estaba en la “quinta etapa”. Lo cual me intrigó en gran manera.
¿Qué
significaba “la quinta etapa”? Tampoco entendía cómo una persona de bien dejaba
que las cosas avanzaran hasta “la quinta etapa” en lugar de hablarme claramente,
decirme lo que estaba por venir; lo que le ocurrió a él. Como hubiese hecho yo.
Fui
donde Flor a buscar más detalles. Ella
solo me habló de cosas que yo ya había pensado. Que en cualquier momento, con
algún pretexto, después de considerarme completamente atrapado, me harían una
petición de dinero.
Le
dije que no creía que alguien fuera a considerarme tan tonto como para ponerme
a girar o mandar dinero de alguna manera a una persona de la que ni siquiera
tenía certidumbre de su existencia.
Con
todo este recelo, me fui a mi cuarto, meditando en mil variantes de por qué,
cómo, cuándo.
Poseído
por la incredulidad de que aquellas palabras pueriles que Luba me escribió al
recibir la aprobación de su visa, el entusiasmo mostrado, fuesen un ardid para
provocar en mí lo mismo, fundamentando la decisión de enviar el dinero cuando
se hiciese la petición.
Fue
por esos días cuando recibí una foto con la copia del pasaporte de Luba, aunque
varios criterios que había leído online decían que todas estas fotos de dichos
documentos y otros que podían ser
enviados no eran más que copias de documentos falsos. Daban ciertas ideas de
como comprobar si en realidad era un intento de escamoteo. Me hallaba definitivamente
indeciso.
Por fin al día siguiente tenía que volar. Le
envié un correo corto, conciso:
“I am
very happy about everything you tell me, but sometimes I think all this is not
real, and whoever writes me these letters, is an automatic task machine, because
you do not make any reference to what I told you. You do not mention anything
to me about it. I told you that I will be out of the country for several days,
so that means that it would be good for you to travel after those days. Well I
tell you, I'm full of doubts, and although I should be happy for everything you
tell me, those doubts overshadow my happiness. Kisses, anyway.”
No
era posible que eludiera mis aclaraciones y dudas de nuevo.
Viajé
a Cuba. Pasé unos días esplendidos por allá. Encontré a mi hija linda,
saludable, graciosa, más de lo esperado. A mi esposa bella como siempre,
tranquila, lo que me produjo remordimientos, pues determinada imagen sombreaba
mi felicidad.
Le
conté a medias a mi esposa que algo estaba ocurriendo en mi vida, que no sabía
el desenlace. Aunque no expliqué detalles, fui lo suficientemente claro para
que entendiera. El peligro para nuestra
relación existía desde antes. No había culpables, solo nosotros mismos. Por la
falta de madurez, claridad, matices, en suma; la falta del verdadero amor, que
hace indestructibles las relaciones.
Creo
que ella vio en lo explicado nada a considerar seriamente. Pasaron los días,
regresé a casa. Ahora estaba doblemente preocupado.
Lejos
de definir mi situación, mi relación con la madre de mi hija se había reavivado.
También pensaba en Luba. Dónde estaba el amor, dónde la cordura; ignorado.
Imposible establecerlo.
¿Qué
sería de Luba? Al llegar a casa, revisé mi correo. Solo uno. El único, corto,
claro, conciso de los correos de Luba:
— Viajo a tu ciudad, mañana.
Había
sido enviado al día siguiente de mi partida.
Sentí
algo tremendo. No podía estar claro en qué era lo que sentía, pero un
sentimiento abrumador se apoderó de mí.
Calculé
que si el correo había sido enviado al otro día de mi partida, Luba debía estar
en Miami. Ella tenía mi número telefónico, tenía mi dirección, ¿dónde estaba?
Además,
me preguntaba cómo Luba había emprendido su vuelo sin comunicarse conmigo, sin
decirme el número de su vuelo, la hora de partida, de llegada. Muchos otros detalles importantes. No
sabía si su vuelo era directo, si haría alguna escala o parada.
Miré
la hora en mi teléfono, eran las 3.45 de la tarde.
Me
lancé al aeropuerto sin siquiera detenerme a pensar a qué iba, ¿qué iba a
buscar?, ¿dónde iba a buscar?, ¿iba a preguntar algo?, ¿cuáles serían mis
preguntas?, ¿dónde las haría? Mil otras preguntas que tenía que haber pensado.
Simplemente
no podía pensar. Iba guiado por no sé qué fuerza, impulsado por una energía
desconocida e incuestionable que dirigía mis sentidos e inmovilizaba mi
capacidad de análisis.
Sin
embargo fui capaz al menos de llegar, estacionarme, pagar el arancel de parqueo,
después dirigirme a las entradas con el letrero “ Arrivals” .
Luego
busqué las llegadas desde Europa. Poco a poco fui
perfilando mi búsqueda, hasta dar con un punto lógico donde creí que me pudieran dar alguna idea de…entonces
que comprendí que no sabía lo que buscaba.
Me detuve un instante, por fin pude
pensar. Inventé un cuento a mi modo de ver, creíble, sobre la espera a una
persona que…pero no, diría la verdad.
Logré encontrar a alguien que me pareció
una autoridad del aeropuerto, le conté de manera franca, sencilla, más o menos
lo que me ocurría. Le pedí sugerencias de qué hacer.
El hombre, un señor de mediana
edad, aspecto serio, que llevaba
vestuario de uniforme y portaba algunos equipos manuales desconocidos
por mí, me miró atónito sin saber qué decirme.
Lo miré directamente a sus ojos, le
dije:
— Por favor, ayúdeme.
Con expresión compasiva, miró unos documentos
en su mano, luego dijo con calma:
—
¿Cómo espera usted que lo ayude?, ¿tiene usted algún dato concreto que
nos haga posible ayudarlo?
Comprendí que no, no tenía nada en
claro.
— ¿Es su hija a quien espera?
No
pude responder.
— Venga conmigo.
Después de recorrer cientos de pasillos,
traspasar decenas de puertas, filas de personas, locales llenos de ansiosos
pasajeros atascados por alguna anormalidad en sus documentos o boletos, el
oficial aminoró su paso. Entró en una oficina donde se veían cosas de uso
personal, había algunas sillas, una computadora sobre un pequeño buró.
Primero se enfrascó en localizar algo en
la computadora, me indicó la pantalla diciéndome:
— Por ejemplo, ésta es la información
sobre un vuelo específicamente, con ese origen y destino Miami, pero para
acceder a la lista de pasajeros necesitaríamos más. De acuerdo a los datos que
tengamos y por supuesto, con la autorización requerida, quizá podríamos tener
más detalles, pero veamos, ¿con qué datos contamos?
Miré la pantalla.
Vuelo: SU 0110, destino Miami, MIA,
Origen: Moscú
Flight: SU 0110, destination Miami, MIA, Departing from: Moscow
Model Maple
Airbus A330-200
Name of the board
E.SVETLANOV
Number of seats 241
Economic 207
Business 34
Embarkation Shipment status: Completed
Date and time of shipment commencement: 10:50
Date and time of termination of shipment: 11:10
Transfer: Ladder Door 28
Name of service, GSM on board Internet on board.
No tenía ningún dato, quizá luego de
algunas deducciones, solo la fecha de partida, no me era posible aportar nada más, ni podría
encontrar nada, casi ni recordaba el
nombre completo de la persona a quien buscaba.
Evidentemente el hombre me tomaría por
un loco o un estúpido si confesaba esto. Observé lo que me mostraba. Tampoco
aquella información podía decirme nada.
Di las gracias, solo dije, eso,
“Gracias”, me puse de pie, salí del local con la clarividencia de que mi
padecimiento había evolucionado hasta convertirme en un simple idiota.
Equivoqué decenas de veces la dirección,
el rumbo de salida. Me guiaba por la palabra: “Exit” que a veces encontraba
pero mis ojos vagaban perdidos. No puedo recordar cómo fue que encontré mi
automóvil, que estuve de nuevo sentado frente al volante pero sin atreverme a
arrancar, estaba anonadado.
Me hacía cientos de preguntas. Me
cuestionaba cómo podía encontrarme en una circunstancia como aquella, cómo
esperaba o pude haber esperado encontrar algún tipo de ayuda, cómo alguna persona en su sano juicio podía
haberse lanzado a la deriva sin tener la confirmación de que alguien esperaba
por ella.
Sin embargo, recordaba al mismo tiempo
cuando del mismo modo insensato me aventuré a venir desde Cuba a los Estados
Unidos; a Miami sin siquiera conocer el país o la cuidad a donde llegaría o
saber que alguien esperaba por mí. Era
la misma insensatez. Quizá peor, pues de alguna manera Luba si sabía que yo la
buscaría. En cambio yo me había lanzado a la aventura sin respaldo alguno, sin
la protección, si el patrocinio que en
este caso yo podría darle a Luba luego de hallarla.
En aquella comparación yo llevaba la
peor parte. Mi comportamiento había sido sin dudas más temerario.
En aquel momento yo contaba con muy
limitados recursos, creo recordar que algo así como doscientos dólares o menos
pero me atreví a lanzarme a una ciudad que pudo tragarme sin escrúpulos, como
uno de los tantos que vienen buscando el “Sueño Americano” y terminan
refugiados bajo los puentes o en las paradas de los ómnibus.
Una vez tuve un compañero de trabajo que
aseguraba haber pasado casi un mes refugiado en un cementerio huyendo a cada
momento de los custodios.
Aunque Miami es una ciudad donde existen
muchos tipos de ayuda a los refugiados, los recién llegados, hay que saber cuál
puerta tocar, hacia donde dirigir tus pasos en busca de ayuda.
Por fin me atreví a arrancar mi
automóvil. Milagrosamente pude llegar sin provocar ningún accidente hasta mi
cuartico.
Era ya de noche. Luego de estacionarme,
cerrar la puerta de mi auto. Me quedé mirando el firmamento, que en la
oscuridad del parqueo se veía lleno de estrellas. Justo sobre mi cabeza, la imagen de
Orión, dentro de la misteriosa constelación mi estrella de la suerte:
Sirio.
Estuve largo rato en silencio
contemplando mi estrella, mirando sus destellos blanco azulados, pidiéndole una
explicación.
Estaba vacío, no tenía idea alguna, ni
del tiempo ni de ninguna otra cosa. Me dolía el cuerpo, me ardían los ojos, la
piel, sentía calambres en las manos, en los pies, un terrible dolor de cabeza y
sudores fríos recorrían mi espada de vez en vez.
Debía tomar algo, algo que me ayudara a
dormir, que limpiara mi celebro de la infinidad
de ruidos que no me dejaban pensar, ni hablar, ni sentir otra cosa que
aquellos malditos escalofríos que apenas
me dejaron caminar, abrir la puerta, arrojarme en la cama.
La noche fue larga, mi sueño era
intranquilo. Me levante varis veces al baño, a beber agua, lavarme la cara,
estirar mi cuerpo que me dolía por todas partes.
Estaba despierto desde las cinco la de
la mañana del día anterior pero en verdad, no tenía sueño, ni hambre.
La cabeza me rugía llena de todo tipo de
pesadillas. Cuando trataba de conciliar el sueño, me enredaba en alucinaciones
donde resonaba una palabra: carencia, carencia, carencia.
No estaba seguro de entender por qué.
De pronto recordé una cura que un
mejicano amigo mío me dio.
— Agarra tequila, llena un vaso, ponle
dos gotas de limón. Bébelo sin parar hasta ver el fondo, repítelo tantas veces
como la gravedad de tus síntomas lo requieran. Verás que efectivo, si no se te
quita se te olvida.
Lo hice, no con tequita, porque no
tenía, llené y bebí creo que dos o tres vasos de Habana Club, que había traído
de Cuba. No sé si se me quitó o se me olvidó, no pude saber nada más hasta el
día siguiente cuando sonó la alarma de mi teléfono, recordándome que era hora
de levantarme para el trabajo.
Me levanté con un esfuerzo que hubiese
hecho palidecer a los titanes griegos. Con los ojos pegados, un sabor, un
aliento en la boca que miniaturizaba el fuego de los dragones de la mitología.
Me fui al trabajo dispuesto a
sobreponerme a todo, a concentrarme en mi rutina, tratar de olvidar. No tenía
otro remedio. Era el principio de la semana, pensé:
— Dios me ayudará.
“En el principio Dios creo los cielos y
la tierra, y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban
sobre la fas del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las
aguas.”
Pero bien, eso era en aquel principio,
donde Dios lidiaba con elementos naturales, puros. Pero ahora, tantos años
después de que el hombre tuvo la desafortunada idea de tomar las decisiones y
actuar según su parecer, de llenar su corazón, su mente, de todo tipo de falacias y artilugios para lograr lo que él
cree mejor y conveniente para sí mismo, quizá nuestro Dios, de saber lo que
sobrevendría, reconsideraría la idea de poblar la tierra con un parásito así y
dejara vagar su espíritu tranquilamente por el vacío hasta que surgiese una
idea mejor.
El trabajo se me hacía penoso. A cada
rato las sirenas de patrullas de policía, ambulancias, que ya son para mi algo
muy común en los sonidos diarios, despertaban mi zozobra. Era el mismo trabajo
de siempre, con sus litigios con la gente, sus demoras en los recesos, los
acostumbrados dilemas de siempre. Solo que ahora se me hacían intolerables. Lo
cual, iba evidentemente en mi contra, pues mi trabajo era lo único que tenía,
lo único con que podía contar para resolver mi vida y la de mi familia en Cuba.
Llegó por fin la hora de tomar mis
quince minutos de descanso. Agarré mi botella de agua, me fui al lugar
destinado al receso de los asociados.
Nunca voy a ese lugar. No me gustan los chistes, los
comentarios que se escuchan allí. Ni siquiera he usado nunca una de las
máquinas para vender refrescos y otras
chucherías que están en aquel salón.
Tenía la mente turbia, no pensaba en
nada definido. Un millar de sonidos irreconocibles deambulaban los
senderos por los que alguna vez
circularon ideas claras e inteligentes.
No eran los sonidos con los que una vez
soné; el lamento de la oscuridad, el triunfal alarido del amanecer, el suave
murmullo de los acordes de mi guitarra, ni el gemido de la esperanza en el
canto del ave que sube al tronco del patio. Ni siquiera el inarmónico silbido
del silencio.
Eran sonidos roncos, silenciosos,
crueles, mecánicos y duros. ¿Podría uno imaginarse un sonido nunca escuchado?
En el titilante fotograma que tenía ante
mí; de composición pobre, asimétrica, donde estaban mis compañeros de trabajo,
mis colegas, mis cosas personales y mis manos que rompían un papel escrito,
creí escuchar subliminalmente impreso el sonido de mi soledad, que me recordaba
a las personas que quedaron atrás, las verdades que creí seguras, los caminos
donde abandoné mis pasos. En aquel mismo túnel iba a quedar otro recuerdo.
Otro nombre iba a ser escrito en las
piedras de sus paredes donde había ya decenas de nombres grabados, miles de
palabras, frases sin terminar. Donde estaba escrito el oráculo que predijo una
pitonisa en una de mis transgresiones de la materialidad:
“Serás siempre como vertiente de agua en el
desierto, pero nadie podrá beber de ti”.
Nunca lo pude comprender, pero siempre
me perseguían estas palabras. Como una maldición escrita en mi piel.
Mi mirada recorría el salón con un total
abandono. Sin reparar en nada en específico. Las personas se cruzaban delante
de mí, algunas me saludaban. Pero yo no los podía oír, ni ver.
Andaba muy lejos de la realidad de las
personas. Mi pensamiento oscilaba en un rango de frecuencias distinto. Pero mis
ojos se detuvieron en la pantalla del televisor de la sala. Donde usualmente
sintonizan programas de peleas, conflictos entre familias; seres vulgares, por
lo que nunca presto el menor interés a estos programas. Pero aquel día, daban
la noticia sobre un percance aéreo, ocurrido el 23 de enero del año en curso.
El 23 de enero del
presente año, un avión de la flota rusa Bhoeing 1X-777-300ERF con 192 personas
a bordo había tenido fallas graves a las ocho horas después de despegar desde
Moscú, con destino Miami. Aunque había
tenido tiempo de aterrizar y no había víctimas, según informó una agencia de noticias rusa, la
totalidad de sus pasajeros se hallaban en hoteles de tránsito en espera de
proseguir su viaje.
Explicaban toda una
serie de protocolos a operar en estos casos. Esta era de modo general la
noticia, que proseguía explicando que aunque todos los pasajeros habían sido
transbordados a otros vuelos y estaban completamente ilesos, por cortesía de la
aerolínea, a través de algunos medios, se continuaba tratando de contactar
familiares, amigos de los pasajeros que lo necesitasen para que estos pudiesen
llegar a sus destinos.
Me puse de un salto
frente al televisor. Estaban presentando los nombres, las fotos de los
pasajeros.
No podría explicar qué
sentimiento me dominaba. Casi no pude contener un rapto de enardecimiento cuando
el nombre, la imagen de Luba aparecieron en la pantalla.
Era ella, con su
expresión de paloma asustada, sus bellos
ojos grises, su cabello lacio, brillante como el marfil.
Corrí a la oficina
de personal. Argumenté como pude que tenía una urgencia, que necesitaba salir.
Me explicaron algo sobre un posible: “Incomplete shift” pero eso no me importaba, más me importaba
que había olvidado anotar el número al que debía llamar. No obstante, tenía
algo claro; no quería incurrir en la
misma necedad de la vez anterior, cuando me lancé irreflexivamente al
aeropuerto sin poder conseguir nada.
Fui primero a mi
cuartico, me situé frente a mi computadora, logré extraer un número de servicio
al cliente del Aeropuerto de Miami. Llamé, luego de explicar lo que buscaba, de
algunas transferencias de líneas, me informaron que dichos pasajeros deberían
arribar a Miami aquel día, sobre las 15: 45.
Después de los requerimientos de
inmigración y aduanales podrían marcharse finalmente a sus casas.
Tuve la calma
necesaria para indagar por cual Gate debía esperar. Solo que ahí se me trabó la
calma, pues no sabía o no recordaba cuál era la aerolínea, ni el número del
vuelo. Pero nada, era una pequeña traba. Sería capaz de preguntar puerta por
puerta, línea por línea, a cada persona, hasta hallarla. Hallar a la mujer que
había recorrido miles de millas hasta mí.
Así fue como
después de andar los ya conocidos pasadizos, puertas, pasillos elevados, y
otras vías de acceso a las puertas de llegada, me encontré junto a un grupo de
personas que al parecer también esperaban a familiares o amigos que iban a
salir alguna de aquellas puertas.
De pregunta en
pregunta, me habían dirigido a aquel lugar, pero aunque yo he estado muchas
veces en el aeropuerto de Miami, no me era familiar el sitio a donde había ido
a parar.
Esto no me
preocupaba, pues sabía que dicho aeropuerto, es inmensamente grande, además
eran las llegadas provenientes de Europa lo cual era algo desconocido para mí.
Me situé junto a
las personas, me dispuse a esperar. Podía ver gentes de todos los tipos y
apariencias, todos igual de preocupados, ansiosos. Mi costumbre de doble
chequearlo todo, me hizo caminar entre ellos, buscar, oír, o tratar de oír
alguna palabra; una frase que me permitiera asegurarme de que era el lugar correcto,
sin necesidad de preguntar por millonésima vez y tener que repetir mi historia.
Fue en aquel
momento cuando sin saber de dónde venía, ni quién lo había pronunciado, si era
otra alucinación, escuché el nombre de ‘ Luba “, pronunciado por una voz que me
recordó los episodios rusos que vi en mi infancia. Pronunciado: “ Lyuba”.
Miré en círculo,
todo alrededor, miré los altavoces casi imperceptibles del techo, miré el
penumbroso despeñadero de mi incertidumbre que ya no disfrazada sus
intenciones. Vi junto a mí una chica con sus brazos extendidos que me decía:
— ¿Por qué no me abrazas?
— Porque me has hecho esperar demasiado. Ya me voy a casa
otra vez.
— ¿Y no quieres que vaya contigo?
Entonces la misma
voz me hizo despertar. Ahora hablaba sobre otras cosas, pero era la misma voz.
Estaba muy cerca de
mí. Eran un chico, o sea un joven y una mujer de mediana edad. Quien hablaba
era el muchacho, evidentemente emocionado, agarraba por el brazo a la mujer, le
preguntaba algo que no pude entender.
Me acerqué a ellos,
le pregunté como pude, haciendo un
tremendo esfuerzo por controlar mi circunspección; mi actitud, si esperaban, igual que yo, a uno de los
pasajeros del vuelo desde Rusia que había tenido la avería o percance.
No sé cómo dije, no
recuerdo lo que dije, pero ellos entendieron. El muchacho me miró con sorpresa,
con una gran sonrisa en su cara.
— Sí señor, también esperamos.
Me sujetó una mano,
me disparó una apurada ráfaga de palabras, de donde solo pude extraer que
llevaban horas allí, que esperaban a una muchacha.
Me preguntaba cosas
pero no esperaba mis respuestas. Hablaba conmigo, se volvía hacia la mujer,
hablaba con ella. Daba tres o cuatro pasos, volvía atrás. Creo que me dijo su
nombre como cuatro veces. Alek, era su nombre.
— Ella es Tiana— dijo señalando a la mujer. — Es su tía,
¡Oh! Perdón.
Quise decir algo,
pero no me dejó:
— Ella ya debe estar por salir. Debe salir por la puerta
de la derecha. ¿Usted? Los suyos saldrán igual por allí.
Pero algo los
demoraba. Les pedí que nos sentáramos y para mi alivio, ellos estuvieron de
acuerdo. Ya no podía mantenerme en pie. Mis rodillas temblaban, creo que por
cansancio.
Nos sentamos. Alek,
sin darme tregua al descanso, comenzó a desahogar su tormento.
La dama que lo
acompañaba era tía, o sea hermana del padre de la chica a quien esperaban.
La señora, al igual
que el padre y la chica misma, eran norteamericanos.
— Ellos son norteamericanos, ella nació en América, pero su mama es rusa. ¡Cosas de la vida!
Vive en Rusia,
actualmente, ¡como andan todo por allá! Las mujeres son testarudas, nadie las
entiende.
El chico hablaba,
yo miraba sus ademanes taciturnos, a la vez nerviosos. Escuchaba su voz, la voz
que hizo saltar mis sentidos, cuando pronunció el nombre que trajo el contagio
a mi vida.
Me di cuenta de que
padecía del síndrome, no había dudas. Su pelo delgado se agitaba cada vez que
soltaba sus frases roídas por los síntomas inequívocos.
Me contó cómo
siendo un niño su familia vino a vivir a América, se establecieron en North
Dakota, pero luego se reubicaron en una pequeña comunidad rusa en la florida.
Al comienzo, ni
documentos legales de residencia tenían. Con el tiempo, los consiguieron,
hicieron amigos, rehicieron su vida, allí conoció a Luba.
— Fue el primer y único amor de mi vida. Si no me fui tras
ella, fue porque entonces solo tenía dieciséis años,
Cuando volví escuchar el nombre no me sorprendió, ya lo
esperaba, ya sabía que lo iba a decir.
Luba había nacido
en América, pero se había marchado a Rusia con su madre luego de la separación
de sus padres, lo que ella apenas podía comprender.
Ella era aún más
joven que él. Se hicieron novios, compartieron desde niños los maravillosos
regocijos del amor juvenil. Al punto que estuvo muchos meses enfermo, luego de
su partida.
Le escribió todas
las semanas. Le suplicó que le rogase a su madre volver. Pero su madre se
volvió a casar, nunca más habló de venir a América. Pero de repente Luba decide
venir a América. Le había escrito. Sin darle explicaciones sobre el motivo que
la traía de regreso, le decía que podía ponerse en contacto con su tía, quien
le diría sobre la fecha de su arribo a USA.
— Tampoco a mí me dijo qué la hacía venir, después de
pasar tanto tiempo en Rusia, con el tremendo apego que le tiene a su madre.
La mujer dijo esto
con expresión de desconcierto, siguió:
— Pero hoy por hoy todos quieren venir, además por allá
hay guerra. Al menos aquí, yo haré todo
lo posible porque sea bienvenida.
Ellos continuaban
hablando, pero yo ya no los escuchaba. Renuncié a toda reflexión, deseché cualquier
análisis o conjetura. No recurrí siquiera a una verificación.
Algo se rebeló en
mi quintaescencia. No necesité ninguno de mis otros cuatro elementos para
buscar el momento, esperar la oportunidad, escaparme silenciosamente.
El oráculo volvía
ente mis ojos: “Nadie beberá de ti, es incontrovertible.”
Arranqué de mí, a
manotazos, todo vestigio de la vil
enfermedad.
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