El lago
Palabras Malditas.
Capitulo 4: El Lago.
ISBN: 9781370248759
La versión original con todas las imágenes de este libro puede ser leída y comprada en:
Abyssus Abyssum Invocat.
Psalms 42:7
—No pude hacer nada,
apenas quitarle la pistola de sus manos y dejarlo morir en paz—dijo pesarosamente,
dejó sus pupilas ir desde los secos dedos en sus manos hasta los cristales que
reverberaban sobre el lago como libélulas.
Eran cristales o
los creía yo así, como cuarzos teñidos por el sol y el color del estanque; el
azul asentado en la planicie como si de repente brotara un mar entre la verdura
de árboles, juncos. El lago se partía en mil cristales multicolores, millones
de ondas, reflejos, curvas en el agua que venían, se iban, se amodorraban en la
orilla empujadas por el viento. Iban atenuándose hasta enredarse junto a los
patos silvestres, entre las gallinuelas diminutas que corrían picoteando el
agua.
—Déjalo
ir—recomendó mi padre desde la muerte—y le dejé, pero le dije antes de verle de
nuevo doblar con fuerza los huesudos y delgados dedos—Los muertos pesan más que
los vivos, no se les puede sacar del recuerdo.
Yo miraba el
semblante lúgubre de aquel hombre al que casi nunca lograba arrancar más de
cuatro palabras, con el que ahora convergía en ver saltar los trozos de líquido
y espuma pintados de matices. Conseguía en poco de paz como yo; con las
frágiles transparencias de sueños que volaban en burbujas y se rompían.
El lago estaba
ubicado en un parque cercano. Yo iba allí para aliviar mi encierro, para
aligerar la fatiga del trabajo, distraerme con la naturaleza. Siempre fui un
apasionado amante de la naturaleza. De niño realicé excursiones por cuevas,
ríos, lomas; todo lo que sonara a aventura.
Participé junto a grupos de
aficionados a la espeleología y arqueología
en diferentes eventos, viajes por mi país natal.
En mi nuevo país de
residencia no había podido efectuar ninguno; todo el tiempo lo ocupaba el
trabajo. Había que luchar por vivir. Mientras la mayoría de mis colegas y
conocidos invertían su tiempo libre comprando cosas o realizando viajes a
lugares en los cuales solo había conglomerados diferentes de las mismas
frugales personas, cuyo objetivo solo era exprimirte; sacar hasta el último
centavo, yo usaba mi tiempo en apreciar las cosas que todos podíamos ver sin
embargo tal vez a pocos importaban.
El lago era uno de
esos lugares. Mi sitio preferido. Yo llevaba mi cámara, mi arsenal de tarecos.
Tomaba fotos de todo; del lago, de los animales, de la vegetación, de los niños
cuando los había, de cualquier cosa curiosa que cruzara por delante de mi lente
y también fotos que elaboraría después para lograr la idea que me había hecho
tomarla.
No sería capaz de
recordar toda la maravilla que me regalaba aquel paisaje, toda la magia,
secretos que inventaba juntando las imágenes más algo de mi creación.
Recordaba a mi
padre, también usaba sus sugerencias, caminaba con sus pasos. Nunca me pude
esclarecer si acaso era la misma alma en diferentes cuerpos. ¿Podría el
espíritu humano bifurcarse así?
Era increíble cómo
el lago me llenaba de serenidad. Me sentía feliz de ver crecer mi misericordia
al observar las afanosas aves buscar su comida entre las plantas o picotear las
larvas del agua. Cierta vez pude rescatar a un perro náufrago, el que Dios sabe
de dónde salió, venia sujeto a un tronco. Huyó de mí en cuanto lo traje a la
tierra como siguiendo un olor conocido.
Después descubrí
más. El lago de noche. Creo que este fue el mejor de mis descubrimientos. Se me
revelaron las bellezas nuevas que brotaban cuando la noche caía con su ciego y
rotundo peso sobre el lago.
No solo en el agua
aparecieron diferentes reflejos, colores, también en la noche en sí, en el
cielo, en el infinito; en su imponderable magnitud, en el sol poniente, en las
nubes, en la luna, en la gente que iba al lago de noche a diversas cosas, en
todo, en todas partes había otras excelsas, diferentes alegorías, otros
universos. En las siluetas de las palmeras, en los blancos diamantes de rocío
que se prendían de las hojas de los árboles. Había miles de detalles.
Una de las noches
encontré a Marcos, como al cabo supe que se llamaba aquel hombre, enredado en
sus recuerdos; perdido en su soledad, acariciando el pequeño perro que yo había
salvado.
Conseguí muy pocas
fotos sobre él; una o dos en todo caso. Su mudez no pude colgarla de mi
afición. Mis fotos eran una parte de mí, su silencio era todo él, todo lo que
él podía concebir. Marcos estaba muerto. Un muerto que no estaba entre los
muertos.
Yo recorría el
paisaje con los cautelosos pasos de mi padre, hasta con sus ojos y con la parte
que me deja migrar de dimensión en dimensión. De lo real a lo irreal; ese
delgado hilo. Caminaba con sus pisadas que se hundían en la hierba como se
hundieron sus anhelos; los anhelos de los que la vida me hizo algunos después
posibles.
Hallé a Marcos, se
me reveló una historia. Un desventurado episodio entre las incontables
sutilezas prodigiosas del lago. En el lago había muchas cosas por descubrir.
Dulces y tristes.
Había innumerables
secretos por doquier que podía contar con mi cámara. Había también una
población nocturna. Pescadores con sus varas, enamorados con sus fiebres,
borrachos con sus resacas, gente sin hogar que buscaba un sitio donde pasar la
noche y Marcos. Todos con el globo de su flotante mundo sobre sus cabezas.
Marcos no tenía su globo, pendía él mismo de una finísima tela de araña que lo
unía a esta realidad, lo dejaba
mantenerse en una suerte de marasmo.
Una parte me
gustaba especialmente. Era la parte donde rescaté al perro. En la tierra había
un tronco, me podía sentar. Siempre llegaba cuando recién comenzaba el
atardecer. Podía tener además de una amplia vista del lago, otra visión aledaña
de la auto pista que pasaba cercana; un bello cuadro del ocaso. Los rayos del
sol bajaban brillantes por sobre las copas a contraluz, rebotaban en la
superficie añil creando un quebradizo efecto. Al silencioso aparecido lo vi
también muchas veces por allí. El tronco después se convirtió en nuestro rincón
de reuniones.
Cierta ocasión
extinguí un fuego, el cual era sin dudas peligroso. Con el lago tan cerca no me
fue difícil.
Cuando la noche
disolvía los colores en su lobreguez, entonces se multiplicaban otras
delicadezas, otros rasgos, me daba otros
espacios. Me sentaba en el tronco, tiraba cientos de fotos con la cámara sujeta
a mi trípode. A veces escribía. No solo las aclaraciones sobre las fotos que
quería lograr, cómo las diseñaría, sino también cosas que venían a mi mente
sobre lo que podría relatarse desde una foto específica.
Un día encontré un
lecho, fue antes de hallar a Marcos. Entre la maleza alguien plantó un lecho
con telas viejas, cosas sobre las que podría tenderse. Uno se aquellos
solitarios seres de la noche que iban al lago buscando refugio entre los
árboles había dejado allí provisiones, ropas para atenuar su desamparo.
Dialogué con mi padre.
Así cambió en parte
mi objetivo. Cambió en el sentido de que ahora no solo buscaba las fotos,
busqué a partir de entonces la forma en que pudiera ayudar a aquellos sujetos
que andaban como fantasmas cargando sacos de pertenencias las que no tenían
dónde dejar. Sin embargo, pude percibir que en ocasiones la mejor forma de
ayudar a dichos entes era estando lejos de ellos.
El lecho resultó
pertenecer a un señor muy delgado, de habla con acento como oriental; árabe
podía ser, que andaba en bicicleta con sus bultos de ropas, botellas. Yo había
visto a aquel hombre otras veces, pero nunca imaginé que dormía allí.
También hasta hice
amistad con un señor de avanzada edad a quien la primera vez lo vi pescando.
Días después al verme por el lago con mi cámara me dejó tomarle una foto, luego
me invitó a cenar unos deliciosos pescadillos fríos y sazonados que traía.
El señor a veces
iba acompañado por otro de aspecto laborioso, severo, el que siempre usaba
sombrero, fuese la hora que fuese. Al otro hombre nunca lo vi pernoctar por las
cercanías del lago pero afirmaba que no se dejaba aprisionar por las caras
rentas de nuestra ciudad, lo que permitía suponer.
También conocí a
una muchacha muy joven la que decía ir a menudo a bañarse al lago. La vez que
vi a esta muchacha, primero me retiré apenado, pues estaba prácticamente
desnuda. Pero sin ninguna pena, salió del agua, tomó su ropa, se vistió, se
sentó en la orilla a comer algo que guardaba en su bolso, que había dejado
fuera con sus demás pertenencias.
Luego de algunos
minutos, me acerqué, le pregunté algo que no logro precisar. Ella me respondió
de manera muy natural, se quitó las largas botas plásticas llenas de agua, las
vació y terminando su comida se puso de pie junto a mí. Me contó con premura
cuatro o cinco cosas intercaladas sin el menor intento de relacionarlas unas
con las otras.
Hacia énfasis en su
necesidad de bañarse, en que nuestra hospitalaria ciudad no tenía lugares
públicos donde hacerlo. Me parecía recordar que me dijeron que sí los había,
pero ella reafirmó que ya su costumbre le había dejado adquirir una especie de
elemento afrodisiaco en su práctica.
Después de reírnos,
presentarnos, le estreché la mano que me tendía, se puso otros ligeros zapatos
que iban en su bolso y se marchó. Se llamaba Clara. Nunca más la volví a ver.
—Mi ciudad loca
—pensaba yo—La vorágine dentro de la vorágine.
Pocas semanas
después, un señor muy recatado y circunspecto a quien encontré en los bancos
cercanos al lago rodeado de señoras, hacia un relato en el que reconocí a mi
amiga Clara, la de la afrodisiaca costumbre. Dicho señor, muy ofendido por la
“indecencia” de la joven, pedía con urgencia que se adoptaran medidas para que
aquella gentuza “del bajo mundo” no frecuentara el parque ni el lago.
Lo decía torciendo
la boca con un gesto de desprecio que denotaba la creencia de superioridad,
pero a pesar de ser una boca torcida, mucho más fea a mi modo de ver que la que
recordaba en la muchacha, era una sola boca, sobre la que había una sola nariz
y dos ojos ya penosamente cubiertos por gruesos espejuelos, además eran solo
dos, dos míseros ojos que iban a cerrarse para siempre algún día igual que los
de toda la humilde gente a la que él quería apartar del lago.
Recuerdo con
exactitud aquella noche; que fue la primera vez que vi a Marcos, aunque
coincidimos en muchísimas otras oportunidades, a diferencia de la mayoría de
las demás gentes de similar apariencia con que me topaba.
Me resultaba
curioso que aquellas personas casi nunca eran las mismas. Excepto el hombre del
lecho, el que andaba con sus enseres en la bicicleta y los pescadores de
quienes hablaba, nunca había coincidido con la misma persona dos veces. También
muchos relatos se me escapaban. Se esfumaban igual que sus protagonistas.
En cierta ocasión
en que fui al lago para tomar una foto de una tremenda luna que pude ver al
llegar a casa con la cual imaginé una magnifica foto. Cuando ya me iba pude ver
pegada a unos arbustos, a una muchachita, la que parecía tener no más de
catorce o quince años, jimiqueando quedamente. Me acerqué con cuidado, le hablé primero en inglés, después en
español.
Le pregunte qué le
ocurría, si podía ayudarla, pero ella simplemente se paró, se largó corriendo.
De cualquier manera
a veces la mejor ayuda es no tratar de ayudar. No interferir en los asuntos de
otros.
Esa anécdota se me
perdió. La relacionaba con una en que quise ayudar a un pajarillo caído de su
nido o quizá era que sus padres lo enseñaban a volar. El caso fue que lo agarré
y cuando estaba tratando de ponerlo sobre una cerca desde donde podría mejor
intentar el vuelo, el padre y la madre, que lo vieron sujeto en mi mano
gritando, se lanzaron feroces sobre mí chillando, tratando de picarme, me
arrojaron un chorro de sus excrementos.
No siempre se
entiende cuando otros quieren ayudar. No siempre se ayuda cuando se quiere
ayudar. La intensión humanas es como el humo que
se disfuma, se confunde, se pierde.
La noche que
encontré a Marcos había ido al lago llamado por unos misteriosos reflejos que
iluminaban de vez en vez el cielo causando algo que en caso de poder capturarlo
con mi cámara podía elaborar mil ideas con la foto. Busqué el mejor ángulo, o
sea la vista más favorable desde donde se podían ver mejor los destellos. Dejé
mi auto bajo los pinos del parque, probé diferentes posiciones.
Finalmente me situé
casi dentro del agua, en la parte sólida donde aún podía apoyar mi trípode. Tomé
muchas fotos. Cuando las creí suficientes, guardé mis cosas en mi mochila de
trabajo, aunque dejé mi cámara a mano, ya me iba, pero me percaté del hombre
desolado en una de las mesas que había bajo los pinos.
La idea que corrió
a mi mente fue tomar una foto de aquella imagen en la oscuridad con el lago al
fondo. Buscar una silueta usando la contraluz de los reflejos. Me acerqué, lo
saludé sobriamente. Como no acudía idea diferente, le pregunté si tenía algo
para encender mi tabaco, guardaba uno nuevo en mi mochila.
Tuve la impresión
de haberlo visto antes, aunque no podía estar seguro. Sentado sobre sus piernas
tenia al perro que yo saqué del agua, el que venía sujeto al tronco.
Apenas respondió.
Negó con su cabeza, sin hablar, pero reparé que detenía su observar en mi
cámara. Yo estaba cerca. Tocó ligeramente el lente, negó de nuevo sin palabras,
quieto, como quien sustrae un recuerdo del más remoto olvido. ¿Me entendía?,
¿Hablaba español?
— Do you have any
lighter?—por si acaso, pero igual, inmutable.
Yo me preguntaba
cómo podía existir aquel tropo esquivo en una sociedad llena de gentes amables,
las que dominaban con excelencia sus fluidos sarcasmos, cuyas eternas sonrisas
nos hacían suponer coyunturas donde te suplicarían con deliciosa urbanidad que
les dejaras arrancarte la cabeza.
No supe adoptar
manera apropiada ni entablar conversación alguna, menos pedirle que me dejara
tomarle la foto. Con mi cámara colgada al cuello, me alejé del mismo modo en
que me había acercado. No me atreví a pedirle nada a aquel ser que clamaba a
gritos desde su mutismo.
El perro me ladró
cuando me alejaba, se tiró de su posición, fue casi hasta mí, me ladró dos
veces más, regresó a su lugar. La noche absorbió los ladridos, el eco me siguió
mientras caminaba hacia mi auto.
La sofisticada,
generosa sociedad moderna ha convertido la protección de los seres desvalidos
en un mero sofisma, iba yo pensando. Se predica en todas partes por ello; hay
países, ciudades que toman medidas, se crean programas para ayudar, pero la
indigencia, el desamparo; persisten. Es la generalidad que se promulgue, pero nada más.
La foto en que
había pensado era solo una, pero si lo veía nuevamente, pudiera ocurrir que
diseñara un grupo, es decir, varias fotos donde representaría este tema por el
que sentí atractivo antes:
Las gentes sin
hogar. Un tema sensible.
Camino a mi carro
me detuve unos minutos en el grupo de señoras, el señor; el de la bosa torcida
con su elocuente oratoria. Su discurso me causó repugnancia. Proseguí mi rumbo
pensando todavía en la sombra humana que había visto bajo los pinos. El
solitario ser ocupaba ya un fragmento en la cavidad de mis cavilaciones.
Días después lo
encontré de nuevo en otro lugar del parque. Un recodo del lago, como un pequeño
muelle donde flotaban varios botes. Lo saludé desde lejos, pero no recuerdo si
me contestó. Otra tarde cuando llegué a mi tronco, Marcos estaba sentado allí.
Increíblemente me reconoció.
—Fotógrafo—me dijo—
así supe que hablaba mi idioma. Yo le saludé, él me dejó sentarme en la otra
punta del tronco. Me animó que me reconociera, aunque fuese por: “Fotógrafo”,
yo no sabía su nombre, pero me inspiraba un mínimo de confianza. Me llamó la
atención que me llamara “fotógrafo”, pues cualquiera tiene una cámara. Me
animé, le hablé de diversas cosas.
Le pregunté dónde
había dejado a su amigo, me refería al perro, pero él solo sacudió la cabeza,
esbozó una ligera sonrisa.
Mientras yo hablaba
noté que andaba sin ninguna cosa. O sea, pertenencias o botellas como los otros
sin hogar que solían andar por el parque. Imaginé que tal vez si tuviera un
lugar.
Dejé mis cosas
allí. Mi mochila, el estuche de mi instrumento fundamental; que lo llevo al
cuello, mi botella de agua además de otras cosas útiles para mi tarea que había
llevado al parque aquel día.
Me era más fácil y
cómodo cuando llevaba algunos dispositivos auxiliares como otros lentes,
filtros, mi otra cámara con su control remoto. Todo lo que pudiera permitirme
hacer toda la toma que se me ocurriera.
Me entretuve
tirando mis fotos, cuando regresé al tronco Marcos se había ido.
Por fin luego de
varias casuales simultaneidades donde habíamos podido vernos e incluso
intercambiar saludos, entablamos un minúsculo primer palabreo. La tarde que se
efectuaba un torneo de futbol en el parque. Yo quería sacar algunas fotos.
Luego de terminar yo e ir a mi sitio predilecto, nos encontramos donde el
tronco. Marcos estaba amodorrado leyendo algo.
Tengo la costumbre
o la manía de introducirme contando lo que para mi opinión era la más loca, la
más homérica de mis aventuras: mi decisión de venir a otro país, de emigrar
hacia una cultura, sociedad e idiosincrasia que no son las que me vieron nacer.
La misma hilaridad de palabras monocromáticas que ya no me traen argumento.
La grandeza de mi
nuevo país de residencia, su generosidad para conmigo, no sobrepasaba la
temeridad de enfrentarme solo a una nueva vida, en una tierra inmensa,
desconocida, sin apoyo posible, sin recursos, sin la auto preparación mental
requerida, realmente sin la gran necesidad.
Puede que en
verdad lo del cambio, su riesgo, no sea
tal cosa; ya ahora lo creo así. Me parece hasta tonto decirlo. Ahora que ya sé
andar los nuevos caminos, sé abrir puertas, apoyarme en cosas que ni siquiera
sabía que existían. Ingredientes, piezas del mecanismo que me era inviable
engranar.
De cualquier modo
comprendo que me aventuré a realizar algo de lo que no calculaba su
envergadura. Como tampoco tuve conciencia de lo cerca que estuve, por mi
desinformación, de convertirme en uno como aquellos seres sin hogar. Pero por
suerte mi llegada a mi nuevo asentamiento estuvo colmada de bienaventuranzas,
creo ahora; definitivamente.
Le conté casi
divertido cómo sentado en el avión me pregunté qué acción tomaría a mi arribo.
A dónde me dirigiría, cuál podría ser mi ocupación. Sabía que mis títulos y
categorizaciones no me serian útiles. Además de lo más elemental: donde iba a
vivir.
Le hablé de mi
ingenua idea de que con aquel mísero dinero que traía iba a poder vivir hasta
conseguir trabajo. De que creía que iba a rentar una habitación en cualquier
hotel cercano al aeropuerto, al día siguiente comenzaría la búsqueda que me
permitiría hallar algo que hacer.
Mi madre
secretamente había conciliado con una vieja amiga para que fuera a recibirme.
Las madres, tenga uno la edad que tenga, siempre se ocupan de nosotros.
Lo hizo sin mi
aprobación porque de sobra sabía que yo no consentiría en que nadie se
molestara en cosas que solo eran de mi incumbencia. Entonces la cosa no fue tan
grave; nada para tener que desenterrar ciudades sepultadas.
El testimonio que
le hice a Marcos terminó tal y como terminaron las cosas. Puede que por eso le
haya parecido intrascendente. Seguí mi narración hasta el final, al terminar vi
que mi interlocutor me prestaba una atención vacía. Me percaté de que se había
ido de nuestro mundo.
—Así fue—le
dije—cómo dejé mis raíces, mis muertos atrás.
Volvimos al
silencio. A la quietud bajo el pinar.
Era la misma tarde
de todas las tardes después de la que vendría otra noche como todas las noches.
No había arcoíris ni aves luminosas volando sobre nosotros. Solo estábamos los
dos extraños enfrentándonos; la posibilidad de que surgiera el nexo para partir
nuestras vidas en dos, como nueces.
Él no había dicho palabra.
Me quedé observándolo. No lo había podido ver notoriamente. Le calculé unos
cincuenta años, pero eso por su configuración atlética; su pelo era blanco, su
piel erosionada por la calamidad, las contingencias.
Se levantó, fue a
buscar una semilla de los pinos. Regresó, se enfrascó en desintegrarla en
trozos. Ese fue el comenzar de su revelación. Luego me dijo:
—Interesante—acabó
de romper su semilla.
Yo quise
preguntarle, pero entendí que no me diría nada. Estoy acostumbrado a
hablar, ver con mi cámara, que es una extensión de mis ojos. Con éstos ojos le
tomé la foto de sus ennegrecidas manos, de sus poros y pelo grises, de su
posición frecuente al sentarse, de su mirar raído, de su posible cultura pero
escasa prolijidad de palabras, de su aspecto aseado contra todo lo usual en
esta gente ambulante. La mejor, cuando dijo dentro de la amplitud impenetrable
de su reserva:
—Dejaste tus muertos. Yo traje a uno vivo que ahora es mi
muerto—dijo por lo bajo—No pude hacer
nada, apenas quitarle la pistola de sus manos y dejarlo morir en paz.
Allí estaba la
entrada a su cripta. Me dijo así. Se abismó en la lejanía, en mirar el azul del
lago con las salpicaduras brillantes, coloridas, que saltaban como vidrios
rotos.
Doblaba, luego
extendía los dedos de sus manos de los que parecía querer arrancar algo. Cambió
su postura poniéndose frente a mí. Supuse que me decía:
—Te voy a
contar—cuando ya me había contado bastante. No dijo cosa alguna.
—Los muertos pesan
más que los vivos—le dije yo, robándome la frase— No se les puede sacar del
recuerdo.
Me dijo lo que me
podía decir, pensé. No supe quién ni cómo ni por qué. Supe lo que él me quiso
decir. Lo que necesitaba yo para figurarme mi historia. No consistía en la
materia que quería trabajar, sino en una más interesante.
Hay cosas que
aparecen que al fin acaban por ser difíciles de ilustrar, al menos con fotografías,
con imágenes vectoriales creadas, no recuerdo si traté antes. Si se descubre
una forma de retratar lo subjetivo, será fácil.
Si hubiese sido así
cuando entonces, ¿sería “La Monna Lisa” lo mismo o sería mejor?
Dicha tarde hice
las fotos sobre el torneo, otras, pero no sobre Marcos. Me marché a casa
ocupado en algo más que mi proyecto. Grabé los vocablos, el sombrío silencio
que les siguió.
Me gusta saber
respetar el silencio ajeno. Solo la propia persona es dueña de su silencio.
Me detenía a pensar
de quién hablada, de qué pistola hablaba, de algo que creía entender. Marcos se
reprochaba no haber hecho algo.
El trance para
tomarle las fotos se presentaría, mas quería estar claro en lo que iba a contar.
Detallar las imágenes que trabajaría. Comencé con una foto, una que…, me apena
decirlo, enganché disimuladamente.
La foto que logré
tomar fue…” regular”. No creo que diga mucho. Le disparé a la luna, que ni me
quedó en foco. La lobreguez del motivo principal me repelía. No pude lograr el
correcto encuadre, ni adecuar la línea del horizonte, además lo que me hubiese
gustado tomar necesitaba de fondo la contundente inmovilidad tejida por el
canto de los grillos.
No me gustó tal y
como la logré, quedó incompleta. ¿Acaso era posible completarla?
Mi visión atravesaba
la retina e hipersensibles nervios la ponían en el cerebro que sí armaba la
foto completa.
Mi humilde lente
trasportaba una imagen hasta un frio sensor que no sabía hacer fábulas con
ella.
Era una mísera
idea, una silaba de un relato sin narrar. La punta del ovillo que solía
desenrollarse en relaciones. Siempre fue así. Mis modelos son mis amigos, mis
clientes lo son, Marcos lo sería también.
Entonces pasó algo
que me ayudó a entender quién, cómo era el que podría devenir amigo.
Una tarde había ido
al parque buscando fotos de personas. Eran para un evento de deporte. Uno de
los sitos en internet donde vendía mis fotos estaba buscando fotos sobre gentes
haciendo deportes. Usaría las que pude tomar en el torneo, pero quería otras
variantes. Anduve caminando el parque. Estaba cerca del lago pero no podía
verlo desde donde yo me ubicaba.
Fui por los
alrededores del campo de baloncesto, luego por los del campo de tenis, hice
fotos. Luego había ido a parar donde había niños, casi todos con sus padres,
pero algunos corrían solos por el césped detrás de pelotas, con papalotes,
juguetes.
La planada estaba
llena de gente joven, de muchachos que retozaban, gritaban, de personas
paseando animales. Algo distante distinguí a Marcos. Caminaba encorvado como
solía ir. Tomé asiento allí, desde donde lo podía divisar subrepticiamente. Lo
vi caminar hacia donde yo estaba, pero no me había visto.
De repente un niño
lanzó una pelota hacia lo alto. Se fue corriendo a atraparla. Se escuchó un
rugido, vi una figura negruzca que arrancó su correa de las manos de su amo, se
disparó a correr en dirección al chiquillo.
La pelota se elevó,
el chico mirando hacia ella, no prestaba atención al perro que iba desenfrenado
corriendo hacia él. Yo miraba la escena desde mi posición pero en verdad no
veía peligro. Me olvidé de Marcos por un instante, volví a tener conciencia de
su presencia cuando lo vi correr, atrapar al perro que estaba ya muy próximo al
muchacho.
No tenía el debido
protector en su boca que les impide a estos animales morder, pero Marcos le
agarró las mandíbulas, lo mantuvo así hasta que su amo llegó hasta ellos, le
puso el protector. En postura un tanto inadecuada le dirigió algunas palabras
al hombre que se alejó del lugar sin replicar.
Pero esto no fue
todo, el colmo resultó que una mujer, presumible madre del pequeño, dejó su
entretenida charla, fue desesperada hasta el grupillo que se había reunido,
dirigió varios insultos al atrevido que ya estaba distante. Gritaba, apuntaba
con el dedo, se agarraba su bello peinado, componía su esbelta figura, lanzaba
todo tipo de agravios e improperios al intruso que estuvo a punto de atropellar
a su crio.
Saludaba, se
presentaba muy coqueta, se disculpaba con el dueño, quien acariciaba
enternecido al inofensivo animal; el que por suerte ya tenía su protector bien
asegurado.
El grupo en su
totalidad conversaba sobre la necesidad de eliminar a estos individuos de la
cuidad o al menos alejarlos de los lugares públicos.
La reacción que dicho
acaecimiento me hizo adoptar debió estar no solo basada en el suceso en sí sino
también en mi criterio sobre la mayoría de ms cohabitantes.
Me levanté, me
dirigí hacia la zona a donde había visto ir a Marcos. Creí saber a dónde iba.
Pues así me reuní con él en nuestro tronco.
Estaba acurrucado
en el escondrijo. Lo saludé, en cuanto alzó su cabeza le comenté que había
podido ver lo ocurrido. Aclaré que me refería a lo del perro y el muchacho.
Pregunté si podía tomar asiento. Me dio su aprobación. Le platiqué sobre que me
parecía injusto, que su actuar lo estimaba precavido.
Sacudió un
periódico que portaba como quien dice: “Olvídalo”
Comenté mi
desacuerdo con lo ocurrido, le ofrecí una botella de agua. Ya para entonces
cuando iba al lago cargaba una bolsa plástica con varias botellas de agua. Las
tenía preparadas, frías. Las dejaba nuevas sin destapar por los sectores donde
suponía a mis protegidos. En el parque había agua, pero agua caliente y no en
todas sus áreas.
Marcos me aceptó mi
ofrecimiento. Paso adelante; en nuestra población no se sabe si se puede ni
cuándo o de quién se puede acepar cualquier cosa.
Le adelanté mi mano,
le dije mi nombre. Hizo lo mismo y dijo:
—Marcos—fue
entonces que supe que éste era su apelativo.
Eran dos avances
tremendos: un poco de confianza y su nombre. Puede parecer inverosímil, pero
hay quien tiene a mano varios distintos al nombre real. Lo he verificado, sin
embargo no he podido establecer el verdadero propósito en ello. Tampoco sabía
si era uno de dichos casos. No me parecía.
Agarró la botella,
bebió sin tregua hasta vaciarla. A pesar de que sentía curiosidad por que me
dijera algo sobre lo que ya me había esbozado un mínimo, supe controlarme e
igualar su reserva.
Lo he convertido en
una de mis premisas: “me explicas si quieres y crees que puedes explicar,
cuando quieras explicar”.
Mantuvo su
aislamiento. Me observaba de reojo, como si una duda lo asaltara. Yo intuí que
era el momento de marcharme. Me despedí sin más palabras. Con esos dos vocablos
que no siempre pronuncio bien: “bye, bye”.
Seré un inadaptado
de por vida. No solo me suena raro expresarme en otra lengua cuando no es
necesario, el inglés lo uso como herramienta, cuando lo necesito. Igual creo
inaceptable evitar la modestia o invadir incluso a mis amigos con preguntas.
Creo notar que la
modestia, la discreción, en mi nuevo habitad pueden llegar a resultar
desfavorable. Conversando con mis allegados, ellos en algunas situaciones me
detallan:
— ¿Por qué no le
preguntaste esto? o “debiste aclarar que eres muy bueno en tal cosa”
No sé, no creo que
sea muy bueno en nada. Puedo vivir en una tranquila “mediocridad”. Dice uno de
mis amigos: “Mi mayor éxito ha sido que llegué a ser nadie”.
También veo como
muchos a quienes podrían venirle bien los consejos, se apresuran en dártelos,
se los pidas o no, estén seguros de lo que dicen o no. Sin evaluar el nivel de
confianza entre el aconsejador y el aconsejado. No te sugieren o te proponen,
más bien te imponen.
Advertí que había
ómnibus que circulaban por nuestro reparto, que iban al parque y lo recorrían
por completo. Pero le diría a Marcos sobre ello si se presentaba la oportunidad
propicia, si el alcance de nuestra amistad se engrandecía. Por otro lado, ¿qué
podría no saber él sobre el parque o el lago que supiera yo?
Marcos parecía un
hombre inteligente. Yo no balanceaba el modo andariego que lo adsorbía con lo
que en verdad su persona podría resultar. Conocí a una señora, quien vivía o
radicaba casi todo en tiempo en una parada de ómnibus.
Dicha señora
portaba sus enseres en carritos de compra de los mercados. Cierta vez pude
hablar con ella. Varias cosas me sorprendieron. Por ejemplo que hablaba
diferentes idiomas como: francés, inglés, portugués, decía que algo de alemán
además de su lengua principal; el Español.
Parecía ser cierto,
pues ya habíamos hablado inglés y dialogó algo conmigo en francés, lo dominaba
mejor que yo. Igual enunció frases en portugués y alemán. Según lo que supe por
decirme ella, tenía títulos, calificaciones, pero por alguna razón vivía como vivía.
Nunca supe la
razón, pero tuve la sospecha de que no estaba muy cuerda. Lógico si se vive
años en las explicadas condiciones.
Un señor polaco,
que andaba con otra carretilla de compras acarreando sus bártulos era contador.
Me ayudó sin cobrarme a declarar mis impuestos.
El atravesar
dificultades nos puede suceder sea cual sea nuestra condición, preparación,
conocimiento, entrenamiento o capacidad. Además de un agente o factor
importante:
El vínculo entre el
conocimiento, la aptitud para los trabajos y el obtenerlos, está adulterado en la
actualidad.
Nuestro planeta tiene
una población que sobrepasa los siete mil millones de habitantes, dicha cifra
tiene años, ahora debe ser mayor. No he logrado obtener el dato sobre cuánta de
esa población es mano de obra activa y calificada.
El costo de vida en la generalidad de las
naciones es alto, la tasa de desempleo global es enorme, según datos recientes,
pero las personas sin hogar en el mundo son…bien, citaré un artículo
consultado:
“Es muy difícil determinar la cantidad de personas sin
hogar que hay en el mundo porque los países tienen diferentes definiciones
legales de personas sin hogar. Los desastres naturales y disturbios civiles
repentinos también complican la situación. Lo mejor que existe es una estimación
conservadora de las Naciones Unidas en dos mil cinco, que indica que el número
de personas sin hogar es cien millones”.
Eso significa que aproximadamente uno de cada sesenta
seres humanos no tiene una vivienda digna.
Dicho dato me parece una hipérbole, pero lo
obtuve de fuentes fidedignas, si es que alguna fuente en línea puede serlo. Doy
la anterior ilustración por la obvia relación entre tener un trabajo y vivir en
un hogar.
Pero bien, sin enredarnos en estadísticas, el
asunto de la vivienda es uno, muy grave por cierto, pero a lo que quiero referirme
es que muchas personas aptas y calificadas no logran conseguir empleo, viéndose
obligadas a vivir de alguna manera.
Podemos cuestionarnos si es la aptitud para
el trabajo o la viabilidad para obtenerlos o la gestión de los ciudadanos o
cuáles otros factores implican que se haga una especie de embudo donde las
ocupaciones, hablando ahora de las mejores pagadas, circulan en pequeños
grupos. Creo que en la generalidad de los países pasa así.
Los buenos trabajos se manejan en grupúsculos.
Sobre las demás labores, es general que no es fácil conseguirlas, es sin
embargo más probable.
El tumulto de especulaciones que estaba
manejando era producto a una pregunta que había en la raíz polimórfica del
asunto que quería comprender y tratar aunque se fuera algo más allá de mi
proyecto:
¿Qué determinaba o establecía que existiesen
estas personas ambulatorias?
Esta inquietud se afianzó, se arreguindó del
proyecto; me hizo estudiar.
En concordancia con ensayos, libros leídos,
puedo escribir esta somera reseña:
Son
diferentes los componentes. Pueden ser la pérdida del empleo, las deudas, los
problemas familiares, la escasez de viviendas, algunos son discapacitados, otros
afectados padecen problemas mentales y físicos o de adicción, sobre todo al
alcohol.
En cuanto
a las mujeres, la mayoría de ellas han abandonado a sus esposos, o han huido de
ellos, han sido echadas de su casa o se dedican a la prostitución. Por supuesto
no se plantea el conjunto íntegro para abarcar los cientos o miles de especies
y casos.
El
contenido que quería abordar es según dije, sensible, incluso legalmente
sensible. Al menos no todas las agencias que comercializan material fotográfico
aceptan trabajos sobre gente sin hogar.
En verdad no sabía si Marcos era uno de los…
“sin hogar”, pero lo parecía. Además, mi duda abarcaba igual a otras gentes que
conocí en el pasado reciente, a otras que he visto sin llegar a vincularme con
ellas.
La historia sobre Marcos podía dar pie a
otros trabajos con la misma sustancia como base, pero necesitaba entenderla,
saber cuál era el punto sensitivo sobre el que iba a expresarme.
Por si fuera poco, el sujeto me intrigaba,
pasaba del trabajo en sí. El ser humano que me identifica, pedía respuestas.
Me dijo que había traído a alguien.
—“yo traje a uno vivo que ahora es mi muerto”—me
había dicho.
Traer a un familiar o cualquier persona hacia otro
territorio, es una grande responsabilidad. Si dicha persona muere o le ocurre
determinado percance, significará una huella difícil de borrar.
Era, a mi parecer, una cosa así lo que arrastró a Marcos
al precipicio de la desesperación y la indigencia.
Era una suposición, pero sustentada por una experiencia
personal: la muerte de mi padre.
El mundo se me vino encima, pero me dije por primera vez
una frase que luego me repetiría en muchas otras catástrofes:
“Cuando todo parece estar perdido, es un buen momento
para comenzar”.
Quise darle mi llave a Marcos. Entregarle mis palabras.
Compartir con él la profecía que me ayudó a cambiar las contrariedades en
experiencias.
Digo profecía porque fue esa la primera enunciación que
me regaló mi padre desde su otra dimensión. Comprendí que estaba conmigo
todavía.
A los pocos días fui al lago. Anduve por donde el tronco
medio podrido aplastaba su voluminosa masa sobre la hierba. Me senté, algo
cansado, lamentando que mi amigo no estuviera allí. Poca gente frecuentaba
aquel paraje. Saqué una de mis botellas de agua, bebí con ansia.
Había ido al parque en mi bicicleta. Era mejor, al menos
cuando no llevaba mis cosas auxiliares para fotos. Solo había llevado mi
cámara, mis botellas de agua. Cuando iba en bicicleta no tenía que perder
tiempo en buscar parqueo.
El día antes estuvo lloviznando. Sobre el tronco había un
papel mojado. Lo recogí, me puse a observarlo. Era un diario. Anuncios,
ofertas, clasificados, mercancía en general.
En un párrafo se hablaba de un lamentable incidente en no
sé qué parque donde un perro había atacado a un niño. Le había causado heridas
graves. Varias mordidas que lo mantenían hospitalizado. De cómo los seguros no
sé qué cosa, de que la administración, la gerencia del parque advertía que…
Mi pensamiento dio un vuelco atrás. Recordé a Marcos
leyendo, después sacudiendo su periódico. Aquel periódico que dejo allí tirado,
el que sacudió cuando yo llegué hasta él.
Pensé, pero mi pensamiento no fue solo eso. Una idea que
el aire se llevó. Fue además una anotación sobre aquel hombre.
Estuve por el lago casi todos los días siguientes.
Probaba un lente de ángulo ancho que compré en línea, no tenía práctica en su
uso. Así como otro lente Macro que me parecía muy útil para hacer fotos sobre
insectos, plantas u objetos pequeños. Podía tomar detalles sobre la corteza de
árboles. En general, fotos que me parecían interesantes.
Por el parque crecían hongos diminutos, hermosos. Flores
pequeñísimas, animalejos curiosos. Tenía trabajo para rato.
No tuve encuentros con Marcos durante dicha semana. Ni
siquiera lo vi por el parque, hasta llegué a pensar que no le vería más. Como
de ordinario sucedía. Otro rastro de humo perdido en el lago.
Pero le vi otra vez. Fui al parque porque había acordado
con unos clientes que nos veríamos cuando yo terminara mi jornada, eso seria
sobre las dos de la tarde de aquel martes. Estábamos en los meses que oscurece
temprano, por lo que tenía que hacer las fotos a prisa si quería aprovechar la
luz del sol.
La luz solar me da mejores colores, me evita el ruido en
las imágenes. Llegué a mi cuarto, solté mis cosas, cogí lo que estimaba útil
para la sesión de fotos.
Era una embarazada con su pareja. El resto era la
familia. No resultó difícil de acomodar los detalles. Tomé las fotos y venía de
regreso cuando cerca de donde vivo, o sea casi en el mismo bloque vi a Marcos
que salía de una vivienda. Con su habitual lentitud, cerró la puerta de un
pasillo lateral que circundaba la casa, se iba por la misma calle que yo venía.
Me detuve, lo saludé muy cordial, le pregunté si vivía
por allí. No me dio tiempo a pensar en lo que inquiría, solo pregunté lo
primero que se me ocurrió.
Para mi asombro, señaló hacia la casa de donde salía,
dijo:
—Ahí.
Me alegré. Entonces todo era un error mío. Marcos no era
un… ”Sin hogar”. Tenía donde vivir. Era una casa que parecía confortable,
cómoda.
Seguí mi camino a casa pensando:
— ¿Qué diablos busca por el parque?
Me di cuenta de que la gente que me veía por el parque,
por el lago, con mi aspecto desarrapado; porque mi ropa es la de siempre, no
acostumbro a usar lujos de ninguna especia, con mi pelo sin recortar, cargando
una jaba plástica llena de botellas de agua, en mi viejo cacharro móvil, eso si
no en bicicleta, con mi vieja mochila de trabajo, el saco del trípode, la
desteñida bolsa de la cámara y mis demás cachivaches, no verían diferencia
entre Marcos y yo.
En verdad no había tal diferencia. Si Marcos vivía en
aquella casa aunque fuera rentado, era muy posible, para no decir seguro, que
su habitación estuviera mejor que la mía.
Por nuestro bloque circulaba un señor mayor, muy alto y
delgado. Que sin dudas padecía alguna enfermedad que le hacía temblar sus
labios; puede ser Parkinson, creo que una enfermedad llamada así tiene una
sintomatología similar.
El caso es que dicho señor, a quien siempre veía
caminando cargado de jabas, hasta me provocaba la idea de que era algo tonto,
en cierta ocasión en que nos tropezamos, me invitó a entrar en una vivienda que
era como una mansión, me dijo ser suya.
Llamó a su esposa, tuvimos un coloquio ameno, rectifiqué
mi creencia de que el fulano era un atribulado callejero. Si había logrado hacerse
de la mencionada vivienda tanto como mantenerla, no era en lo absoluto tonto.
Decía Horacio: Somos engañados por la apariencia de la verdad.
Uno
de mis entretenimientos favoritos cuando no estoy inventando, diseñando
algoritmos que agilicen mis métodos para producir dinero, es leer frases de
personajes célebres.
Me
enteré de que Rabindranath Tagore dijo:
Tú
no ves lo que eres, sino su sombra.
De
que Charles Louis de Secondat, Señor de
la Brède y Barón de Montesquieu o a lo simple; Montesquieu
dijo: Siempre he observado que para
triunfar en la vida hay que ser entendido, pero aparecer como tonto.
Ovidio que: A los hombres les va bien un aspecto descuidado
Sin
embargo Charles Churchill decía:
Esforzaos
en mantener las apariencias, que el mundo os dará crédito para todo lo demás.
Volvemos
atrás.
Charles
Dickens argumentaba que: Los grandes hombres rara vez son excesivamente
escrupuloso en la disposición de su atuendo.
Frases
en las que me gusta razonar. Encuentro contradicciones, acuerdos, pero lo
importante es pensar un propio
punto de vista. Estructurar modelos para mi pensamiento. Ideas para presentarme
dentro de la sociedad con la no me queda más remedio que mezclarme si quiero
hacer avanzar mi vida, mi trabajo, mis proyectos. Me he tomado mucho tiempo en
ello, nunca se para de aprender.
Tengo fotos en las
que solo expreso ideas, otras con las que quiero acercarme a detalles, otras de
mi ciudad, otras fotos que hablan del pasado además de las que hago para
comercio; los pequeños proyectos ordinarios, pero lo que considero el éxito de
mi trabajo es cuando logro contar una historia con una secuencia de fotos.
Cuando logro que al
juntarlas quienes las miren experimenten un sentimiento.
Lo de “secuencia”
no está correctamente dicho, si se analiza lo que eso significa en la
fotografía, debo decir mejor: “contar una historia con un grupo de fotos”, como
supongo que conté parte de la infancia de mi hija, mientras la tuve a mi lado.
Sus travesuras, disfraces, juegos, así como lo principal: sus sentimientos.
Tengo una foto muy
simple que me gusta ver y recordar sobre cuando mi hija era pequeña.
Creo que esta foto
se titulaba: “Amor e inocencia” Aunque le vendí la referida foto a uno de los
sitos donde publico mi trabajo, en verdad no era ese el objetivo.
A la señora
políglota que andaba errante y vivía en una parada, tuve la idea de tomarle una
foto mientras dormía acurrucada entre sus trapos. Pensé en dicha foto por todo
el invierno. Cada vez que doblada su esquina y la divisaba envuelta en sus
colchas.
Quería titular la
foto: “Erase una vez en América”, igual se titulaba que un filme que me gustó
mucho, el que vi en mi juventud.
Nunca la tomé. Me
pasó como me ocurría con Marcos. Me dolía aquella foto.
No la iba a tomar
sin su consentimiento, tampoco le pediría su aprobación. De modo que no la
haría. No la hice.
Sobre mi idea
actual:
El proyecto inicial
que concebí, iba consistir solo en tres o cuatro siluetas, para lo que no
necesitaría lo que le llamábamos “Model release”, o sea, la autorización del
modelo a que se publicara la foto, pero en realidad no iba a publicarla; la
dejaría para tenerla yo.
Si era el boceto,
la silueta o cualquier otro plan, ya estaba casi descartado. Si era lo que me
ocurre siempre, es decir, que me sitúo en la vida de mis personajes, para eso
era preciso rectificar mi concepto sobre Marcos o dejar el espacio vacío. En
verdad ya no me interesaba.
La inspiración se
escapó, no me dejó otra opción que renunciar. Dejar el segmento sin utilizar.
Un hueco sin contenido, sin idea, como otro rastro de humo, pero en cambio me
alegraba.
El humo se escapaba
del tubo de colores, de la chorrera de formas, pigmentos, tonalidades, que por
fortuna no tuvo, si lo mirábamos bien.
Comparo mi trabajo
en general con un caleidoscopio. A dicho tubo se le da vueltas, alternan los
colores, las figuras, los matices. Cuando abro cualquiera de mis olvidadas
carpetas de fotos, son innumerables los sentimientos, proposiciones, alusiones,
además de lo que dije antes.
Mi opinión o punto
de vista desde el que pensé contar,
había estado fundamentada en el aspecto del hombre, en su apariencia,
pero no era la verdad.
Sobre Marcos podía
inventar una historia si quería vender las imágenes, pero no me interesaba. No
creo que me decida a mentir, menos con cosas de este tipo.
Al fin, supe
siempre que podía estar equivocado por completo. Mejor, no por completo. Sobre
su lucha interna, su pesadumbre no tenía dudas. A cerca de que algún tremendo,
un fatal suceso le había acontecido; tampoco. El error estaba en que lo había
confundido con los seres andantes que ya me eran familiares.
Si eludía la
confidencia, podía tomar las cosas como alguien que pasa por un mal momento. La
foto que había hecho podía decir lo mismo. Era una variante. El proyecto se
sintetizaba en eso, pero habían palabras de por medio.
Una acotación llegó
cuando menos lo esperaba. Me encaminé al parque en mi bicicleta, un viernes que
pude terminar temprano y decidí ir al lago para entretenerme. Cogí mi
ametralladora digital o como igual le llamo: “mi paleta abstracta”, una botella
de agua, salí caminando sin cabalgar aún mis dos ruedas.
Acomodaba mis cosas
para poder montarme, casi lo iba a hacer cuando me di cuenta que estaba frente
a la casa de la que había visto salir a Marcos.
Detuve mi prisa, me
quedé un instante observando la casa. Por el pasillo lateral salió un joven muy
apuesto, bien vestido. Sin darme tiempo a hablarle se introdujo en un auto. Un
auto costoso, cosa corriente en mi ciudad.
Si vamos a tener un
carro, tiene que ser un carro caro, nuevo. Si funciona bien o no, es menos
importante. Lo principal es que sea bello. No es un auto que nos transporte lo
que queremos, que nos lleve y nos traiga; no, ese no es el sentido. Tampoco es
para detenernos en considerar si podemos darnos ese lujo, si nuestro ingreso de
dinero lo permite. Eso se resolverá después. Ah!, otra cosa, se tiene que resolver
sin dar ocasión de que se afecte el vestuario; la apariencia personal.
Podemos ponernos a
dieta, eliminar cosas, gustos superfluos y hacer alguna que otra trampilla.
Hágase lo necesario
para vivir, hacer como los demás; “Si estas en roma, compórtate como los
romanos.”
No tuve tiempo de
hablar con el elegante joven, pero dos casas después encontré una mujer
barriendo su acera. Le pregunté por Marcos. Creí que una vecina tan cercana
debía conocerlo.
La mujer se quedó
pensativa.
—Marcos, Marcos.
No, no lo conozco.
Entonces le señalé
la casa, le dije:
—Creo que vive
allí—se lo describí.
Entones dijo:
— ¡Ah!, el padre
del fotógrafo, sí, pero en realidad él no vive ahí.
Permanecí callado
un instante, la mujer siguió:
—Es criminal.
Criminal, sínico. No añado otras cosas porque no le conozco. Los verdaderos
dueños de esa casa eran ellos; el viejo y el hijo, el muchacho fotógrafo que se
mató de un tiro.
Mi perplejidad
debió notarse, porque la mujer, sujetando mi mano, habló piadosamente:
—Perdóname hijo, ni
se quien tu eres.
Me apresuré a
presentarme, medio entorpecido por mi estupefacción, le dije mi nombre,
esclarecí que vivía en el bloque al doblar, que vi a Marcos salir de la casa
que le indicaba pero que por donde lo veía muy a menudo era por el parque, por
el lago, que había llegado a pensar que radicaba allí, que era un sin hogar.
—Pues pensaste
bien, él no tiene hogar, ellos lo echaron de su casa.
Mi desconcierto
tuvo que ser llamativo.
—Yo soy María,
cuenta conmigo el día que vayas a ayudar a ese pobre diablo. Ven vamos a hablar
un momento.
Me hizo entrar en
su jardín, el que estaba bien cercado, nos acomodamos en ambas sillas, se puso
a enderezar unas planticas que le tocaban las rodillas.
Me detuve a
observar a la mujer con quien hablaba. Tenía la cara excesivamente maquillada,
pero no era fea. No era una vieja en verdad. Su pelo complicaba su forma
enrollado en bucles, cubierto por un pañuelo negro. Sus labios estaban pintados
con poco cuidado, sus ojos verdes eran la caricatura de lo que fueron unos ojos
bellos. Manejaba sus términos sin dar la impresión de quien pretende comadrear.
Su boca vibraba nerviosa con esquivos deslices que armonizaron para decir:
—Ellos echaron al
viejo de la casa. Antes del muchacho morir, ella se las había arreglado para dejarlo
a la deriva.
Yo le pregunté de
quien hablaba cuando se refería a ella.
—La rubia—descifró
mientras se enderezaba, se acomodaba en su silla—ella es la culpable. Sabes que
bajo este cielo nada hay oculto. Yo sé que ella, sus litigios, terminaron con
causar el suicidio.
No indagué el
suicidio que quién, ya lo sabía. Apaciguaba un barril de metralla en mi
cerebro, con las chispa a menos de un pie. Tuve ganas de ir de una maldita vez
a la casa de la que había visto salir a Marcos, aclararme por entero qué mierda
de embrollo era aquel.
María contó que
Marcos tenía un hijo de unos treinta o treinta y cinco años, que era fotógrafo.
Que trabajaba para no sé qué revista, periódicos. Que era un hombre apasionado
a su trabajo, vivía pendiente de su padre.
Mas, nada es
perfecto; parecía padecer de una adicción: las mujeres y algo además. Algo que
lo volvía como loco. Otras veces maniático e insomne. Lo veía andar por la
calle de madrugada con su cámara en mano, hablando a solas, como un maldito.
Reí para mis
adentros pensando que probablemente me habría visto a mí también de forma
idéntica circular el caserío a la misma hora, discutiendo sobre cómo podía
retratar mejor alguna cosa.
En cuanto a la otra
adicción, también la padezco. Pero otra cosa además de sus pasiones llevó al
fotógrafo a terminar con su vida.
Marcos siempre tuvo
el mismo aspecto de loco, de vagabundo y no lo era. Marcos era un buen hombre.
Le gustaba servir a los demás. Según María recordaba él le arreglo su jardín
muchas veces sin cobrarle. Ella le brindaba café, que le encantaba.
Adoraba a su hijo.
Lo admiraba, le dio todo lo que lo pudo dar, pasó la casa a su nombre. Pero
René, que era así como se llamaba el fotógrafo, se enamoró de una de las tantas
rameras con las que se embrollaba. Ella lo obligó a sacarlo, a botarlo de su
propio domicilio
—También René le
regalaba cosas—Siguió María arremangándose los pantalones cortos. Tal vez
demasiado cortos. Tuve la prosaica idea de que quería que le mirara sus muslos,
que no estaban mal. Una piel delicada, apetitosamente blanca, rasurada.
—Le regaló un
carro, que no le duró mucho. Marcos es epiléptico—dijo ella volviéndose a
inclinar sobre la planta. Comprendí que la intensión no eran las planticas. A
pesar de su edad, sus senos eran redondos, firmes.
María cotejaba sus
flores, de repente tiraba de su ajustada blusa hacia debajo como para ampliar
el campo visual.
Callé. Es
deleitable callar mirando a una mujer que se ofrece. María era de mi edad,
aparentemente, pero usaba de llamarme, hijo. Se alaba su blusa, mostraba la
parte superior de sus robustos, sólidos senos.
La charla me
resultaba agradable, pero tenía cosas que hacer. Le di mis explicaciones a
María. Quedé con ella de volver. Pregunté si le gustaba el vino, si le gustaba
que trajera una botella para compartirla mientras hablábamos.
Se ruborizó, con
una sonrisa pícara:
—Tendría que ser
cuando mi esposo trabaje. Cuando veas el parqueo como ahora, que no esté un BMW
plateado.
Pero se reivindicó
con pena:
—Mi esposo detesta
todos esos asuntos que no son nuestros asuntos. No, él no puede estar.
Ella me dio su
número, me largué.
El parque se me
tornó insípido. Lo tenía acribillado. Ya no había lugar, ni cosa que me hubiese
pasado desapercibida. Adquirí el hábito de ir a pie. Iba por el lago, siempre
aparecía algo nuevo, caminaba por mi cuadra.
Llamé a mi amiga,
llevé el vino. Nos bebimos una porción, conversamos poco. Era temprano, cerca
de las diez o diez y algo de la mañana. María estaba inquieta. Me retiré
rápido, dejando la botella. Le dije que luego la terminaríamos, pero no la
terminamos.
En otra
confluencia, aunque intercambiamos palabrejas, ella creyó que yo había ido solo
a averiguar sobre Marcos. Abrevió el encuentro.
Me explicó que
llevaba más de quince años viviendo allí, que cuando ella compró, ya Marcos
tenía su casa. Luego su hijo vino a vivir con él, después trajo a la rubia,
luego de traer cuatro o cinco pirujas que no se quedaban mucho.
Ella siempre
simpatizó con el pobre viejo, quien a los tres o cuatro meses ya andaba por la
calle, como si fuera un indigente.
María los miraba
conversar en el parqueo por las mañanas. René parecía avergonzado, le daba
dinero, él se iba. “No sé a dónde”, “lo llamé en ocasiones, le brindé café”.
René se iba al
trabajo, la “prostituta” se quedaba en sus habitaciones a dormir, a recibir
amistades que venían a consolarle su melancolía.
—Pero la pena de
René no era por esto, sino por su padre. El tiro se lo dio por remordimiento.
No me imagino cómo, pero al fin se jodió la casa. La “linda” es la dueña.
Añadió sofocada:
—Se pegó un tiro.
No sabría decir si se lo merecía.
La mujer dijo así,
secó el sudor de su cara todavía sin maquillar. Se puso de pie como diciéndome
que se había terminado la entrevista.
Dije unas palabras
amables para despedirme, seguí mi camino sin rumbo exacto, pero se me ocurrió
que podía visitar a la “linda”. Después de chequear que María se había quedado
dentro, toqué el timbre de la otra casa.
¡Qué diablos!,
¡quería verla! No me iría son ver a la causante del cataclismo. Pensé que la
botella me podía haber sido útil. Al menos llevarla en mi mochila.
Toqué el timbre
tres o cuatro veces. La “bella durmiente” abrió su puerta. Una ola de fragancia
de mujer acometió desde dentro como emanada en chorros. Un aliento provocador e
insinuante se barajó con la luminosidad tornasolada de la mañana que me daba en
la espalda, provocaba un efecto contrastante
en mi cara.
Era una mujer
joven. Le calculé veintiocho o treinta años. Me contemplaba seria, curiosa. La
detallé demasiado, puede ser. Era realmente bella, su voz me recordaba las
campanas de diciembre, los espejos del lago.
Ubicó una mano bajo
su barbilla como quien dice:
—“Bien, ¿qué
diablos tú quieres?”
Los hombres tenemos
el defecto de dejarnos apabullar por la belleza femenina. Aniquila nuestra inteligencia.
Por si fuera poco, una ranura en el vestido de cama que llevaba dejaba ver unas
piernas que el diablo debió llevar en su equipaje de mano cuando le fue
asignada la gerencia del infierno.
Expliqué que
buscaba a Marcos. Que necesitaba verle para no sé qué dislate que tuve al
alcance para decir.
Ella bajó su mano,
la puso en el marco de la puerta, como para cerrarla.
—No sé de quién
habla, no conozco ningún Marcos— menos aquí, en mi casa.
Se alumbró con la
sonrisa que hubiera puesto el verdugo al pedirle al condenado:
— ¿Seria usted tan
amable de alcanzarme esa higiénica sierra para serrucharle su cuello, por
favor?
Y luego, con el
mismo fraternal gesto y como cantando: —“¡Gracias!
Así me dijo: —
¡Adiós! — cerró la puerta en mis narices.
Esa tarde, cuando
ya el atardecer dejaba caer sus manchas como nieve negra, fui por el parque.
Quería ver a mi amigo. No pensaba en el proyecto ni en fotos, pensaba en
decirle algo. De alguna manera dejarle ver quería ayudarle.
Pero no le vi.
Anduve por los bancos, por el tronco, por los botes, por los lugares por donde
nos encontrábamos. Sin resultado, no pude encontrarlo.
Estuve casi por
tres horas en el parque. Use una de las máquinas de soda para apaciguar mi sed,
pues no había llevado agua. Estuve por los terrenos de deporte, por una caseta
grande donde a veces se sienta la gente. Por todos los sitios donde podría
estar el caminador solitario, pero nada, no pude hallarlo.
Cerca de las nueve
o diez de la noche, empezó a llover. Una lluvia helada que comenzó cuando
estaba en la parte del parque donde hay otra cabaña. Cerca del tronco. No muy
cerca, pero sabía que estaba al otro lado,
tras los árboles que había delante de la construcción.
Me senté a esperar
que disminuyera la lluvia para ir, sin mojarme mucho, de regreso a casa. Al día
siguiente empezaba a las seis de la mañana a trabajar, cuando empezaba a esa
hora me levantaba como a las cuatro y media para asearme, vestirme con calma.
Fue entonces cuando
le vi. Cuando vi la lejana silueta de la cabeza gacha andar aguas adentro. Me
levanté sobresaltado, restregando mis ojos para asegurarme. Mire atónito como
la figura penetraba en el lago, impasible como si fuera caminando por los
jardines de la reina.
No podía estar
seguro de que fuera Marcos, pero me lo parecía. Me demoré demasiado en
decidirme a correr hacia él. Primero le grité, una, dos, tres veces. No había
nadie más por allí. Agarré mi teléfono, pensé marcar, pedir auxilio, pero me
tomaría mucho tiempo.
Me lancé a correr
hacia la oscura figura que ya estaba distante e internada en las aguas que yo
suponía profundas. Le grité otras veces ya de cerca.
Pero ya no le veía,
se hundió o desapareció o no puedo explicar a dónde carajos fue a dar el trazo
de hombre que se perdió en las aguas movedizas.
En los días siguientes
recorrí el lago de punta a cabo, le pregunté a trabajadores del parque por algo
trascendente que hubiera pasado.
Me figuraba que si
era como imaginaba descubrirían el cadáver flotando. Pero no, solo me pude
enterar de una mujer a quien balacearon en el parque, cosas comunes.
Tomaba la calle,
reparaba con cuidado en las viviendas relacionadas pero ni siquiera a María
pude verla o contactarla. Después de llamarla e intentar hablar con ella sin
que me contestara, no llamé más. Borré el teléfono.
No me acabo de
adaptar. Son cosas diarias, normales, ordinarias, que pasan todos los días.
Las personas son
como los cristales del lago; aparecen, brillan, desaparecen. Van y vienen.
La gente a quien no
vemos nunca más solo eso, eventos que se desmenuzan, se volatilizan en la masa
humana que se deleita en sus combates internos, nada para alarmarse.
La vida sigue, no
podemos estar al tanto de todo lo que se lleva la ventisca.
A mí mismo me
llevará cualquier día. Y quiera Dios que ni noticia quede que pueda entristecer
a mi hija.
De Marcos, nunca
supe cosa que me reafirmara o negara lo que vi. Se perdió, no dejó rastro ni el
en viento, ni en el agua.
Se lo tragó el lago.
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