El lago

                                                                 
Palabras Malditas.

Capitulo 4: El Lago.


ISBN: 9781370248759


La versión original con todas las imágenes de este libro puede ser leída y comprada en:







Abyssus Abyssum Invocat.


Psalms 42:7

—No pude hacer nada, apenas quitarle la pistola de sus manos y dejarlo morir en paz—dijo pesarosamente, dejó sus pupilas ir desde los secos dedos en sus manos hasta los cristales que reverberaban sobre el lago como libélulas.

Eran cristales o los creía yo así, como cuarzos teñidos por el sol y el color del estanque; el azul asentado en la planicie como si de repente brotara un mar entre la verdura de árboles, juncos. El lago se partía en mil cristales multicolores, millones de ondas, reflejos, curvas en el agua que venían, se iban, se amodorraban en la orilla empujadas por el viento. Iban atenuándose hasta enredarse junto a los patos silvestres, entre las gallinuelas diminutas que corrían picoteando el agua.

—Déjalo ir—recomendó mi padre desde la muerte—y le dejé, pero le dije antes de verle de nuevo doblar con fuerza los huesudos y delgados dedos—Los muertos pesan más que los vivos, no se les puede sacar del recuerdo.

Yo miraba el semblante lúgubre de aquel hombre al que casi nunca lograba arrancar más de cuatro palabras, con el que ahora convergía en ver saltar los trozos de líquido y espuma pintados de matices. Conseguía en poco de paz como yo; con las frágiles transparencias de sueños que volaban en burbujas y se rompían.

El lago estaba ubicado en un parque cercano. Yo iba allí para aliviar mi encierro, para aligerar la fatiga del trabajo, distraerme con la naturaleza. Siempre fui un apasionado amante de la naturaleza. De niño realicé excursiones por cuevas, ríos, lomas; todo lo que sonara a aventura.
Participé junto a grupos de aficionados a la espeleología y arqueología  en diferentes eventos, viajes por mi país natal.
En mi nuevo país de residencia no había podido efectuar ninguno; todo el tiempo lo ocupaba el trabajo. Había que luchar por vivir. Mientras la mayoría de mis colegas y conocidos invertían su tiempo libre comprando cosas o realizando viajes a lugares en los cuales solo había conglomerados diferentes de las mismas frugales personas, cuyo objetivo solo era exprimirte; sacar hasta el último centavo, yo usaba mi tiempo en apreciar las cosas que todos podíamos ver sin embargo tal vez a pocos importaban.

El lago era uno de esos lugares. Mi sitio preferido. Yo llevaba mi cámara, mi arsenal de tarecos. Tomaba fotos de todo; del lago, de los animales, de la vegetación, de los niños cuando los había, de cualquier cosa curiosa que cruzara por delante de mi lente y también fotos que elaboraría después para lograr la idea que me había hecho tomarla.

No sería capaz de recordar toda la maravilla que me regalaba aquel paisaje, toda la magia, secretos que inventaba juntando las imágenes más algo de mi creación.
Recordaba a mi padre, también usaba sus sugerencias, caminaba con sus pasos. Nunca me pude esclarecer si acaso era la misma alma en diferentes cuerpos. ¿Podría el espíritu humano bifurcarse así?
Era increíble cómo el lago me llenaba de serenidad. Me sentía feliz de ver crecer mi misericordia al observar las afanosas aves buscar su comida entre las plantas o picotear las larvas del agua. Cierta vez pude rescatar a un perro náufrago, el que Dios sabe de dónde salió, venia sujeto a un tronco. Huyó de mí en cuanto lo traje a la tierra como siguiendo un olor conocido.

Después descubrí más. El lago de noche. Creo que este fue el mejor de mis descubrimientos. Se me revelaron las bellezas nuevas que brotaban cuando la noche caía con su ciego y rotundo peso sobre el lago.
No solo en el agua aparecieron diferentes reflejos, colores, también en la noche en sí, en el cielo, en el infinito; en su imponderable magnitud, en el sol poniente, en las nubes, en la luna, en la gente que iba al lago de noche a diversas cosas, en todo, en todas partes había otras excelsas, diferentes alegorías, otros universos. En las siluetas de las palmeras, en los blancos diamantes de rocío que se prendían de las hojas de los árboles. Había miles de detalles.

Una de las noches encontré a Marcos, como al cabo supe que se llamaba aquel hombre, enredado en sus recuerdos; perdido en su soledad, acariciando el pequeño perro que yo había salvado.

Conseguí muy pocas fotos sobre él; una o dos en todo caso. Su mudez no pude colgarla de mi afición. Mis fotos eran una parte de mí, su silencio era todo él, todo lo que él podía concebir. Marcos estaba muerto. Un muerto que no estaba entre los muertos.

Yo recorría el paisaje con los cautelosos pasos de mi padre, hasta con sus ojos y con la parte que me deja migrar de dimensión en dimensión. De lo real a lo irreal; ese delgado hilo. Caminaba con sus pisadas que se hundían en la hierba como se hundieron sus anhelos; los anhelos de los que la vida me hizo algunos después posibles.

Hallé a Marcos, se me reveló una historia. Un desventurado episodio entre las incontables sutilezas prodigiosas del lago. En el lago había muchas cosas por descubrir. Dulces y tristes.
Había innumerables secretos por doquier que podía contar con mi cámara. Había también una población nocturna. Pescadores con sus varas, enamorados con sus fiebres, borrachos con sus resacas, gente sin hogar que buscaba un sitio donde pasar la noche y Marcos. Todos con el globo de su flotante mundo sobre sus cabezas. Marcos no tenía su globo, pendía él mismo de una finísima tela de araña que lo unía a esta realidad,  lo dejaba mantenerse en una suerte de marasmo.

Una parte me gustaba especialmente. Era la parte donde rescaté al perro. En la tierra había un tronco, me podía sentar. Siempre llegaba cuando recién comenzaba el atardecer. Podía tener además de una amplia vista del lago, otra visión aledaña de la auto pista que pasaba cercana; un bello cuadro del ocaso. Los rayos del sol bajaban brillantes por sobre las copas a contraluz, rebotaban en la superficie añil creando un quebradizo efecto. Al silencioso aparecido lo vi también muchas veces por allí. El tronco después se convirtió en nuestro rincón de reuniones.

Cierta ocasión extinguí un fuego, el cual era sin dudas peligroso. Con el lago tan cerca no me fue difícil.

Cuando la noche disolvía los colores en su lobreguez, entonces se multiplicaban otras delicadezas, otros rasgos,  me daba otros espacios. Me sentaba en el tronco, tiraba cientos de fotos con la cámara sujeta a mi trípode. A veces escribía. No solo las aclaraciones sobre las fotos que quería lograr, cómo las diseñaría, sino también cosas que venían a mi mente sobre lo que podría relatarse desde una foto específica.

Un día encontré un lecho, fue antes de hallar a Marcos. Entre la maleza alguien plantó un lecho con telas viejas, cosas sobre las que podría tenderse. Uno se aquellos solitarios seres de la noche que iban al lago buscando refugio entre los árboles había dejado allí provisiones, ropas para atenuar su desamparo. Dialogué con mi padre.

Así cambió en parte mi objetivo. Cambió en el sentido de que ahora no solo buscaba las fotos, busqué a partir de entonces la forma en que pudiera ayudar a aquellos sujetos que andaban como fantasmas cargando sacos de pertenencias las que no tenían dónde dejar. Sin embargo, pude percibir que en ocasiones la mejor forma de ayudar a dichos entes era estando lejos de ellos.

El lecho resultó pertenecer a un señor muy delgado, de habla con acento como oriental; árabe podía ser, que andaba en bicicleta con sus bultos de ropas, botellas. Yo había visto a aquel hombre otras veces, pero nunca imaginé que dormía allí.

También hasta hice amistad con un señor de avanzada edad a quien la primera vez lo vi pescando. Días después al verme por el lago con mi cámara me dejó tomarle una foto, luego me invitó a cenar unos deliciosos pescadillos fríos y sazonados que traía.

El señor a veces iba acompañado por otro de aspecto laborioso, severo, el que siempre usaba sombrero, fuese la hora que fuese. Al otro hombre nunca lo vi pernoctar por las cercanías del lago pero afirmaba que no se dejaba aprisionar por las caras rentas de nuestra ciudad, lo que permitía suponer.

También conocí a una muchacha muy joven la que decía ir a menudo a bañarse al lago. La vez que vi a esta muchacha, primero me retiré apenado, pues estaba prácticamente desnuda. Pero sin ninguna pena, salió del agua, tomó su ropa, se vistió, se sentó en la orilla a comer algo que guardaba en su bolso, que había dejado fuera con sus demás pertenencias.

Luego de algunos minutos, me acerqué, le pregunté algo que no logro precisar. Ella me respondió de manera muy natural, se quitó las largas botas plásticas llenas de agua, las vació y terminando su comida se puso de pie junto a mí. Me contó con premura cuatro o cinco cosas intercaladas sin el menor intento de relacionarlas unas con las otras.

Hacia énfasis en su necesidad de bañarse, en que nuestra hospitalaria ciudad no tenía lugares públicos donde hacerlo. Me parecía recordar que me dijeron que sí los había, pero ella reafirmó que ya su costumbre le había dejado adquirir una especie de elemento afrodisiaco en su práctica.

Después de reírnos, presentarnos, le estreché la mano que me tendía, se puso otros ligeros zapatos que iban en su bolso y se marchó. Se llamaba Clara. Nunca más la volví a ver.

—Mi ciudad loca —pensaba yo—La vorágine dentro de la vorágine.

Pocas semanas después, un señor muy recatado y circunspecto a quien encontré en los bancos cercanos al lago rodeado de señoras, hacia un relato en el que reconocí a mi amiga Clara, la de la afrodisiaca costumbre. Dicho señor, muy ofendido por la “indecencia” de la joven, pedía con urgencia que se adoptaran medidas para que aquella gentuza “del bajo mundo” no frecuentara el parque ni el lago.

Lo decía torciendo la boca con un gesto de desprecio que denotaba la creencia de superioridad, pero a pesar de ser una boca torcida, mucho más fea a mi modo de ver que la que recordaba en la muchacha, era una sola boca, sobre la que había una sola nariz y dos ojos ya penosamente cubiertos por gruesos espejuelos, además eran solo dos, dos míseros ojos que iban a cerrarse para siempre algún día igual que los de toda la humilde gente a la que él quería apartar del lago.
Recuerdo con exactitud aquella noche; que fue la primera vez que vi a Marcos, aunque coincidimos en muchísimas otras oportunidades, a diferencia de la mayoría de las demás gentes de similar apariencia con que me topaba.

Me resultaba curioso que aquellas personas casi nunca eran las mismas. Excepto el hombre del lecho, el que andaba con sus enseres en la bicicleta y los pescadores de quienes hablaba, nunca había coincidido con la misma persona dos veces. También muchos relatos se me escapaban. Se esfumaban igual que sus protagonistas.
En cierta ocasión en que fui al lago para tomar una foto de una tremenda luna que pude ver al llegar a casa con la cual imaginé una magnifica foto. Cuando ya me iba pude ver pegada a unos arbustos, a una muchachita, la que parecía tener no más de catorce o quince años, jimiqueando quedamente. Me acerqué con cuidado,  le hablé primero en inglés, después en español.

Le pregunte qué le ocurría, si podía ayudarla, pero ella simplemente se paró, se largó corriendo.
De cualquier manera a veces la mejor ayuda es no tratar de ayudar. No interferir en los asuntos de otros.
Esa anécdota se me perdió. La relacionaba con una en que quise ayudar a un pajarillo caído de su nido o quizá era que sus padres lo enseñaban a volar. El caso fue que lo agarré y cuando estaba tratando de ponerlo sobre una cerca desde donde podría mejor intentar el vuelo, el padre y la madre, que lo vieron sujeto en mi mano gritando, se lanzaron feroces sobre mí chillando, tratando de picarme, me arrojaron un chorro de sus excrementos.

No siempre se entiende cuando otros quieren ayudar. No siempre se ayuda cuando se quiere ayudar. La intensión humanas es como el humo que se disfuma, se confunde, se pierde. 
La noche que encontré a Marcos había ido al lago llamado por unos misteriosos reflejos que iluminaban de vez en vez el cielo causando algo que en caso de poder capturarlo con mi cámara podía elaborar mil ideas con la foto. Busqué el mejor ángulo, o sea la vista más favorable desde donde se podían ver mejor los destellos. Dejé mi auto bajo los pinos del parque, probé diferentes posiciones.

Finalmente me situé casi dentro del agua, en la parte sólida donde aún podía apoyar mi trípode. Tomé muchas fotos. Cuando las creí suficientes, guardé mis cosas en mi mochila de trabajo, aunque dejé mi cámara a mano, ya me iba, pero me percaté del hombre desolado en una de las mesas que había bajo los pinos.

La idea que corrió a mi mente fue tomar una foto de aquella imagen en la oscuridad con el lago al fondo. Buscar una silueta usando la contraluz de los reflejos. Me acerqué, lo saludé sobriamente. Como no acudía idea diferente, le pregunté si tenía algo para encender mi tabaco, guardaba uno nuevo en mi mochila.

Tuve la impresión de haberlo visto antes, aunque no podía estar seguro. Sentado sobre sus piernas tenia al perro que yo saqué del agua, el que venía sujeto al tronco.

Apenas respondió. Negó con su cabeza, sin hablar, pero reparé que detenía su observar en mi cámara. Yo estaba cerca. Tocó ligeramente el lente, negó de nuevo sin palabras, quieto, como quien sustrae un recuerdo del más remoto olvido. ¿Me entendía?, ¿Hablaba español?

— Do you have any lighter?—por si acaso, pero igual, inmutable.

Yo me preguntaba cómo podía existir aquel tropo esquivo en una sociedad llena de gentes amables, las que dominaban con excelencia sus fluidos sarcasmos, cuyas eternas sonrisas nos hacían suponer coyunturas donde te suplicarían con deliciosa urbanidad que les dejaras arrancarte la cabeza.

No supe adoptar manera apropiada ni entablar conversación alguna, menos pedirle que me dejara tomarle la foto. Con mi cámara colgada al cuello, me alejé del mismo modo en que me había acercado. No me atreví a pedirle nada a aquel ser que clamaba a gritos desde su mutismo.

El perro me ladró cuando me alejaba, se tiró de su posición, fue casi hasta mí, me ladró dos veces más, regresó a su lugar. La noche absorbió los ladridos, el eco me siguió mientras caminaba hacia mi auto.
La sofisticada, generosa sociedad moderna ha convertido la protección de los seres desvalidos en un mero sofisma, iba yo pensando. Se predica en todas partes por ello; hay países, ciudades que toman medidas, se crean programas para ayudar, pero la indigencia, el desamparo; persisten. Es la generalidad que se promulgue,  pero nada más.

La foto en que había pensado era solo una, pero si lo veía nuevamente, pudiera ocurrir que diseñara un grupo, es decir, varias fotos donde representaría este tema por el que sentí atractivo antes:
Las gentes sin hogar. Un tema sensible.

Camino a mi carro me detuve unos minutos en el grupo de señoras, el señor; el de la bosa torcida con su elocuente oratoria. Su discurso me causó repugnancia. Proseguí mi rumbo pensando todavía en la sombra humana que había visto bajo los pinos. El solitario ser ocupaba ya un fragmento en la cavidad de mis cavilaciones.
Días después lo encontré de nuevo en otro lugar del parque. Un recodo del lago, como un pequeño muelle donde flotaban varios botes. Lo saludé desde lejos, pero no recuerdo si me contestó. Otra tarde cuando llegué a mi tronco, Marcos estaba sentado allí. Increíblemente me reconoció.

—Fotógrafo—me dijo— así supe que hablaba mi idioma. Yo le saludé, él me dejó sentarme en la otra punta del tronco. Me animó que me reconociera, aunque fuese por: “Fotógrafo”, yo no sabía su nombre, pero me inspiraba un mínimo de confianza. Me llamó la atención que me llamara “fotógrafo”, pues cualquiera tiene una cámara. Me animé, le hablé de diversas cosas.

Le pregunté dónde había dejado a su amigo, me refería al perro, pero él solo sacudió la cabeza, esbozó una ligera sonrisa.

Mientras yo hablaba noté que andaba sin ninguna cosa. O sea, pertenencias o botellas como los otros sin hogar que solían andar por el parque. Imaginé que tal vez si tuviera un lugar.

Dejé mis cosas allí. Mi mochila, el estuche de mi instrumento fundamental; que lo llevo al cuello, mi botella de agua además de otras cosas útiles para mi tarea que había llevado al parque aquel día.
Me era más fácil y cómodo cuando llevaba algunos dispositivos auxiliares como otros lentes, filtros, mi otra cámara con su control remoto. Todo lo que pudiera permitirme hacer toda la toma que se me ocurriera.

Me entretuve tirando mis fotos, cuando regresé al tronco Marcos se había ido.
Por fin luego de varias casuales simultaneidades donde habíamos podido vernos e incluso intercambiar saludos, entablamos un minúsculo primer palabreo. La tarde que se efectuaba un torneo de futbol en el parque. Yo quería sacar algunas fotos. Luego de terminar yo e ir a mi sitio predilecto, nos encontramos donde el tronco. Marcos estaba amodorrado leyendo algo.

Tengo la costumbre o la manía de introducirme contando lo que para mi opinión era la más loca, la más homérica de mis aventuras: mi decisión de venir a otro país, de emigrar hacia una cultura, sociedad e idiosincrasia que no son las que me vieron nacer. La misma hilaridad de palabras monocromáticas que ya no me traen argumento.

La grandeza de mi nuevo país de residencia, su generosidad para conmigo, no sobrepasaba la temeridad de enfrentarme solo a una nueva vida, en una tierra inmensa, desconocida, sin apoyo posible, sin recursos, sin la auto preparación mental requerida, realmente sin la gran necesidad.

Puede que en verdad  lo del cambio, su riesgo, no sea tal cosa; ya ahora lo creo así. Me parece hasta tonto decirlo. Ahora que ya sé andar los nuevos caminos, sé abrir puertas, apoyarme en cosas que ni siquiera sabía que existían. Ingredientes, piezas del mecanismo que me era inviable engranar.

De cualquier modo comprendo que me aventuré a realizar algo de lo que no calculaba su envergadura. Como tampoco tuve conciencia de lo cerca que estuve, por mi desinformación, de convertirme en uno como aquellos seres sin hogar. Pero por suerte mi llegada a mi nuevo asentamiento estuvo colmada de bienaventuranzas, creo ahora; definitivamente.

Le conté casi divertido cómo sentado en el avión me pregunté qué acción tomaría a mi arribo. A dónde me dirigiría, cuál podría ser mi ocupación. Sabía que mis títulos y categorizaciones no me serian útiles. Además de lo más elemental: donde iba a vivir.

Le hablé de mi ingenua idea de que con aquel mísero dinero que traía iba a poder vivir hasta conseguir trabajo. De que creía que iba a rentar una habitación en cualquier hotel cercano al aeropuerto, al día siguiente comenzaría la búsqueda que me permitiría hallar algo que hacer.
Mi madre secretamente había conciliado con una vieja amiga para que fuera a recibirme. Las madres, tenga uno la edad que tenga, siempre se ocupan de nosotros.

Lo hizo sin mi aprobación porque de sobra sabía que yo no consentiría en que nadie se molestara en cosas que solo eran de mi incumbencia. Entonces la cosa no fue tan grave; nada para tener que desenterrar ciudades sepultadas.

El testimonio que le hice a Marcos terminó tal y como terminaron las cosas. Puede que por eso le haya parecido intrascendente. Seguí mi narración hasta el final, al terminar vi que mi interlocutor me prestaba una atención vacía. Me percaté de que se había ido de nuestro mundo.

—Así fue—le dije—cómo dejé mis raíces, mis muertos atrás.

Volvimos al silencio. A la quietud bajo el pinar.

Era la misma tarde de todas las tardes después de la que vendría otra noche como todas las noches. No había arcoíris ni aves luminosas volando sobre nosotros. Solo estábamos los dos extraños enfrentándonos; la posibilidad de que surgiera el nexo para partir nuestras vidas en dos, como nueces.
Él no había dicho palabra. Me quedé observándolo. No lo había podido ver notoriamente. Le calculé unos cincuenta años, pero eso por su configuración atlética; su pelo era blanco, su piel erosionada por la calamidad, las contingencias.

Se levantó, fue a buscar una semilla de los pinos. Regresó, se enfrascó en desintegrarla en trozos. Ese fue el comenzar de su revelación. Luego me dijo:

—Interesante—acabó de romper su semilla.

Yo quise preguntarle, pero entendí que no me diría nada. Estoy acostumbrado a hablar, ver con mi cámara, que es una extensión de mis ojos. Con éstos ojos le tomé la foto de sus ennegrecidas manos, de sus poros y pelo grises, de su posición frecuente al sentarse, de su mirar raído, de su posible cultura pero escasa prolijidad de palabras, de su aspecto aseado contra todo lo usual en esta gente ambulante. La mejor, cuando dijo dentro de la amplitud impenetrable de su reserva:

—Dejaste tus muertos. Yo traje a uno vivo que ahora es mi muerto—dijo por lo bajo—No pude hacer nada, apenas quitarle la pistola de sus manos y dejarlo morir en paz.

Allí estaba la entrada a su cripta. Me dijo así. Se abismó en la lejanía, en mirar el azul del lago con las salpicaduras brillantes, coloridas, que saltaban como vidrios rotos.
Doblaba, luego extendía los dedos de sus manos de los que parecía querer arrancar algo. Cambió su postura poniéndose frente a mí. Supuse que me decía:

—Te voy a contar—cuando ya me había contado bastante. No dijo cosa alguna.
—Los muertos pesan más que los vivos—le dije yo, robándome la frase— No se les puede sacar del recuerdo.

Me dijo lo que me podía decir, pensé. No supe quién ni cómo ni por qué. Supe lo que él me quiso decir. Lo que necesitaba yo para figurarme mi historia. No consistía en la materia que quería trabajar, sino en una más interesante.

Hay cosas que aparecen que al fin acaban por ser difíciles de ilustrar, al menos con fotografías, con imágenes vectoriales creadas, no recuerdo si traté antes. Si se descubre una forma de retratar lo subjetivo, será fácil.

Si hubiese sido así cuando entonces, ¿sería “La Monna Lisa” lo mismo o sería mejor?
Dicha tarde hice las fotos sobre el torneo, otras, pero no sobre Marcos. Me marché a casa ocupado en algo más que mi proyecto. Grabé los vocablos, el sombrío silencio que les siguió.

Me gusta saber respetar el silencio ajeno. Solo la propia persona es dueña de su silencio.

Me detenía a pensar de quién hablada, de qué pistola hablaba, de algo que creía entender. Marcos se reprochaba no haber hecho algo.

El trance para tomarle las fotos se presentaría, mas quería estar claro en lo que iba a contar. Detallar las imágenes que trabajaría. Comencé con una foto, una que…, me apena decirlo, enganché disimuladamente.

La foto que logré tomar fue…” regular”. No creo que diga mucho. Le disparé a la luna, que ni me quedó en foco. La lobreguez del motivo principal me repelía. No pude lograr el correcto encuadre, ni adecuar la línea del horizonte, además lo que me hubiese gustado tomar necesitaba de fondo la contundente inmovilidad tejida por el canto de los grillos.

No me gustó tal y como la logré, quedó incompleta. ¿Acaso era posible completarla?
Mi visión atravesaba la retina e hipersensibles nervios la ponían en el cerebro que sí armaba la foto completa.

Mi humilde lente trasportaba una imagen hasta un frio sensor que no sabía hacer fábulas con ella.
Era una mísera idea, una silaba de un relato sin narrar. La punta del ovillo que solía desenrollarse en relaciones. Siempre fue así. Mis modelos son mis amigos, mis clientes lo son, Marcos lo sería también.
Entonces pasó algo que me ayudó a entender quién, cómo era el que podría devenir amigo.
Una tarde había ido al parque buscando fotos de personas. Eran para un evento de deporte. Uno de los sitos en internet donde vendía mis fotos estaba buscando fotos sobre gentes haciendo deportes. Usaría las que pude tomar en el torneo, pero quería otras variantes. Anduve caminando el parque. Estaba cerca del lago pero no podía verlo desde donde yo me ubicaba.

Fui por los alrededores del campo de baloncesto, luego por los del campo de tenis, hice fotos. Luego había ido a parar donde había niños, casi todos con sus padres, pero algunos corrían solos por el césped detrás de pelotas, con papalotes, juguetes.

La planada estaba llena de gente joven, de muchachos que retozaban, gritaban, de personas paseando animales. Algo distante distinguí a Marcos. Caminaba encorvado como solía ir. Tomé asiento allí, desde donde lo podía divisar subrepticiamente. Lo vi caminar hacia donde yo estaba, pero no me había visto.
De repente un niño lanzó una pelota hacia lo alto. Se fue corriendo a atraparla. Se escuchó un rugido, vi una figura negruzca que arrancó su correa de las manos de su amo, se disparó a correr en dirección al chiquillo.

La pelota se elevó, el chico mirando hacia ella, no prestaba atención al perro que iba desenfrenado corriendo hacia él. Yo miraba la escena desde mi posición pero en verdad no veía peligro. Me olvidé de Marcos por un instante, volví a tener conciencia de su presencia cuando lo vi correr, atrapar al perro que estaba ya muy próximo al muchacho.

No tenía el debido protector en su boca que les impide a estos animales morder, pero Marcos le agarró las mandíbulas, lo mantuvo así hasta que su amo llegó hasta ellos, le puso el protector. En postura un tanto inadecuada le dirigió algunas palabras al hombre que se alejó del lugar sin replicar.
Pero esto no fue todo, el colmo resultó que una mujer, presumible madre del pequeño, dejó su entretenida charla, fue desesperada hasta el grupillo que se había reunido, dirigió varios insultos al atrevido que ya estaba distante. Gritaba, apuntaba con el dedo, se agarraba su bello peinado, componía su esbelta figura, lanzaba todo tipo de agravios e improperios al intruso que estuvo a punto de atropellar a su crio.

Saludaba, se presentaba muy coqueta, se disculpaba con el dueño, quien acariciaba enternecido al inofensivo animal; el que por suerte ya tenía su protector bien asegurado.

El grupo en su totalidad conversaba sobre la necesidad de eliminar a estos individuos de la cuidad o al menos alejarlos de los lugares públicos.

La reacción que dicho acaecimiento me hizo adoptar debió estar no solo basada en el suceso en sí sino también en mi criterio sobre la mayoría de ms cohabitantes. 

Me levanté, me dirigí hacia la zona a donde había visto ir a Marcos. Creí saber a dónde iba. Pues así me reuní con él en nuestro tronco.

Estaba acurrucado en el escondrijo. Lo saludé, en cuanto alzó su cabeza le comenté que había podido ver lo ocurrido. Aclaré que me refería a lo del perro y el muchacho. Pregunté si podía tomar asiento. Me dio su aprobación. Le platiqué sobre que me parecía injusto, que su actuar lo estimaba precavido.
Sacudió un periódico que portaba como quien dice: “Olvídalo”

Comenté mi desacuerdo con lo ocurrido, le ofrecí una botella de agua. Ya para entonces cuando iba al lago cargaba una bolsa plástica con varias botellas de agua. Las tenía preparadas, frías. Las dejaba nuevas sin destapar por los sectores donde suponía a mis protegidos. En el parque había agua, pero agua caliente y no en todas sus áreas.

Marcos me aceptó mi ofrecimiento. Paso adelante; en nuestra población no se sabe si se puede ni cuándo o de quién se puede acepar cualquier cosa.

Le adelanté mi mano, le dije mi nombre. Hizo lo mismo y dijo:

—Marcos—fue entonces que supe que éste era su apelativo.

Eran dos avances tremendos: un poco de confianza y su nombre. Puede parecer inverosímil, pero hay quien tiene a mano varios distintos al nombre real. Lo he verificado, sin embargo no he podido establecer el verdadero propósito en ello. Tampoco sabía si era uno de dichos casos. No me parecía.
Agarró la botella, bebió sin tregua hasta vaciarla. A pesar de que sentía curiosidad por que me dijera algo sobre lo que ya me había esbozado un mínimo, supe controlarme e igualar su reserva.
Lo he convertido en una de mis premisas: “me explicas si quieres y crees que puedes explicar, cuando quieras explicar”.

Mantuvo su aislamiento. Me observaba de reojo, como si una duda lo asaltara. Yo intuí que era el momento de marcharme. Me despedí sin más palabras. Con esos dos vocablos que no siempre pronuncio bien: “bye, bye”. 

Seré un inadaptado de por vida. No solo me suena raro expresarme en otra lengua cuando no es necesario, el inglés lo uso como herramienta, cuando lo necesito. Igual creo inaceptable evitar la modestia o invadir incluso a mis amigos con preguntas.

Creo notar que la modestia, la discreción, en mi nuevo habitad pueden llegar a resultar desfavorable. Conversando con mis allegados, ellos en algunas situaciones me detallan:

— ¿Por qué no le preguntaste esto? o “debiste aclarar que eres muy bueno en tal cosa”
No sé, no creo que sea muy bueno en nada. Puedo vivir en una tranquila “mediocridad”. Dice uno de mis amigos: “Mi mayor éxito ha sido que llegué a ser nadie”.

También veo como muchos a quienes podrían venirle bien los consejos, se apresuran en dártelos, se los pidas o no, estén seguros de lo que dicen o no. Sin evaluar el nivel de confianza entre el aconsejador y el aconsejado. No te sugieren o te proponen, más bien te imponen.
Advertí que había ómnibus que circulaban por nuestro reparto, que iban al parque y lo recorrían por completo. Pero le diría a Marcos sobre ello si se presentaba la oportunidad propicia, si el alcance de nuestra amistad se engrandecía. Por otro lado, ¿qué podría no saber él sobre el parque o el lago que supiera yo?

Marcos parecía un hombre inteligente. Yo no balanceaba el modo andariego que lo adsorbía con lo que en verdad su persona podría resultar. Conocí a una señora, quien vivía o radicaba casi todo en tiempo en una parada de ómnibus.

Dicha señora portaba sus enseres en carritos de compra de los mercados. Cierta vez pude hablar con ella. Varias cosas me sorprendieron. Por ejemplo que hablaba diferentes idiomas como: francés, inglés, portugués, decía que algo de alemán además de su lengua principal; el Español.
Parecía ser cierto, pues ya habíamos hablado inglés y dialogó algo conmigo en francés, lo dominaba mejor que yo. Igual enunció frases en portugués y alemán. Según lo que supe por decirme ella, tenía títulos, calificaciones, pero por alguna razón vivía como vivía.

Nunca supe la razón, pero tuve la sospecha de que no estaba muy cuerda. Lógico si se vive años en las explicadas condiciones.
Un señor polaco, que andaba con otra carretilla de compras acarreando sus bártulos era contador. Me ayudó sin cobrarme a declarar mis impuestos.

El atravesar dificultades nos puede suceder sea cual sea nuestra condición, preparación, conocimiento, entrenamiento o capacidad. Además de un agente o factor importante:

El vínculo entre el conocimiento, la aptitud para los trabajos y el obtenerlos, está adulterado en la actualidad.

Nuestro planeta tiene una población que sobrepasa los siete mil millones de habitantes, dicha cifra tiene años, ahora debe ser mayor. No he logrado obtener el dato sobre cuánta de esa población es mano de obra activa y calificada.

El costo de vida en la generalidad de las naciones es alto, la tasa de desempleo global es enorme, según datos recientes, pero las personas sin hogar en el mundo son…bien, citaré un artículo consultado:

“Es muy difícil determinar la cantidad de personas sin hogar que hay en el mundo porque los países tienen diferentes definiciones legales de personas sin hogar. Los desastres naturales y disturbios civiles repentinos también complican la situación. Lo mejor que existe es una estimación conservadora de las Naciones Unidas en dos mil cinco, que indica que el número de personas sin hogar es cien millones”.

Eso significa que aproximadamente uno de cada sesenta seres humanos no tiene una vivienda digna.
Dicho dato me parece una hipérbole, pero lo obtuve de fuentes fidedignas, si es que alguna fuente en línea puede serlo. Doy la anterior ilustración por la obvia relación entre tener un trabajo y vivir en un hogar.

Pero bien, sin enredarnos en estadísticas, el asunto de la vivienda es uno, muy grave por cierto, pero a lo que quiero referirme es que muchas personas aptas y calificadas no logran conseguir empleo, viéndose obligadas a vivir de alguna manera.

Podemos cuestionarnos si es la aptitud para el trabajo o la viabilidad para obtenerlos o la gestión de los ciudadanos o cuáles otros factores implican que se haga una especie de embudo donde las ocupaciones, hablando ahora de las mejores pagadas, circulan en pequeños grupos. Creo que en la generalidad de los países pasa así.

Los buenos trabajos se manejan en grupúsculos. Sobre las demás labores, es general que no es fácil conseguirlas, es sin embargo más probable.

El tumulto de especulaciones que estaba manejando era producto a una pregunta que había en la raíz polimórfica del asunto que quería comprender y tratar aunque se fuera algo más allá de mi proyecto:
¿Qué determinaba o establecía que existiesen estas personas ambulatorias?

Esta inquietud se afianzó, se arreguindó del proyecto; me hizo estudiar.
En concordancia con ensayos, libros leídos, puedo escribir esta somera reseña:
Son diferentes los componentes. Pueden ser la pérdida del empleo, las deudas, los problemas familiares, la escasez de viviendas, algunos son discapacitados, otros afectados padecen problemas mentales y físicos o de adicción, sobre todo al alcohol.

En cuanto a las mujeres, la mayoría de ellas han abandonado a sus esposos, o han huido de ellos, han sido echadas de su casa o se dedican a la prostitución. Por supuesto no se plantea el conjunto íntegro para abarcar los cientos o miles de especies y casos.

El contenido que quería abordar es según dije, sensible, incluso legalmente sensible. Al menos no todas las agencias que comercializan material fotográfico aceptan trabajos sobre gente sin hogar.
En verdad no sabía si Marcos era uno de los… “sin hogar”, pero lo parecía. Además, mi duda abarcaba igual a otras gentes que conocí en el pasado reciente, a otras que he visto sin llegar a vincularme con ellas.

La historia sobre Marcos podía dar pie a otros trabajos con la misma sustancia como base, pero necesitaba entenderla, saber cuál era el punto sensitivo sobre el que iba a expresarme.
Por si fuera poco, el sujeto me intrigaba, pasaba del trabajo en sí. El ser humano que me identifica,  pedía respuestas. 

Me dijo que había traído a alguien.
—“yo traje a uno vivo que ahora es mi muerto”—me había dicho.

Traer a un familiar o cualquier persona hacia otro territorio, es una grande responsabilidad. Si dicha persona muere o le ocurre determinado percance, significará una huella difícil de borrar.
Era, a mi parecer, una cosa así lo que arrastró a Marcos al precipicio de la desesperación y la indigencia.

Era una suposición, pero sustentada por una experiencia personal: la muerte de mi padre.
El mundo se me vino encima, pero me dije por primera vez una frase que luego me repetiría en muchas otras catástrofes:

“Cuando todo parece estar perdido, es un buen momento para comenzar”.

Quise darle mi llave a Marcos. Entregarle mis palabras. Compartir con él la profecía que me ayudó a cambiar las contrariedades en experiencias.

Digo profecía porque fue esa la primera enunciación que me regaló mi padre desde su otra dimensión. Comprendí que estaba conmigo todavía.
A los pocos días fui al lago. Anduve por donde el tronco medio podrido aplastaba su voluminosa masa sobre la hierba. Me senté, algo cansado, lamentando que mi amigo no estuviera allí. Poca gente frecuentaba aquel paraje. Saqué una de mis botellas de agua, bebí con ansia.

Había ido al parque en mi bicicleta. Era mejor, al menos cuando no llevaba mis cosas auxiliares para fotos. Solo había llevado mi cámara, mis botellas de agua. Cuando iba en bicicleta no tenía que perder tiempo en buscar parqueo.

El día antes estuvo lloviznando. Sobre el tronco había un papel mojado. Lo recogí, me puse a observarlo. Era un diario. Anuncios, ofertas, clasificados, mercancía en general.
En un párrafo se hablaba de un lamentable incidente en no sé qué parque donde un perro había atacado a un niño. Le había causado heridas graves. Varias mordidas que lo mantenían hospitalizado. De cómo los seguros no sé qué cosa, de que la administración, la gerencia del parque advertía que…
Mi pensamiento dio un vuelco atrás. Recordé a Marcos leyendo, después sacudiendo su periódico. Aquel periódico que dejo allí tirado, el que sacudió cuando yo llegué hasta él.
Pensé, pero mi pensamiento no fue solo eso. Una idea que el aire se llevó. Fue además una anotación sobre aquel hombre.

Estuve por el lago casi todos los días siguientes. Probaba un lente de ángulo ancho que compré en línea, no tenía práctica en su uso. Así como otro lente Macro que me parecía muy útil para hacer fotos sobre insectos, plantas u objetos pequeños. Podía tomar detalles sobre la corteza de árboles. En general, fotos que me parecían interesantes.

Por el parque crecían hongos diminutos, hermosos. Flores pequeñísimas, animalejos curiosos. Tenía trabajo para rato.

No tuve encuentros con Marcos durante dicha semana. Ni siquiera lo vi por el parque, hasta llegué a pensar que no le vería más. Como de ordinario sucedía. Otro rastro de humo perdido en el lago.

Pero le vi otra vez. Fui al parque porque había acordado con unos clientes que nos veríamos cuando yo terminara mi jornada, eso seria sobre las dos de la tarde de aquel martes. Estábamos en los meses que oscurece temprano, por lo que tenía que hacer las fotos a prisa si quería aprovechar la luz del sol.
La luz solar me da mejores colores, me evita el ruido en las imágenes. Llegué a mi cuarto, solté mis cosas, cogí lo que estimaba útil para la sesión de fotos.

Era una embarazada con su pareja. El resto era la familia. No resultó difícil de acomodar los detalles. Tomé las fotos y venía de regreso cuando cerca de donde vivo, o sea casi en el mismo bloque vi a Marcos que salía de una vivienda. Con su habitual lentitud, cerró la puerta de un pasillo lateral que circundaba la casa, se iba por la misma calle que yo venía.

Me detuve, lo saludé muy cordial, le pregunté si vivía por allí. No me dio tiempo a pensar en lo que inquiría, solo pregunté lo primero que se me ocurrió.

Para mi asombro, señaló hacia la casa de donde salía, dijo:

—Ahí.

Me alegré. Entonces todo era un error mío. Marcos no era un… ”Sin hogar”. Tenía donde vivir. Era una casa que parecía confortable, cómoda.

Seguí mi camino a casa pensando:

— ¿Qué diablos busca por el parque?

Me di cuenta de que la gente que me veía por el parque, por el lago, con mi aspecto desarrapado; porque mi ropa es la de siempre, no acostumbro a usar lujos de ninguna especia, con mi pelo sin recortar, cargando una jaba plástica llena de botellas de agua, en mi viejo cacharro móvil, eso si no en bicicleta, con mi vieja mochila de trabajo, el saco del trípode, la desteñida bolsa de la cámara y mis demás cachivaches, no verían diferencia entre Marcos y yo.

En verdad no había tal diferencia. Si Marcos vivía en aquella casa aunque fuera rentado, era muy posible, para no decir seguro, que su habitación estuviera mejor que la mía.
Por nuestro bloque circulaba un señor mayor, muy alto y delgado. Que sin dudas padecía alguna enfermedad que le hacía temblar sus labios; puede ser Parkinson, creo que una enfermedad llamada así tiene una sintomatología similar.

El caso es que dicho señor, a quien siempre veía caminando cargado de jabas, hasta me provocaba la idea de que era algo tonto, en cierta ocasión en que nos tropezamos, me invitó a entrar en una vivienda que era como una mansión, me dijo ser suya.

Llamó a su esposa, tuvimos un coloquio ameno, rectifiqué mi creencia de que el fulano era un atribulado callejero. Si había logrado hacerse de la mencionada vivienda tanto como mantenerla, no era en lo absoluto tonto.

Decía Horacio: Somos engañados por la apariencia de la verdad.

Uno de mis entretenimientos favoritos cuando no estoy inventando, diseñando algoritmos que agilicen mis métodos para producir dinero, es leer frases de personajes célebres.

Me enteré de que Rabindranath Tagore dijo:

Tú no ves lo que eres, sino su sombra.

De que Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu o a lo simple; Montesquieu dijo: Siempre he observado que para triunfar en la vida hay que ser entendido, pero aparecer como tonto.

Ovidio que: A los hombres les va bien un aspecto descuidado

Sin embargo Charles Churchill decía:

Esforzaos en mantener las apariencias, que el mundo os dará crédito para todo lo demás.
Volvemos atrás.

Charles Dickens argumentaba que: Los grandes hombres rara vez son excesivamente escrupuloso en la disposición de su atuendo.

Frases en las que me gusta razonar. Encuentro contradicciones, acuerdos, pero lo importante es pensar un propio punto de vista. Estructurar modelos para mi pensamiento. Ideas para presentarme dentro de la sociedad con la no me queda más remedio que mezclarme si quiero hacer avanzar mi vida, mi trabajo, mis proyectos. Me he tomado mucho tiempo en ello, nunca se para de aprender.

Tengo fotos en las que solo expreso ideas, otras con las que quiero acercarme a detalles, otras de mi ciudad, otras fotos que hablan del pasado además de las que hago para comercio; los pequeños proyectos ordinarios, pero lo que considero el éxito de mi trabajo es cuando logro contar una historia con una secuencia de fotos.

Cuando logro que al juntarlas quienes las miren experimenten un sentimiento.
Lo de “secuencia” no está correctamente dicho, si se analiza lo que eso significa en la fotografía, debo decir mejor: “contar una historia con un grupo de fotos”, como supongo que conté parte de la infancia de mi hija, mientras la tuve a mi lado. Sus travesuras, disfraces, juegos, así como lo principal: sus sentimientos.

Tengo una foto muy simple que me gusta ver y recordar sobre cuando mi hija era pequeña.
Creo que esta foto se titulaba: “Amor e inocencia” Aunque le vendí la referida foto a uno de los sitos donde publico mi trabajo, en verdad no era ese el objetivo.

A la señora políglota que andaba errante y vivía en una parada, tuve la idea de tomarle una foto mientras dormía acurrucada entre sus trapos. Pensé en dicha foto por todo el invierno. Cada vez que doblada su esquina y la divisaba envuelta en sus colchas.

Quería titular la foto: “Erase una vez en América”, igual se titulaba que un filme que me gustó mucho, el que vi en mi juventud.
Nunca la tomé. Me pasó como me ocurría con Marcos. Me dolía aquella foto.
No la iba a tomar sin su consentimiento, tampoco le pediría su aprobación. De modo que no la haría. No la hice.

Sobre mi idea actual:

El proyecto inicial que concebí, iba consistir solo en tres o cuatro siluetas, para lo que no necesitaría lo que le llamábamos “Model release”, o sea, la autorización del modelo a que se publicara la foto, pero en realidad no iba a publicarla; la dejaría para tenerla yo.

Si era el boceto, la silueta o cualquier otro plan, ya estaba casi descartado. Si era lo que me ocurre siempre, es decir, que me sitúo en la vida de mis personajes, para eso era preciso rectificar mi concepto sobre Marcos o dejar el espacio vacío. En verdad ya no me interesaba.

La inspiración se escapó, no me dejó otra opción que renunciar. Dejar el segmento sin utilizar. Un hueco sin contenido, sin idea, como otro rastro de humo, pero en cambio me alegraba.
El humo se escapaba del tubo de colores, de la chorrera de formas, pigmentos, tonalidades, que por fortuna no tuvo, si lo mirábamos bien.

Comparo mi trabajo en general con un caleidoscopio. A dicho tubo se le da vueltas, alternan los colores, las figuras, los matices. Cuando abro cualquiera de mis olvidadas carpetas de fotos, son innumerables los sentimientos, proposiciones, alusiones, además de lo que dije antes.

Mi opinión o punto de vista desde el que pensé contar,  había estado fundamentada en el aspecto del hombre, en su apariencia, pero no era la verdad.

Sobre Marcos podía inventar una historia si quería vender las imágenes, pero no me interesaba. No creo que me decida a mentir, menos con cosas de este tipo.
Al fin, supe siempre que podía estar equivocado por completo. Mejor, no por completo. Sobre su lucha interna, su pesadumbre no tenía dudas. A cerca de que algún tremendo, un fatal suceso le había acontecido; tampoco. El error estaba en que lo había confundido con los seres andantes que ya me eran familiares.

Si eludía la confidencia, podía tomar las cosas como alguien que pasa por un mal momento. La foto que había hecho podía decir lo mismo. Era una variante. El proyecto se sintetizaba en eso, pero habían palabras de por medio.

Una acotación llegó cuando menos lo esperaba. Me encaminé al parque en mi bicicleta, un viernes que pude terminar temprano y decidí ir al lago para entretenerme. Cogí mi ametralladora digital o como igual le llamo: “mi paleta abstracta”, una botella de agua, salí caminando sin cabalgar aún mis dos ruedas.

Acomodaba mis cosas para poder montarme, casi lo iba a hacer cuando me di cuenta que estaba frente a la casa de la que había visto salir a Marcos.

Detuve mi prisa, me quedé un instante observando la casa. Por el pasillo lateral salió un joven muy apuesto, bien vestido. Sin darme tiempo a hablarle se introdujo en un auto. Un auto costoso, cosa corriente en mi ciudad.

Si vamos a tener un carro, tiene que ser un carro caro, nuevo. Si funciona bien o no, es menos importante. Lo principal es que sea bello. No es un auto que nos transporte lo que queremos, que nos lleve y nos traiga; no, ese no es el sentido. Tampoco es para detenernos en considerar si podemos darnos ese lujo, si nuestro ingreso de dinero lo permite. Eso se resolverá después. Ah!, otra cosa, se tiene que resolver sin dar ocasión de que se afecte el vestuario; la apariencia personal.
Podemos ponernos a dieta, eliminar cosas, gustos superfluos y hacer alguna que otra trampilla.

Hágase lo necesario para vivir, hacer como los demás; “Si estas en roma, compórtate como los romanos.”

No tuve tiempo de hablar con el elegante joven, pero dos casas después encontré una mujer barriendo su acera. Le pregunté por Marcos. Creí que una vecina tan cercana debía conocerlo.
La mujer se quedó pensativa.

—Marcos, Marcos. No, no lo conozco.

Entonces le señalé la casa, le dije:

—Creo que vive allí—se lo describí.

Entones dijo:

— ¡Ah!, el padre del fotógrafo, sí, pero en realidad él no vive ahí.

Permanecí callado un instante, la mujer siguió:

—Es criminal. Criminal, sínico. No añado otras cosas porque no le conozco. Los verdaderos dueños de esa casa eran ellos; el viejo y el hijo, el muchacho fotógrafo que se mató de un tiro.

Mi perplejidad debió notarse, porque la mujer, sujetando mi mano, habló piadosamente:
—Perdóname hijo, ni se quien tu eres.

Me apresuré a presentarme, medio entorpecido por mi estupefacción, le dije mi nombre, esclarecí que vivía en el bloque al doblar, que vi a Marcos salir de la casa que le indicaba pero que por donde lo veía muy a menudo era por el parque, por el lago, que había llegado a pensar que radicaba allí, que era un sin hogar.

—Pues pensaste bien, él no tiene hogar, ellos lo echaron de su casa.

Mi desconcierto tuvo que ser llamativo.

—Yo soy María, cuenta conmigo el día que vayas a ayudar a ese pobre diablo. Ven vamos a hablar un momento.

Me hizo entrar en su jardín, el que estaba bien cercado, nos acomodamos en ambas sillas, se puso a enderezar unas planticas que le tocaban las rodillas.

Me detuve a observar a la mujer con quien hablaba. Tenía la cara excesivamente maquillada, pero no era fea. No era una vieja en verdad. Su pelo complicaba su forma enrollado en bucles, cubierto por un pañuelo negro. Sus labios estaban pintados con poco cuidado, sus ojos verdes eran la caricatura de lo que fueron unos ojos bellos. Manejaba sus términos sin dar la impresión de quien pretende comadrear. Su boca vibraba nerviosa con esquivos deslices que armonizaron para decir:

—Ellos echaron al viejo de la casa. Antes del muchacho morir, ella se las había arreglado para dejarlo a la deriva.
Yo le pregunté de quien hablaba cuando se refería a ella.

—La rubia—descifró mientras se enderezaba, se acomodaba en su silla—ella es la culpable. Sabes que bajo este cielo nada hay oculto. Yo sé que ella, sus litigios, terminaron con causar el suicidio.

No indagué el suicidio que quién, ya lo sabía. Apaciguaba un barril de metralla en mi cerebro, con las chispa a menos de un pie. Tuve ganas de ir de una maldita vez a la casa de la que había visto salir a Marcos, aclararme por entero qué mierda de embrollo era aquel.

María contó que Marcos tenía un hijo de unos treinta o treinta y cinco años, que era fotógrafo. Que trabajaba para no sé qué revista, periódicos. Que era un hombre apasionado a su trabajo, vivía pendiente de su padre.

Mas, nada es perfecto; parecía padecer de una adicción: las mujeres y algo además. Algo que lo volvía como loco. Otras veces maniático e insomne. Lo veía andar por la calle de madrugada con su cámara en mano, hablando a solas, como un maldito.

Reí para mis adentros pensando que probablemente me habría visto a mí también de forma idéntica circular el caserío a la misma hora, discutiendo sobre cómo podía retratar mejor alguna cosa.
En cuanto a la otra adicción, también la padezco. Pero otra cosa además de sus pasiones llevó al fotógrafo a terminar con su vida.

Marcos siempre tuvo el mismo aspecto de loco, de vagabundo y no lo era. Marcos era un buen hombre. Le gustaba servir a los demás. Según María recordaba él le arreglo su jardín muchas veces sin cobrarle. Ella le brindaba café, que le encantaba.

Adoraba a su hijo. Lo admiraba, le dio todo lo que lo pudo dar, pasó la casa a su nombre. Pero René, que era así como se llamaba el fotógrafo, se enamoró de una de las tantas rameras con las que se embrollaba. Ella lo obligó a sacarlo, a botarlo de su propio domicilio

—También René le regalaba cosas—Siguió María arremangándose los pantalones cortos. Tal vez demasiado cortos. Tuve la prosaica idea de que quería que le mirara sus muslos, que no estaban mal. Una piel delicada, apetitosamente blanca, rasurada.

—Le regaló un carro, que no le duró mucho. Marcos es epiléptico—dijo ella volviéndose a inclinar sobre la planta. Comprendí que la intensión no eran las planticas. A pesar de su edad, sus senos eran redondos, firmes.

María cotejaba sus flores, de repente tiraba de su ajustada blusa hacia debajo como para ampliar el campo visual.

Callé. Es deleitable callar mirando a una mujer que se ofrece. María era de mi edad, aparentemente, pero usaba de llamarme, hijo. Se alaba su blusa, mostraba la parte superior de sus robustos, sólidos senos.

La charla me resultaba agradable, pero tenía cosas que hacer. Le di mis explicaciones a María. Quedé con ella de volver. Pregunté si le gustaba el vino, si le gustaba que trajera una botella para compartirla mientras hablábamos.
Se ruborizó, con una sonrisa pícara:

—Tendría que ser cuando mi esposo trabaje. Cuando veas el parqueo como ahora, que no esté un BMW plateado.
Pero se reivindicó con pena:

—Mi esposo detesta todos esos asuntos que no son nuestros asuntos. No, él no puede estar.
Ella me dio su número, me largué. 

El parque se me tornó insípido. Lo tenía acribillado. Ya no había lugar, ni cosa que me hubiese pasado desapercibida. Adquirí el hábito de ir a pie. Iba por el lago, siempre aparecía algo nuevo, caminaba por mi cuadra.

Llamé a mi amiga, llevé el vino. Nos bebimos una porción, conversamos poco. Era temprano, cerca de las diez o diez y algo de la mañana. María estaba inquieta. Me retiré rápido, dejando la botella. Le dije que luego la terminaríamos, pero no la terminamos.

En otra confluencia, aunque intercambiamos palabrejas, ella creyó que yo había ido solo a averiguar sobre Marcos. Abrevió el encuentro.

Me explicó que llevaba más de quince años viviendo allí, que cuando ella compró, ya Marcos tenía su casa. Luego su hijo vino a vivir con él, después trajo a la rubia, luego de traer cuatro o cinco pirujas que no se quedaban mucho.

Ella siempre simpatizó con el pobre viejo, quien a los tres o cuatro meses ya andaba por la calle, como si fuera un indigente.

María los miraba conversar en el parqueo por las mañanas. René parecía avergonzado, le daba dinero, él se iba. “No sé a dónde”, “lo llamé en ocasiones, le brindé café”.

René se iba al trabajo, la “prostituta” se quedaba en sus habitaciones a dormir, a recibir amistades que venían a consolarle su melancolía.

—Pero la pena de René no era por esto, sino por su padre. El tiro se lo dio por remordimiento. No me imagino cómo, pero al fin se jodió la casa. La “linda” es la dueña.
Añadió sofocada:

—Se pegó un tiro. No sabría decir si se lo merecía.

La mujer dijo así, secó el sudor de su cara todavía sin maquillar. Se puso de pie como diciéndome que se había terminado la entrevista.

Dije unas palabras amables para despedirme, seguí mi camino sin rumbo exacto, pero se me ocurrió que podía visitar a la “linda”. Después de chequear que María se había quedado dentro, toqué el timbre de la otra casa.

¡Qué diablos!, ¡quería verla! No me iría son ver a la causante del cataclismo. Pensé que la botella me podía haber sido útil. Al menos llevarla en mi mochila.

Toqué el timbre tres o cuatro veces. La “bella durmiente” abrió su puerta. Una ola de fragancia de mujer acometió desde dentro como emanada en chorros. Un aliento provocador e insinuante se barajó con la luminosidad tornasolada de la mañana que me daba en la espalda, provocaba un efecto contrastante  en mi cara.
Era una mujer joven. Le calculé veintiocho o treinta años. Me contemplaba seria, curiosa. La detallé demasiado, puede ser. Era realmente bella, su voz me recordaba las campanas de diciembre, los espejos del lago.
Ubicó una mano bajo su barbilla como quien dice:

—“Bien, ¿qué diablos tú quieres?”

Los hombres tenemos el defecto de dejarnos apabullar por la belleza femenina. Aniquila nuestra inteligencia. Por si fuera poco, una ranura en el vestido de cama que llevaba dejaba ver unas piernas que el diablo debió llevar en su equipaje de mano cuando le fue asignada la gerencia del infierno.
Expliqué que buscaba a Marcos. Que necesitaba verle para no sé qué dislate que tuve al alcance para decir.

Ella bajó su mano, la puso en el marco de la puerta, como para cerrarla.

—No sé de quién habla, no conozco ningún Marcos— menos aquí, en mi casa.

Se alumbró con la sonrisa que hubiera puesto el verdugo al pedirle al condenado:

— ¿Seria usted tan amable de alcanzarme esa higiénica sierra para serrucharle su cuello, por favor?

Y luego, con el mismo fraternal gesto y como cantando: —“¡Gracias!

Así me dijo: — ¡Adiós! — cerró la puerta en mis narices.

Esa tarde, cuando ya el atardecer dejaba caer sus manchas como nieve negra, fui por el parque. Quería ver a mi amigo. No pensaba en el proyecto ni en fotos, pensaba en decirle algo. De alguna manera dejarle ver quería ayudarle.

Pero no le vi. Anduve por los bancos, por el tronco, por los botes, por los lugares por donde nos encontrábamos. Sin resultado, no pude encontrarlo.

Estuve casi por tres horas en el parque. Use una de las máquinas de soda para apaciguar mi sed, pues no había llevado agua. Estuve por los terrenos de deporte, por una caseta grande donde a veces se sienta la gente. Por todos los sitios donde podría estar el caminador solitario, pero nada, no pude hallarlo.
Cerca de las nueve o diez de la noche, empezó a llover. Una lluvia helada que comenzó cuando estaba en la parte del parque donde hay otra cabaña. Cerca del tronco. No muy cerca, pero sabía que estaba al otro lado,  tras los árboles que había delante de la construcción.
Me senté a esperar que disminuyera la lluvia para ir, sin mojarme mucho, de regreso a casa. Al día siguiente empezaba a las seis de la mañana a trabajar, cuando empezaba a esa hora me levantaba como a las cuatro y media para asearme, vestirme con calma.

Fue entonces cuando le vi. Cuando vi la lejana silueta de la cabeza gacha andar aguas adentro. Me levanté sobresaltado, restregando mis ojos para asegurarme. Mire atónito como la figura penetraba en el lago, impasible como si fuera caminando por los jardines de la reina.

No podía estar seguro de que fuera Marcos, pero me lo parecía. Me demoré demasiado en decidirme a correr hacia él. Primero le grité, una, dos, tres veces. No había nadie más por allí. Agarré mi teléfono, pensé marcar, pedir auxilio, pero me tomaría mucho tiempo.

Me lancé a correr hacia la oscura figura que ya estaba distante e internada en las aguas que yo suponía profundas. Le grité otras veces ya de cerca.

Pero ya no le veía, se hundió o desapareció o no puedo explicar a dónde carajos fue a dar el trazo de hombre que se perdió en las aguas movedizas.
En los días siguientes recorrí el lago de punta a cabo, le pregunté a trabajadores del parque por algo trascendente que hubiera pasado.

Me figuraba que si era como imaginaba descubrirían el cadáver flotando. Pero no, solo me pude enterar de una mujer a quien balacearon en el parque, cosas comunes.
Tomaba la calle, reparaba con cuidado en las viviendas relacionadas pero ni siquiera a María pude verla o contactarla. Después de llamarla e intentar hablar con ella sin que me contestara, no llamé más. Borré el teléfono.

No me acabo de adaptar. Son cosas diarias, normales, ordinarias, que pasan todos los días.
Las personas son como los cristales del lago; aparecen, brillan, desaparecen. Van y vienen.
La gente a quien no vemos nunca más solo eso, eventos que se desmenuzan, se volatilizan en la masa humana que se deleita en sus combates internos, nada para alarmarse.

La vida sigue, no podemos estar al tanto de todo lo que se lleva la ventisca.

A mí mismo me llevará cualquier día. Y quiera Dios que ni noticia quede que pueda entristecer a mi hija.
De Marcos, nunca supe cosa que me reafirmara o negara lo que vi. Se perdió, no dejó rastro ni el en viento, ni en el agua.

 Se lo tragó el lago.

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