Palabras Malditas.

Capitulo 1: Bloque tranquilo.
  

En las tinieblas la imaginación trabaja más activamente que en plena luz.

Immanuel Kant.


La huella estaba allí. Donde se había pegado la cara, donde apareció aquel rostro blanco. En el cristal húmedo.

Aquella casa siempre estuvo en mi camino. Cuando iba camino al trabajo, o incluso en mis días libres, cuando iba a la tienda a comprar algo. Siempre tomaba aquella ruta, pues tenía menos tráfico. Me llamó la atención desde el principio, por su apariencia tranquila, su confortable aspecto, su soledad, y también por la espléndida piscina en su patio, donde nunca vi bañarse a nadie, pero me gustaba. Me imaginaba con mi familia, en aquella tranquilidad, tomando baños de sol, y perseguido por mi angelillo, es decir, mi hija, que aunque estaba en Cuba, la veía en mis sueños junto a mí, con su tropa de muñecos  y sus artefactos de juego.  Mi hija había crecido, tenía ya diez años, pero siempre la veía como un bebé.

La redonda placidez del lugar donde estaba la casa, me hacía soñar. Es decir, no del lugar en sí, sino de la casa misma, de aquel irradiante sosiego que emanaba de ella. Y  por este motivo la miraba siempre, la observaba con nostalgia. De día y de noche, cada vez que transitaba por aquel sendero, a un costado de Coral Way, la calle principal que le pasaba por un lado.
Menudas ocasiones fui a pie, dándome el deleite de caminar despacio por debajo de los árboles. Un placer que pocas veces podía permitirme, viviendo en una ciudad que vive corriendo, y que hasta duerme corriendo. Iba por debajo de las ramas y olvidaba el mundo. No sentía ni los chillidos de los carros, que se instigan entre sí, se agreden a claxon limpio por cualquier razón. Yo he vivido en otras ciudades de este país, en el estado de Michigan, donde existe incluso el peligro de conducir sobre el hielo, pero nunca escuche semejante locura. Este fastidioso y voraginoso enjambre de agresiones horrísonas que hace a las personas vivir sobresaltadas.
Pero la construcción de mi interés se levantaba allí. Indiferente y soberbia. Desafiando las premuras y estridencias del ambiente. Majestuosamente situada en su esquina, ignorando con orgullo la descortesía del mundo. Allí estaba mi ilusión. Al borde del abismo, aunque sin caer en él.
Nada molestaba su parsimonia al negarse a participar del torbellino.
La miraba como si fuera mía. Ya le tenía cierta especie de cariño. Me figuraba caminando por sus corredores, su baño, que debía ser una deliciosa habitación. Miraba sus ventanas eternamente cerradas, su piscina, sola, pero inexplicablemente cuidada. El cuartico que tenía a un costado, que parecía ser una habitación independiente, con su escalinata, su puerta y ventanal particulares.
Aunque muchas fueron mis excursiones por aquel lugar, y múltiples mis observaciones de todos los detalles, nunca pude ver a nadie en ella. Me dijeron una vez, que debía ser una casa re-poseída por los bancos. Cosa muy natural en nuestros tiempos.
 Era una curiosa coincidencia que nunca hubiese podido ver a nadie, ni limpiando su patio o piscina, o la casa misma, en ningún momento vi persona alguna por allí.
Sin embargo, a pesar de su paz inverosímil, su heteróclito aspecto, y su soledad; la casa expelía una sugerencia. Una invitación. 
Fue por eso que un día decidí acercarme. Tratar de mirar su interior. Si era una casa re-poseída, seguramente no tendría muebles, ni habría indicios de pertenencias o cosas parecidas. No sé, en realidad qué me hizo aproximarme, pero cierta mañana, con cautela, y procurando ser como alguien que busca o pregunta por una dirección, o en el peor de los casos, alguien que quiere solo observar o indagar cualquier cosa, tomé su acera, crucé la valla de arbustos que la rodeaban, y suavemente toqué a la puerta.
Nadie respondió. En sus cercanías había otras viviendas asimismo cerradas y silenciosas. Miré por si alguien me observaba. Verifiqué si tenía algún timbre, inspeccioné si había cámaras, me moví y examiné a sus lados. Nada. Solo el silencio. El ruido del mundo se había atenuado. Los pitazos y ronquidos de los autos, se hacían casi imperceptibles. Volví a tocar a la puerta. Un poco más fuerte, pero nada ocurrió. La casa callaba. Se obstinaba en no dar signo alguno de vida. En atesorar para sí, aquella calma; la sobriedad que la envolvía como un manto solemne.
Luego de varios intentos, tuve que marcharme. Seguir mi camino. Continuar la rutina diaria, de ir y venir del trabajo. Las maravillosamente adversas cotidianeidades que nos permiten vivir. Que tenemos que tener, que no podemos descuidar. Aquel día debía comenzar a las 11.00 am, pero por mi costumbre de estar siempre una hora o al menos media hora antes en mi trabajo, había salido temprano de casa, y me pude detener unos minutos. De haber salido alguien a recibirme nuestra entrevista hubiese tenido que ser muy breve. De modo que ya me iba, ya estaba a varios metros de distancia cuando creí sentir, escuchar, un llamado, o algo parecido. Me volví unos pasos atrás, miré a mi alrededor, dije tres o cuatro veces: “Hello”, pero no hubo resultado.  Entonces continué mi camino. Mi cerebro me juega a veces estas bromas. Caminaba y a veces miraba atrás, pues, tenía la certeza de haber escuchado un sonido. Tal vez, habría alguien en la casa, y se demoraba en chequear quien llamaba. En definitiva, ni sabía que iba a decir, en caso de recibirme alguien. Tal vez, solo preguntar si se rentaba  la pintoresca habitación del costado. La que tenía la escalinata y la ventana a la calle por donde frecuentemente yo pasaba.
Mi enrevesado cerebro puede llegar a ser una máquina de torturas. Cuando nadie ni nada me molesta, entonces, mi diabólica estructura pensante comienza a sugerir e imaginar situaciones, personas, accidentes, y todo tipo de enredos que pudieron hacer la situación diferente. Retroalimentando mi imaginación con lo que debí decir, o debí hacer en este caso o el otro. Preguntándose que hubiéramos hecho de haber pasado esto o aquello. Nunca he logrado definir si esto es para bien o para mal. Si es una herramienta que puede producir auto mejoras, o es solo algo que debo aún eliminar en mí. Nunca lo he podido esclarecer. Por consiguiente no hago demasiado caso cuando tengo estas experiencias retroalimentarías. Solo trato de sacar de mi cabeza este pantagruélico banquete de conjeturas que me ofrece mi razonamiento inútil.
Expulso de mi pensamiento toda sugerencia sobre lo que podría haber hecho, o debí haber dicho, y al diablo, ¡Hice como me dio la gana!, y quedo, puede ser, al menos en paz conmigo mismo.
El día, para mi suerte, se fue ágil. Las horas corrieron, y de repente la jornada había terminado. Salí de mi trabajo sin revisar siquiera la lista de cosas que debía comprar. Muchas veces hago esto voluntariamente, para no gastar, pues siempre tengo mil ideas y proyectos en mente, los cuales requieren dinero. Me resigno a prescindir de lo que no me sea absolutamente necesario. Solo así he logrado mantener mi economía al margen de las deudas que atiborran a las personas y las que lejos de proporcionarle felicidad por haber adquirido lo que querían, las dejan embarcadas en las preocupaciones y deudas consecuentes. Siempre recordaré las palabras de un escritor al que leí hace muchos años: “El hombre siempre anhela una felicidad que está más allá de los límites que le son otorgados”  Sabias palabras.
Salí de prisa. Me subí al auto y me disparé a casa con premura. Aunque ciertamente no sabía para qué me apuraba. No había objetivo en mi prisa. No tenía nada más que hacer. Solo perderme de vista. Donde no pudiera alcanzarme la fatigosa hostilidad de las malditas personas.
No sería justo decir que me he convertido en un misántropo, pero creo que empiezo a notar en mí una sintomatología parecida.  Al comienzo de mi vida en Miami, me asombraba que notaba agresividad en las personas. No podía explicármelo. No comprendía cómo en una ciudad tan bella, con infinitud de sitios propicios para el relajamiento y esparcimiento mental,  la gente tuviese semejante comportamiento. Pero la idea se ha hecho clara, ya entiendo por qué. La mayoría de las personas prejuzgan a los demás. Los consideran como posibles focos de agresión. Lo que no he logrado descubrir es el método para lograr transitar pacíficamente entre ellos, conseguir una especie de homocromía, o mejor para separarme, un mecanismo para permanecer indiferente a esta beligerancia. Así, como permanecía la casa, inmutable, inalterable, sosegada.
Ya era tarde, cerca de las once la noche, le pasé por al lado a la mansión de mis sueños como una saeta recién disparada, pero siempre la miré. Le tiré una ojeada rápida, y fue tal vez otra travesura de mi configuración nerviosa, ver, o creer ver, una luz en su interior. ¿Era una luz?, ¿quizá un reflejo de las luces de los autos en sus cristales? Estaba muy cansado para darme marcha atrás y comprobar. Bueno, si era una luz, le deseaba a sus generadores buenas noches. ¡Que durmieran bien!
Durante unos días no tuve oportunidad de acercarme al lugar. Estuve trabajando intensamente. Además, mi domicilio había cambiado. Tuve que mudarme a otra dirección, que aunque era aún más cerca, ahora mi trayectoria difería. No tenía que pasar justo frente a la casa, sino que mi nueva vivienda quedaba unas cuadras detrás. Podía verla de cerca, pero por el otro costado. Ya no pasaba por frente a la habitación de la escalinata, sino por el otro flanco, de donde se veía el mismísimo frente principal, pero algo más lejano. Solo que era desde aquel ángulo del que se veía la ventana mayor, donde creí ver la luz. Desde allí no se veía la piscina, solo la puerta central, con su ventana anexa, y una ventana más pequeña al lado contrario. Aquella vista no favorecía a la casa, le daba un aspecto algo siniestro.
La oscuridad en el interior, que podía verse por sus ventanas de vidrio transparente,  no propiciaba una apariencia hospitalaria. No sabría decir cómo, pero la sutil y subliminal sugerencia exhalada había cambiado.
Es curioso como la oscuridad,  que muchas veces trae calma, paz, alivio, también puede traer sentimientos desfavorables y alarmantes. La misma oscuridad que nos ayuda a relajarnos, a conciliar el reposo y el sueño, de repente, por un ligero toque a la puerta a una hora inapropiada, pude transfigurarse en un factor de emergencia. En necesidad  de auxilio. Claro, que todos llegamos a una edad, donde  muchos factores emergentes nos importan un rábano. Así que la primera oportunidad que tuve, esperé que se disolviese el calor de la tarde, y me encaminé sin vacilaciones hasta el lugar. Era un miércoles de los que no tenía trabajo, y desde temprano la idea acudió a mí en la siguiente forma. De día era fácil notar que la casa estaba vacía. Incluso, las casas colindantes, parecían igualmente vacías. Algo corriente. Según lo apreciado por mí,  hasta aquel momento, el vecindario era de personas laboriosas, ya fuese por su naturaleza, o por la necesidad. Todos tenemos que trabajar. Y en caso de trabajar durante la noche, tenemos que aprovechar  las horas en que estemos en casa, cerrar puertas y ventanas, apagar el teléfono, dar la completa idea de ausencia, y tratar de dormir. Además de la noche cuando creí ver la luz en su interior, en otro momento,  una de las noches de aquella semana en la que estuve sumamente ocupado, cuando me marchaba a casa, me pareció escuchar sonidos distantes y procedentes de la casa.
Era posible que sus habitantes trabajaran durante en día, y después de la tarde se aislaran  a descansar. Yo mismo he tenido temporadas así. En las que me enajeno del mundo y mis vecinos, de haber alguno enterado de mi existencia, podrían haberme dado por muerto. Como la casa quedaba casi a la esquina de mi trabajo, me resultaba conveniente, se ser posible, rentar la habitación con el frente hacia Coral Way, podría ir rápidamente y hasta caminando a trabajar.
Pues bien, así fue como tuve la determinación de acercarme por allí, aquel miércoles libre, después de la tarde. Salí de mi habitación caminando, para no tener la preocupación y la demora en parquear. Pues según lo que había visto, desde la vista que yo podía tener, o sea, la que había tenido hasta entonces, la casa solo tenía al parecer un parqueo, el que se estaba cerrado.
Fui caminando,  disfrutando la placidez del concluyente crepúsculo. El canto de los sinsontes, ese trino bello que me recuerda mi tierra. Es increíble como esos pajarillos cantan de noche. Hasta en la madrugada los había oído cantar.
 Era cerca, y el ambiente  propicio, por lo que con la mayor naturalidad e imperturbabilidad fui andando por la acera, por debajo de las ramas que a aquella hora no proyectaban su sobra fresca ocasionada por la luz del sol, sino las manchas oscuras en los destellos amarillos de los bombillos.
El vecindario parecía sumamente tranquilo. A penas había podido ver las personas del lugar. En realidad yo era nuevo en el área, pero este detalle no era importante, pues en todas las zonas de las ciudades en las que había vivido, siempre he  logrado pasar desapercibido.
No me gusta hacerme notar, sino más bien integrarme inadvertidamente. He advertido que esto puede resultar contraproducente. En ciertos casos es bueno que sepan de ti.
Me gusta que se me reconozca, que me saluden, y saludar yo a mis cohabitantes. En cambio, no creo el liderazgo una de mis verdades. De modo que si me vieron transitar por la calle, solo vieron un sujeto simple, nada singular, un transeúnte común, que no pretendía agredir a nadie, y mucho menos compararse son nadie. En un ambiente donde la comparación ha llegado a ser un punto determinante.
Recordaba canciones favoritas de mi juventud, de mis preferidas bandas de rock, una canción nombrada “Logical song”, así como otra cuya letra decía algo así como…”People live in competition”, al parecer, otros puntos de vista coincidían con mi forma de ver el mundo.
Al llegar a la casa, primero la observe desde unos metros de distancia, desde su acera, sin cruzar la línea de arbustos que la rodeaban. Eran cerca de las nueve de la noche, y no sabría decir por qué esperé tanto, aquella hora en que ya la noche había sumergido la ciudad en sus sombras. Algunas luces blancas alumbraban su pórtico, y el interior se veía en penumbras. Repetí casi todas las operaciones de la primera vez, solo que ahora con calma, pues no tenía la menor prisa. Revisé nuevamente su pasillo exterior, sus ventanas a la calle. Con sumo detenimiento traté de encontrar cámaras. Primero me detuve a escuchar. Quizá podría sentir el ladrido se un perro, el arranque de la máquina de aire acondicionado, algún sonido que diera un signo de vida. Pero no, solo el silencio. Entonces me dirigí a la puerta, y toqué primero suavemente y luego otras dos veces un poco más fuerte. Esperé en silencio la respuesta, pero no hubo respuesta. Entonces tuve la idea de tocar en una de sus ventanas laterales. Algunas casas tienen sus habitaciones completamente aisladas, de modo que si alguien toca a la puerta principal, quienes estén en sus habitaciones no escucharían nada. Es por ello que casi siempre cuando las personas visitan a un conocido, muchas veces primero le hacen una llamada, para que los estén esperando, pero obviamente no podía hacer eso, no tenía ningún número al cual llamar. Así que saqué mi llavero, y con la parte posterior de la llave de mi auto, golpeé el vidrio de la ventana donde supuse habría una habitación. Luego de esperar algunos minutos, repetí la operación por el costado el cual tenía la habitación pequeña que parecía independiente. Esta acción desde el inicio la creí inoperante, pues se podía deducir que estaba vacía. Todo esto lo hice muy cuidadosamente, pues de sobra sabía la susceptibilidad que caracteriza  los ambientes de los barrios de Miami, por mucho menos que esto, pueden llamar la policía y tendrías posiblemente que enfrentar cargos. Luego de muchos infructuosos intentos de lograr alguna respuesta, comprendí que no iba a tener otra opción que marcharme. Me di la vuelta, y cuando casi daba mi primer paso bajando los escalones, algo apareció en la ventana. Al otro lado del cristal, solo por unos segundos, surgió una mano que de deslizó, diríamos mejor, se chorreó hacia abajo, hacia la parte que ya ocupaba la pared. Todo fue muy breve, apenas medio segundo. Me acerque de nuevo a la ventana donde vi la mano y toqué con la llave un poco más fuerte. Alguien tenía que estar allí. No tenía la menor duda de que había visto una mano en la ventana, algo o alguien había dado indicios de presencia.
Me acerqué aún más a la ventana, y procuré mirar el interior, pero solo se observaba una rotunda oscuridad. Tampoco podía ver hacia la parte inferior, hacia donde se había movido la mano, pues estaba obstruida por la pared. Una sensación de urgencia de apoderó de mí. No podía establecer si era alguien en necesidad de auxilio, ni tampoco tenía elementos concretos para marcar en mi teléfono y llamar la asistencia de emergencia. Sabía que mucha gente los llama por motivos menores, pero…en realidad,  ¿qué había visto?, ¿Qué podía explicar cuando tomaran mi llamada buscando asistencia?, además de no tener argumentos suficientes, ¿podía claramente explicar mi comparecencia en aquel lugar?
Aquello podría resultar en un enredo de consecuencias incalculables para mí. Tenía que estar seguro de las cosas, lo que había visto, ¿cómo lo había visto?, ¿Por qué lo había visto? Y solo Dios sabía cuantas preguntas tendría que responder, a quién y dónde tendría que responderlas.
Me detuve a pensar por un momento. El menor sentido de la prudencia me aconsejaba simplemente irme a casa. Olvidarme de aquel dichoso lugar, de su cuartico, y todo lo relacionado. Además de que todo lo que había visto no pasaba de ser una visión repentina y hasta incierta, pues ya en aquel momento no me atrevía a asegurar siquiera que era una mano lo que vi.
Por fin bajé los escalones del pórtico, y al llegar abajo, me volví, miré otra vez la ventana donde vi la fugaz imagen. Solo se veía la oscuridad del interior. Tampoco se escuchaba sonido alguno. Estuve algunos minutos parado debajo, junto a la franja divisoria de arbustos, mirando la ventana, pero nada más ocurrió. Entonces me marché. Sin embargo, aquel incidente me llevó a reflexiones y lucubraciones insospechadas. Valoraciones sobre mis conceptos, mi carácter, y modo de actuar. No quería pensar que escapé del lugar donde posiblemente había alguien en necesidad de ayuda, pero valoraba mis dudas como temor, o quizá egoísmo, al no querer ayudar por simplemente no perturbar mi tranquilidad. Pensaba a su vez que todos tenemos que proteger nuestra estabilidad, reconocer y defender el equilibrio entre lo que es y no es de nuestra incumbencia. Cada uno cuida de sus cosas, previene sus dilemas, evita coyunturas que pueden afectarnos. El auxilio a un semejante nos incumbe a todos, pero no era suficiente, pensaba yo, lo que había visto, para considerar que había un prójimo en necesidad de auxilio. Me imaginaba explicando la situación ante las personas del servicio de emergencia. La situación no resistía siquiera un análisis serio. Existen tantas situaciones en verdad graves en Miami, que me parecía una exagerada estupidez ocupar dichos servicios en aquel antecedente.
Me marché a casa del mismo modo que había ido. Caminando sin prisa, acariciado por el frescor de la noche, y planeando algunas cosas por hacer al día siguiente. Decidido por completo a no pensar más en la casa ni el cuartico, ni nada alusivo al asunto. Logré, no con pocos esfuerzos,  apartar mis cavilaciones referentes a la “negación de auxilio” o “llamadas al servicio de emergencia” y conseguí una paz “relativa”. Digo “relativa” porque me he convencido de que la completa paz, es imposible de lograr, al menos para los seres racionales de nuestros tiempos. La gran mayoría de factores y medios que integran nuestra vida, intentan ardorosamente alejarnos de la paz. Hacernos temer, dudar, sospechar. Tratar de asegurar  nuestras vidas contra posibles catástrofes  que pueden suceder.
Comenzando por los medios masivos de difusión, que desde el mismo amanecer, y hasta durante toda la noche, publican y esparcen noticias por todo el país y el mundo sobre crímenes, accidentes, fraudes, robos, atentados,  guerras ocurridas o por ocurrir, y todo tipo de presagio funesto. Sobre cómo van a aumentar los índices de desempleo, fracasarían los negocios,  o cómo se va a ir destruyendo en mil trozos la dichosa capa de Ozono. Cómo los tsunamis comenzarán a destruir nuevas tierras, en fin, todo tipo de pronostico desventurado para hacernos perder el aplomo, y hacernos vivir en angustia, deseando que acabe de venir el apocalipsis de una divina vez, y termine por conducirnos a cada uno hacia el camino que tendremos que tomar.
Bien, pero alcancé la paz posible. A la que tenemos derecho al menos aquellos que logramos simplificar las cosas. Alguien me dijo una vez: “Siempre que necesites resolver algo, simplifícalo”. No recuerdo de quien lo escuché, pero si recuerdo que cuando me lo dijeron me pareció burdo, y si no burdo,  me sonaba discordante con la mayoría de las situaciones diarias que uno debe resolver. Pero lo he aplicado y en la mayoría de los casos funciona. Por ejemplo, antiguamente cargaba muchas notas y recordatorios sobre los números identificadores personales, (PIN), con notas sobre contraseñas, y otros datos imprescindibles para el acceso a tu información virtual, y hasta para lograr acceso a tus recursos. En fin, lo he logrado ajustar casi del todo, de una forma tan estúpidamente simple que resulta hasta peligroso decirlo. En este caso en cuestión pensé: ¿Me afecta directamente?, ¿Sé lo que debo y puedo resolver?, ¿Tengo algún modo real de resolverlo? Las respuestas eran tres “NO” consecutivos, así que no pensaría por ahora en ello. No calificaba como “problema soluble “y  por lo tanto no era un problema en realidad.
Llegué a casa y me senté en mi humilde portal, a disfrutar de la parte bella que tiene mi soledad, del olor de la hierba en el terreno, del sosiego de la noche, del sonido de los animales noctámbulos, de la sinfonía que ejecutan mis grillos convecinos. Para mayor gloria podía ver desde mi vieja butaca la humareda de la Vía Láctea, en un cielo plagado de estrellas. ¿Era mi paz pequeña?, ¿no era acaso otra instancia de “querer más de lo que se nos es otorgado”?  Tenía presente palabras de mi padre: “Podemos ser tan felices como nuestra sencillez lo permita”. “Podemos lograr y disfrutar de la vida tanto como nuestra humildad nos deje”.” Podremos ser felices y vivir en calma solo si sabemos descubrir el modo, si logramos definir a qué felicidad aspiramos”. Rememoraba sus frases,  aplicables a mi vida. Solo que a veces la felicidad a la que aspiro es demasiado para mí. No el lograrla, sino después de lograda, cuando ya tengo lo que buscaba, al menos lo alcanzable, entonces me surgen nuevas fisuras en la que creí solida mole de mi felicidad. Como… ¿Habría por fin alguien en aquella jodida casa?, alguien que me gritaba desde su interior…  ” ¡Dame una mano carajo!”
Me resultaba difícil alejar la idea de que en verdad pudiese estar encerrado allí alguien en necesidad de socorro o apoyo.
Por la tienda donde trabajaba, por su terreno de parqueo, y sus cercanías,  frecuentaba un señor al que yo llamaba: “El hombre de los gatos”. Era un señor de más de sesenta años, con el cual ya tenía cierta amistad. Lo vi muchas veces por allí, incluso en la tienda haciendo compras. Compras de comida para gatos. Tenía una limitación motora, lo que lo obligaba a usar las sillas eléctricas auxiliares para poder moverse en la tienda. Nunca supe su nombre, pero éramos casi amigos. Me gustaba ver como alimentaba a los gatos y aves silvestres de toda el área, en un dilatado perímetro. Recuerdo que un día le pregunté sobre la casa. Le pregunté si estaba habitada, y le pedí por favor, me dijera si veía a alguno de sus residentes, pues quería rentar la habitación que se veía de la calle. Aquel señor, tenía también un padecimiento en sus ojos, una especie de hemorragia o algo parecido. Los tenía rojos de venas y sangramientos. Recuerdo que  me miró muy serio, con sus ojos púrpura,  me dio su consentimiento, y  puntualizó:
-Yo tú, buscaría otro lugar.
Esto me intrigó más aún. Le pregunté por qué me lo decía, pero se limitó a hacer movimientos negativos con su cabeza y se marchó sin explicarme nada.
Aquel hombre vivía por los alrededores, pensaba yo, y tenía certeza de lo que decía. Pero no pude obtener ninguna aclaración de su parte.
Cuando me asignaban trabajo por fuera de la tienda, recogiendo los shopping carts que los usuarios dejaban por doquier, siempre buscaba el modo de llegar hasta la calle, o al menos hasta la acera, y lanzar miradas solapadas en aquella dirección, pero siempre con el mismo resultado. Se veía la casa en una total quietud. No sé decir cuántas veces repetí la rutina de salir hasta Coral Way y mirar disimuladamente hacia la esquina donde estaba la casa. Me demoraba mientras me ocupaba en hacer cualquier cosa, y observaba todo el tiempo que podía.
La tienda estaba más ocupada que lo normal. Desde las mismas seis de la mañana, hora en que abría sus puertas, filas de personas entraban como una plaga y arrasaban con todo. Compraban por vicio, y sin el menor escrúpulo de reparar en su real necesidad. No compraban a esa hora cosas de imperioso menester, como podría ser, pan o leche, u otro tipo de comidas. Ni tampoco Cosas de uso personal que podrían necesitarse a cualquier hora, sino cualquier cosa. Ropas, joyas, instrumentos, discos de música, todo tipo de bagatelas. Según los comentarios y noticias que se manejaban, había escasez de dinero,  sin embargo,  se podía tener una percepción diferente.
Una de las tardes en que casi finalizaba mi jornada, ya tenía la luz de mi registradora apagada y había terminado con mi larga fila de clientes, fue cuando escuché el estridente sonido de las sirenas de los servicios de emergencia, y no sé por qué lo relacioné con la casa. Supuse que habrían descubierto algo o que alguien había tenido el coraje de hacer lo que quizá yo debí haber hecho.
Entonces cuando  salí, no fui a buscar mi auto, sino que me desvié hacia la manzana donde estaba la casa, y seguí caminando justo hasta su puerta principal. Me situé frente a ella, y sin siquiera reparar en los detalles que siempre solía examinar, toqué fuertemente. Di como cuatro golpes. Al no tener respuesta, repetí insistentemente la operación. Había un total silencio. No se escuchaban los forcejeos del tráfico ni cosa alguna. Las gentes de emergencia habían tomado otro camino, no habían sido llamados desde allí al parecer. Traté de mirar el interior, desde la ventana principal, la ventana grande que propiciaba la vista a la calle. Y justo en el momento cuando me acerqué al cristal de la ventana, que tenía mi nariz sobre el vidrio amplio y transparente, entonces emergió una estampa difusa desde la parte ocupada por la pared, una cara borrosa y sin figura cuya boca se abría y cerraba desesperadamente. Se aplastaba contra el vidrio y parecía gritar algo que yo no podía escuchar.
Me aterré, no menos. Exactas palabras. No puedo describir mejor la impresión que me ocasionó la fantasmagórica imagen. Retrocedí unos pasos, y sin apenas darme cuenta estaba caminando alejándome del lugar. Evadiéndome sin saber por qué,  de algo que no sabía qué era, ni qué me pedía. Solo seguía mis instintos. Pero me detuve, no podía simplemente irme del lugar. Ahora si estaba bien claro de lo que había visto y cómo lo había visto. Sin pensar más di la vuelta. Traté de calmarme, de apaciguar mis emociones, y actuar de alguna manera inteligente.
Volví hasta la casa, traté de escuchar lamentos o sonidos procurando socorro. Me ubiqué otra vez frente a la ventana. La huella estaba allí. Donde se había pegado la cara, donde apareció aquel rostro blanco. En el cristal húmedo todavía, debía ser por el aliento de la boca pegada al vidriado. Allí estaba marcada la impresión inequívoca.
La puerta se abrió. Con un sonido seco, que me enfrió el alma, el macizo portón se abrió como tirada por algo desde el interior. Estuve parado ante la cavidad oscura largo rato sin atreverme a entrar. Otra vez el alarido de los carros del servicio de emergencia, con su espectáculo de luces, sirenas y chirridos. Agarré mi teléfono en el bolsillo del pantalón, mientras veía detenerse los camiones del rescate frente a la casa consiguiente, la otra casa cuyo lateral lindaba con la línea de arbolillos.
Vi salir de una de las residencias contiguas,  a un hombre de aspecto alarmado y darles explicaciones a gritos a los jóvenes el rescate, señalando hacia otra de las viviendas cercanas que se hallaba igualmente cerrada. El grupo en su totalidad se dirigió hacia el lugar.
Poco después, todo había terminado. El hombre juraba y perjuraba, señalaba las ventanas ovaladas desde donde aseguraba haber visto una mujer con rostro ensangrentado y sin dudas haber escuchado gritos procurado ayuda. Los guardias entraban y salían haciendo gestos de negación.
Yo bajé los escalones. La puerta se había vuelto a cerrar. Me di la vuelta y me marché de aquel dichoso vecindario…” demasiado tranquilo”.

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