Transferencia

Palabras Malditas.

Capitulo 5: Transferencia.

 ISBN: 9781370494873


La versión original con todas las imágenes de este libro puede ser leída y comprada en:


“Y aunque yo fuera una bestia descarriada, incapaz de comprender al mundo que la rodea, no dejaba de haber un sentido en mi vida insensata, algo dentro de mí respondía, era receptor de llamadas de lejanos mundos superiores, en mi cerebro se habían animado mil imágenes.”                           
Hermann Hesse.





Se lo llevó el tornado—pensé, al ver que apenas estaba la arena y la punta de mar que se hacía dura,
añil, a medida que se aproximaba al horizonte.

Me quedaba mi ropa, tres o cuatro dólares, mi cámara y mi fotingo.
Nada había pasado, solo se había tragado una parte de la costa, con las palmeras, algunos troncos viejos, mi descolorido kayak y alguna que otra cosa imprecisa.

Era una pena.
Mi kayak me servía para adentrarme en el mar, gozar del embrujo que me provoca su olor

El aliento del océano. Ese embriagador, cautivador efluvio que hidrata, nutre; condimenta el ingenio.

Luego, podía regresar. Así que me acosté en la mullida arista de playa que me quedaba, me dormí sin pensar.

Se puede vivir sin pensar, he oído decir. Digo yo que…, se puede dormir sin pensar. Por lo que dormí plácidamente unas horas.

Al despertar miré sin sobresalto que el tornado antes de irse definitivamente se había llevado otra parte
de la playa, pero eso no era trascendente, mi carro y las pocas cosas que me quedaron de la primera usurpación, estaban donde los dejé antes de sumergirme en la narcosis.

Mi reducto parecía inalterable, y si no lo era, me daba igual. A no ser mi cámara, cuyo bolso estaba junto a mi cabeza y mi auto para regresar, lo demás era poco importante.

Era hora de irse. Con total, placentero abandono me situé frente al volante; emprendí el retorno a mis periodicidades.

En el camino de regreso contemplé mi ciudad. Primero la playa; la parte de la ciudad que yo prefiero, los paisajes llamativos, sus idílicos sitios.

Si no fuera que, para serme sincero, sé que realmente nada me importa, diría que la playa me importa.

Me causa deleite vivaquear en su entorno; su periferia. Quedarme hasta cuando se sumerge el sol, contemplar los últimos rayos hundirse, perderse las olas en la quietud del ocaso.

No me detuve para hacer fotos, ya tenía algunas. Unas para el comercio, otras para mí. Suficiente.
Así, vi como la playa se apagaba en la distancia.

Después emergió lo que era el centro la ciudad, con  sus empinados edificios, torres de sueños.
Lo que es en sí, mi prisma de cabecera, el populoso péndulo; lo que costaría alguna dificultad que cualquier tornado o cataclismo pudiera engullir.
Aunque, naturalmente no tanto como en el caso de pretender absorber los enredos, maquinaciones financieras, legales, ficticias, pasionales, de muchísimas otras índoles que dentro de él, van y vienen.

Pero, esto tampoco es importante. Conduje cachazudamente; retorné a mi sitio.

Me colé dentro de mi agujero. Me volví a dormir.

Me dejé rodar hasta el barranco de la inconciencia sin dejar siquiera una verdad de la que sujetarme, un ángulo en el que me fuese posible poner una idea segura.

Tuve sueños heroicos, donde salvaba personas que iban a ser tragadas, desaparecidas, del mismo
modo que desapareció la costa, pero por suerte fueron solo sueños.

De ninguna manera podía verme inmiscuido en asuntos de otros.

Si eran tragados, desaparecidos, exterminados o alguna otra cosa parecida, solo a ellos les incumbía.

La intromisión en temas ajenos nunca trajo buenos resultados.

Es saludable en extremo conservar la discreción y el respeto a la individualidad.
  
Podría parecer egoísmo, pero no lo es. Egoísmo es no pensar en los demás, pero antes de pensar en los demás, tenemos que pensar en nosotros mismos. Cuidar de nuestros asuntos; nuestra integridad, para lo que resulta fatal que nos consideren unos entrometidos.

A decir verdad me era curioso cómo había simplemente desaparecido la plácida vertiente donde me plantaba a descansar. Era como la desembocadura de un pequeño rio o canal que había descubierto.
Me encantaba ir allí.

Miraba las gaviotas posarse tranquilas, confiadas. Me daba una vista de la ciudad lejana.
El aire era límpido, fresco. Sin la dureza del viento del mar, el que por ser demasiado violento,
sacudía mis recuerdos con exabruptos.

Revolvía los perdurables, los imposibles de borrar.

Por suerte había conservado algunas fotos, no de mi emplazamiento, pero de sus alrededores. Mi esquina no era recordarla lo que me  interesaba. ¿Valía la pena recordar?, ¿tenía eso acaso algún sentido?

Antes, me gustaba recordar. Verme cuando yo era otro. Cuando vivía en mi país, en mi humilde aldea. Fraternizaba con mis amigos. Creo que la vida importaba. Algunas cosas eran ciertas.

Tenía junto a mí a mi hija, mi esposa y también mis calamidades económicas,
mis dilemas para sobrevivir.

Pero no puedo permitirle a mis cavilaciones andar con libertinaje hacia delante y hacia detrás. No me es productivo. Por tanto, toda evocación, mención o memoria del pasado, nada significa. Son reminiscencias carentes de sentido práctico.

Nuestras células, neuronas vivas, disponibles para almacenar datos, para asimilar cambios,
para implementar algoritmos diseñados con el objetivo de producir dinero en efectivo,
no pueden utilizarse a la ligera. 
Nada de sentimentalismos. Ya perdí mucho tiempo. Hay que andar rápido. Si nos detenemos a pensar, podemos perder el momento exacto para estar en el lugar exacto, haciendo o procediendo del exacto modo en que debemos proceder.

Por otra parte, nada de filantropías. Cada cual a lo suyo, también utilicé demasiado tiempo antes en ello.
Vivir concentrados en nuestros objetivos. Con mesura, sin excesos.
Con la nueva habilidad de detener sentimientos al menor asomo; hacer clic y seguir. El tiempo es dinero.

Shakespeare lo dijo concisamente: Ser o no ser, esa es la cuestión. Así de simple. Las emociones entorpecen la correcta ejecución de  proyectos.

Años atrás, al partir de mi pueblo, conmovido por el hecho de dejar mi hija, separarme de ella hasta no sabía cuándo, en el momento en que abordé el auto que me llevaría al aeropuerto, tuve que decirle al amigo que me transportaba:

—Déjame hablar. No pongas atención a lo que digo, solo déjame hablar.

Eran las dos de la madrugada. Estuve hablando lo primero que venía a mi mente durante todo el trayecto. Casi por tres horas no paré de hablar.
Mis ojos choreaban no sé si sangre, sudor o lágrimas, vertían un líquido salado, doloroso que comenzó a brotar en el momento que besé a mi hija mientras dormía, ignorante de que su padre se alejaba de ella, quizá para siempre.

Por suerte no fue así, voy a verla cada año, de modo que ese recuerdo también carece de sentido.

Opino que la combinación de efectos debidos a emociones, nos pueden hacer fallar.

El día que descubrí mi rincón de la playa, la primera vez que me senté bajo sus árboles, tracé en uno de ellos, en su corteza, su breve nombre: “Lea”. Lo hice sin saber, es decir, sin pensar lo que hacía. Arrojé mi vista hacia las olas, los rayos luminosos que bajaban plateados desde el iris magnánimo.

Cero perturbaciones. Me rodeaba una singular, genuina tranquilidad.

Podía permitirme un instante. Nada en lo que errar a la vista.
No había dinosaurios ni escorpiones surcando la arena, bastaba con acomodarme y seguir, pero...
mi coraza retuvo aquel grabado; la inscripción que muchas veces volvería a mirar. La huella como una grieta. La dulce partidura por donde escaparía el amor que me era posible dar.

Sobre las ondulaciones azuladas vi quemarse mi otra vida. Horas antes, el auto pista condujo mis tribulaciones al otro lado de la puerta. En la semiesfera nacía otra luz; la sustancia a la que debía adaptarme.

Allí dejé mis recuerdos, del otro lado. Me convertí en lo que soy, un hombre práctico.

Aunque… evitaría nuevas excursiones hasta asegurarme de haber encerrado dichas remembranzas en el más inaccesible olvido.
No suprimí los recorridos por lugares donde podía hacer fotos buenas.

Iba por el centro de la ciudad. En ómnibus, para no preocuparme por el parqueo, el que resulta difícil en esa área, además costoso.

Fui en el verano y en el invierno. En la época de seca, en la de las lluvias.
No hubo tornados, pero la ciudad también cambiaba de vez en vez, de hora en hora.
Cambiaba cuando las luces florecían poco a poco pintándola como salpicada de acuarelas.

Cambiaba bajo la lluvia, cambiaba con el paso del tiempo. Cambiaba con la niebla, con los chispazos de los relámpagos, los truenos. Se modificaba si se dibujaba un arcoíris, cambiaba con los sonidos, con la maravillosa influencia de la luna, con las luces en movimiento de los autos.

Es indescriptible cómo cada elemento se modifica. Únicamente el tiempo permanece. El tiempo es la piedra angular sobre la que gira nuestra vida material.

Digo “material” porque la parte inmaterial de nuestra existencia es independiente del tiempo. Pensamos hacia delante y hacia atrás. Sobre lo que llamamos “pasado” , en lo que llamamos “futuro”. Tenemos pensamientos paralelos. Podemos vivir diversas coyunturas al unísono.

 Cuando era joven y escribía versos, me preguntaron una vez: “¿Qué es para ti la poesía?

—“La poesía es el tiempo”—dije yo, sin querer dar definiciones, pero me obligaron a explicar.

—Para las para las gentes comunes—dije— la poesía es una forma de decir, de construir frases
ordenando palabras, acotando la métrica, asonancias, consonancias, usando figuras, recursos.
Para los más imaginativos, la poesía es una forma de reflejar, de pintar, pensar, de sugerir. Para los que vivimos es esta otra dimensión, la poesía es el tiempo. El rail sobre el que deberían rodar los motivos, suceder la catarsis de los hombres.
Nadie me preguntó, pero me dije en secreto:

— ¿No eres tú una persona común, normal?, ¿de qué dimensión hablas?

Con tristeza tuve que responderme la única afirmación inmutable:

—No, no soy un ser normal. Soy de aquellos como el príncipe perdido en un insignificante planeta,
que podía ver una oveja dentro de una caja. No cualquier oveja, sino precisamente su oveja,
la oveja que él quería tener.
El pequeño príncipe que amaba una flor; con espinas, pero única en el universo.

Pero…perdón, no es válida la comparación. Son residuos.

Sería apropiado decir: “No era un ser normal”. Puedo devenir…”normal”, si es que ya no lo soy. Tiene sus ventajas.

Suelo interesarme por el diseño e implementación de aplicaciones. Hablo de aplicaciones elaboradas en lenguajes de programación. C, C++, C#, Visual Basic, Delphi y otros lenguajes. Aprendí la eficacia, rapidez, la efectividad de las que tienen una estructura directa, sin lazos o repeticiones.

Aprendí la utilidad de las preguntas: “¿Qué tienes?”, “¿Qué quieres?”, también a ver las cosas de la vida como cajas negras. Si funcionan, no hace falta saber cómo, ni por qué. Usarlas y basta.

En la universidad, estudié electricidad. Si nos detenemos a pensar en lo que la electricidad es, en su naturaleza, en las partículas, las ondas electromagnéticas que conducen, trasmiten la energía, en la frecuencia, la potencia, el voltaje, sus leyes y demás detalles, puede considerarse complicado, pero si vemos el modo de utilizarla, los beneficios que nos produce, cuándo, cómo y para qué usarla, no es sino maravilloso.

Detenerme a pensar en lo del torbellino en la playa, carecía de utilidad. En cambio, la constante mutación es interesante, la trasformación de la ciudad me era innegablemente servible, utilizable. Las imágenes cambiaban, cambiaban las ideas expresadas, sugeridas.

Del mismo lugar, se toman fotos que dicen o muestran diferentes cosas. De igual enunciado, hasta con iguales palabras, se pueden extraer mensajes distintos.

Cada lugar, cada motivación, tiene un millar de expresiones, de sutiles sugerencias.
Tras diversas peregrinaciones por el centro de la ciudad, de haber tomado fotos de muchísimos lugares, concluí que la playa era más fértil. Siempre cultivé fotos útiles, pero estaba casi decidido a volver por mi recodo.
Sentía una febril ansia de sus piedras, su arenisca, sus pajarracos, su calma.

El centro de la ciudad tenía su belleza, era interesante, pero no comparable.

En las construcciones había arte, belleza, colores, pero en la playa había un secreto.
Cuando iba a mi recodo sentía como que esperaba algo. En la línea del tiempo, en la infinita e incontable serie de eventos que se suceden como números, en el diagrama cósmico de las vidas, dos elipses iban a coincidir.
Estamos llenos de encrucijadas.

Tengo la creencia de que esos cruces nos siguen hasta lo que los budistas llaman: Nirvana.
Sin embargo, algo me detenía. No sabría decir qué. Una idea inexpresable me hacía vacilar.
Me entretuve haciendo fotos de otros lugares. Fotos que no me sabían a nada. Que había de destriparlas para ver que se pretendía.

Apaciguar la sed de crear, detener o calmar la imaginación, puede convertirse en una ardua labor. Desde posturas simples, se puede analizar la creación, abstracción, imaginación o como queramos llamar a nuestro poder de inventar, como simple recombinación de lo conocido. Ligar, combinar, construir basándonos en lo ya visto, comprendido, dominado.

Pero es ahí donde está el punto. Para avanzar, crear, trascender hacia lo nuevo, hay que ir más allá de lo conocido.

No se trata de idear de una vez, es decir, proceder de golpe e ir a formas nuevas. Se trataría de juntar elementos, detalles, conclusiones. Dirigir nuestra especulación buscando resultados diferentes.

Por ejemplo, por décadas el hombre ha explorado el universo. Seria incalculable el tiempo, recursos, esfuerzo empleados. Se han logrado descubrimientos, pero aunque han sido múltiples las posibles pruebas o evidencias de vida extraterrestre, el hombre no encuentra vida en un perímetro que cada vez es más amplio.

La cuestión es: ¿Qué tipo de vida busca?, cuando hablamos de “vida”, ¿encierra o contempla este vocablo todas las posibilidades que su idea expresa?, entonces, ¿busca el hombre solo el tipo de vida conocida por él, lo que convencionalmente o puede que hasta científicamente en hombre entiende por: “vida”?

Me asalta una pregunta: ¿Cómo conciben los ciegos los colores?, pero a su vez pienso en la grandeza de hombres como aquel genio que compuso una maravillosa sintonía que él no podía oír.

El deseo que me invitaba a ir por mi refugio de la playa, no era para buscar fotos o descansar como era antes, ni lo que me detenía era la duda de no poder conseguirlas o no poder lograr el reposo deseado.

No era sino un factor externo lo que condicionaba mi actitud. No era aún el momento. Una de las historias más interesantes que podría contar estaba por venir.
Volvamos pues a nuestra historia.

Un sábado libre, arranqué mi arcaica maquinaria rodante, a la media hora estaba en la playa. Caminando sobre su arena, arrullado por el vaivén de las olas, la canturía de las aves. Penetraba en el agua hasta las rodillas, hundía mis manos hasta el fondo para palpar el frio suelo que la marea matutina mantenía cercano. En las mañanas por lo general la marea es alta, al menos por donde yo frecuentaba, pero aquel sábado estaba mansamente baja.

No me alejaba mucho, pues cuando entraba a mojarme, dejaba afuera mi cámara en su bolsa, mi trípode y otras cosas que había llevado.

Así, como si fuese paseando, me dirigí a mi habitual apostadero.

Las cosas estaban en su lugar, nada había cambiado. Estaba la costa, mis rocas, mis palmeras, los viejos troncos veteados de musgo, no estaba mi Kayak pero había algo nuevo. En mi recoveco escondido había dos bultos blancos. Tendidos precisamente donde yo solía acostarme, se estiraban como dos sacos para dormir cubiertos por sendas sábanas blancas. Uno mayor, ocupado casi por entero y otro que se veía desinflado en un gran porciento de su volumen.

Observé con cuidado, sin hacer ruido, maldiciendo las locas aves que chillaban por las cercanías. El bulto menor se revolvía con inquietud, trataba como de pegarse al mayor. No emitía sonido, pero se arrastraba tratando de mantenerse pegado al bulto de mayor tamaño.

Me agaché. Puse el bolso de la cámara, mis cosas sobre la arena. Estaba a unos escasos tres metros de las dos enjutas moles. Estuve cerca de cinco minutos o más esperando, escuchaba el ritmo de mi respiración acompasada con el reventar de las olas contra las rocas.

Me puse de pie de un salto, tan pronto como vi surgir de debajo de la sábana bajo la que se hallaba el pequeño volumen, un pie, un pequeño pie blanco, un piececito de niño.

Una inmensa gota de hielo cayó en mis nervios, donde pensé que no había nada, en el espacio que necesito tener disponible, donde resulta increíble que sobreviva algún sentimiento parasito a mis practicismos.

Entonces vi como de igual modo salía una pequeña mano, se agarraba,halaba a la parte más voluminosa.

Luego una cabecita de rizados cabellos dorados se levantó, se precipitó sobre el bulto vecino diciendo algo en una lengua desconocida por mí. Era una niña.  No pude moverme, estaba congelado.

El cuerpo mayor se revolvió,  comprendí que era otra persona. Una voz de mujer musitó algo en aquella lengua extraña, a la cual no encontraba similitud. No era inglés, ni tampoco español, ni francés, ni ruso no hablo ruso, pero lo conozco, identifico su pronunciación. ¿Qué jerigonza era aquella?

Sin notar mi presencia, la niña sacudía la masa vecina como urgiéndola a levantarse. Decía algo como…mam!!
Por fin logró la atención reclamada. Igualmente sin reparar en mi presencia, la mujer salió del saco, se aferró a la chica. Era un rostro afilado, muy blanco pero en cierto modo enrojecido. 
Con manos muy delgadas sujetó la cabecita, la acarició. 

Tenía que ser su madre, solo una madre acaricia así.

Le hablaba por lo bajo, algo que además de no entender, no podía oír con claridad. Entonces me vieron. La mujer lanzó un… Oh! y trató de halar las sábanas sobre sí.

Yo estaba de pie, inmóvil, ido del mundo, mirando sin ver, inmóvil como las rocas de la orilla, pretendiendo expulsar la alegoría. Sordo, mudo, incapaz.

Ella se levantó con decisión, fue hasta mí, aunque insegura, con movimientos lentos, pero valientemente se me acercó. Dijo en un inglés cargado de acento:

What are you looking at?

No pude responder. No podía hablar. Mis sentidos la vieron ejecutar sus actos, sus movimientos, pero estaban petrificados. Yo era una piedra, un bloque de hielo.

Do you hear me?—gritó ella, pero igual, la escuché lejana, en mi aldea, era mi esposa. En la arena estaba mi hija, esperando la respuesta.

Se acercó, se quedó mirando como mis ojos goteaban aquel estúpido líquido que caracteriza mi imbecilidad, que me hace parecer o no sé si creer que soy un ser débil.

Su voz cambió. Me dijo:

—Are you OK?

Desperté.

—Yes, thanks, I’m all right.

No creo útil contar lo que pasó después, es decir, cómo pasó. Me apena decir que mis piernas de doblaron en la arena, agarré la bolsa de mi cámara, no podía dejar de llorar.
Era un llanto de cretino, el llanto del energúmeno que debo llevar dentro.

Ella suavemente decía algo como…

Calm down, what's wrong with you?

Yo movía la cabeza negando, pero no podía parar.

Ella fue hasta su saco, regresó con una botella de agua. Me la ofreció. Bebí, recuperé el control. Le di las gracias, creo que más de diez veces dije: —Thanks!

Me apoderé de la apestosa bolsa de mi cámara, escapé.

Me largué corriendo sin saber si huía de la realidad o de la remembranza, pero me evadí sin dirección.
Estuve rodando por la ciudad, sin decidirme a ir hasta mi auto. El parquímetro debía tener monedas todavía. En verdad no quería irme. Necesitaba recuperarme.

Entre en un McDonald. Comí algo. Con calma, pensé. La separación entre mi hija y yo, entre mi esposa y yo, había sido un recurso de emergencia. Pasábamos por momentos difíciles. Mi dolor era natural, pero no tenía que torturarme de tal modo ni evidenciarlo así.

Además, filosóficamente pensando, las soluciones emergentes hay que verlas como lo que son: soluciones al fin y al cabo. No hubiese querido recurrir a esta última variante, pero no tuve elección.
Me veía forzado a adoptar la mecánica práctica que me había ayudado a resistir, a soportar contingencias, rupturas, pérdidas, limitaciones.

Otra ruta unidireccional. Tenía que seguir.
Se me ocurrió que las invasoras del recodo podrían tener hambre. Me decidí a llevarles algo. Estaba recuperado. Me sentía bien, solo había sido un momento, todos tenemos momentos. Compre unos sándwich, unas bebidas. Volví.

Cuando me acercaba vi a la pareja de intrusas correr por la orilla de la playa. Me les acerqué, las saludé como si nada hubiese pasado.

La flacucha mujer me saludó alegremente, tal parecía que me conociera de siempre. Aceptó los sándwich,  llamó a su hija. Estaban evidentemente hambrientas. Devoraron la comida.

Me dijo sus nombres. Ella se llamaba Anne. La chica Kayla. Supe que eran irlandesas. Yo me presenté. Hablamos lo posible. Lo que nos fue factible entendernos. Habían venido hasta América traídas por el padre de la niña hacia menos de un año. En Irlanda a la niña le habían diagnosticado una enfermedad que podía ser curada en los Estados Unidos, pero luego de dos meses de ellas llegar el padre había muerto en accidente automovilístico. Se habían quedado solas.

Cierta Iglesia les pudo proveer un refugio luego de tener que abandonar el lugar que el hombre tenía rentado, así como una tarjeta de sellos para comida. Ella no había podido arreglar debidamente sus documentos,  pero estaba en eso.

En resumen, fue lo que pude saber tras una breve conversación donde abundaron las señales manuales e intercambio de preguntas, que igual hubo que auxiliarlas con sugestivos gestos.

Yo le hable de mí, de mi vida en Cuba, de mi esposa e hija, de mi viaje al nuevo país. De cuánto he pensado que algo así pudiera pasarle a mi familia, de mi tremendo temor de que ellas quedaran desprotegidas.
Le aseguré mi confianza en que su situación de resolvería sin dudas, de que Los Estados Unidos era un país donde se cuidaba, se protegía a los niños. Que ella, como madre, también seria tenida en cuenta, algo que  no sabía en el momento de venir yo.

No les pregunté por qué estaban en el recodo, pero ella se me anticipó, leyó mi idea.

In the place we live, we cannot be all day long, we are not allowed.

Les dije que compartiría mi escondrijo con ellas, que por allí nadie venia, que era un sitio tranquilo, seguro para relajarse. Que vendría más a menudo, nos veríamos en caso de ellas volver. Cosa que no creía muy cierta, pues mi trabajo no daba lugar a eso.

Le pregunté si tenían teléfono.

 —No— fue su respuesta. Lamenté no traer conmigo el teléfono que me dieron de gratis por ser de bajos recursos, que funcionaba perfectamente.

Pensé que había forma de conseguir un teléfono del gobierno, me extrañaba que en la Iglesia no le hubieran dicho acerca de esto.

Me sorprendí al ver como nuevamente se refirió a lo que yo pensaba, explicándome que en la Iglesia había varios teléfonos públicos, que ya la habían ayudado bastante con lo del albergue, los sellos de comida, las citas médicas de la niña, por lo que ella no había querido insistir en lo del teléfono.

Durante largo rato conversamos. Apenas nos entendíamos, pero lo que no se entendían eran las palabras, pues las ideas volaban de una mente a otra. Anne leía mis pensamientos.

Cuando yo no descifraba algo, se apresuraba a explicar según podía hasta dejar las cosas claras. Si yo trataba de decir alguna cosa que no hallaba el modo de hacerme entender, me decía:

—OK, OK, I know— me daba detalles que demostraban que sabía en claro a lo que me refería o trataba de decir.

Era una pena que aquella virtud no la hubiese dejado prever la terrible catástrofe que le había sobrevenido en América.

A los pocos días volví, un miércoles. Aproximadamente a la misma hora en la mañana. Me alegré mucho de encontrarlas donde mismo, jugando en la playa. Me impresionó la inteligencia de aquella mujer, que le hacía creer a su hija que nada grave ocurría.

Luego de saludarnos, intercambiar palabras, de yo darles algunas cosas que les había traído; un muñeco inflable para Kayla, uno que había pensado usar en mis fotografías, pan, algunas latas, agua en botellas, galletas, Anne se alejó corriendo y riéndose, fue hasta su saco, revolvió, levantó un teléfono en su mano.

Parecía alegre. Era difícil de creer, pero eso parecía. Gritó de lejos:

—I knew you would come today!

Yo también me alegré. Les dije fingiendo una entera confianza, que era una prueba de que todo se iría resolviendo.

Aunque mi actuación indicando confianza la creía necesaria, lo cierto era que veía infinidad de cabos sueltos, los que no se me ocurría modo de atar.
Aquel día supe, que Anne, al rayar el alba, tenía que cargar con su hijita aun dormida en brazos, con sus demás bártulos e irse hasta el recodo, que era el sitio más tranquilo de los inspeccionados, después de recorrer las cercanías decenas de veces, ir por cientos de lugares públicos, así como toda la margen cercana del mar.
Yo sabía que era cierto. Que mi recodo era uno de los sitios, sino el único sitio apacible del contorno.

Yo también había recorrido el área, en busca de calma, sosiego, seguridad, tranquilidad. Era un lugar difícil de adivinar.

Antes de llegar a él, se alzaban rocas por las que parecía imposible cruzar, se podía pensar que en lo adelante solo estaba la cruda costa con sus piedras,, arrecifes, pero inesperadamente surgía el canal y el recodo, donde se alzaban palmeras en una increíble arena blanca. Una estrecha playita por la que se podía caminar mar adentro sin que el agua te subiera de las rodillas.

La transparencia del agua permitía ver estrellas marinas, conchas, caracoles, pequeños peces. Era increíble que hubiera sobrevivido aquel minúsculo paraíso.

El exterminio; la devastación causada por el hombre sobre los elementos naturales, el medio ambiente, hacen que no subsistan las bellezas que la naturaleza brinda. La ciudad, el mundo en su mayoría toman medidas para que las personas se vean forzadas a cuidar, proteger la naturaleza, pero la influencia del hombre sobre el medio sigue siendo fatal.

Acompañé a Anne y Kayla hasta un mercado en la zona donde compramos un pequeño carrito para compras, que facilitaría la tarea matutina, pues la niña cabía perfectamente en él. No tendría que llevarla en brazos.
Al principio tuvimos dudas sobre si le permitirían tenerlo en el lugar donde dormían, pero por fin decidimos que probaríamos, lo compramos. No era caro, ademas podíamos devolverlo, de modo que valía la pena intentar. Traté de darles algo de dinero, pero Anne no aceptó, dijo tener para lo necesario.

Anne se mostraba sumamente agradecida, me dijo que nunca antes nadie había tenido atenciones de ningún tipo para con ellas. Insistía en que yo comprara leche o algo que necesitara, que se pudiera comprar con su tarjeta para comprar alimentos, pero obviamente no acepté.

Volvimos a nuestro emplazamiento. La mañana era asombrosamente bella, reposada. Pude saber que la semana siguiente tendrían una primera sesión sobre no sé cuáles radiaciones con las que tenía que ser tratada la niña.
Tenían transporte que los llevaría y traería de regreso, además de almuerzo asegurado, todo estaba bajo control.
Nos situamos al amparo de las palmeras, comimos algo que habíamos comprado, mientras Kayla jugaba, se divertía de lo lindo con el muñeco inflable que yo le regalé.

Lo enseñaba a nadar, a pronunciar palabras en inglés, le hablaba del cubano que mamá había conocido, le explicaba con ternura que no había de qué preocuparse, que el cubano las ayudaría. Era muy gracioso oírla alternando sus explicaciones de la pronunciación en inglés y la otra jerga que era su idioma.

¡Que dulce, qué difícil es cuando alguien deposita confianza en ti! ¡Cuánto más difícil es si ese alguien en un niño!

Hicimos un resumen. Primero, tenían techo. Segundo, tenían comida. Tercero, tenían con qué vestir para no pasar frio. Cuarto punto, el tratamiento se llevaría a cabo. Quinto, tenían teléfono por lo que pudiera ocurrir. Sexto factor, tenían un amigo quien estaba dispuesto a ayudarlas, ya les había dado el número de mi celular, además de contar con la ayuda que hasta ahora la iglesia les había proveído y tenían algún dinero. Pues, entonces, Kayla le decía la verdad a su muñeco, nada grave pasaba.

Nos reímos. Creo que esta vez fue Anne quien dijo como diez veces: ¡Thanks!

Se quedó mirándome en silencio. Por unos minutos escuché el latir de su corazón, ella debió escuchar el mío. Sentí su mirada inquisitiva entrar por mi cornea, llegar a mi pupila; la que se contrajo por el tremendo brillo de la pregunta, el cristalino de mi ojo proyectar directamente la interpelación bien enfocada sobre la retina, entonces de allí la interrogante saltó en gotas de duda, miedo, suplica, a mi sangre; como un sublime ruego.
Sentí ganas de besarla, pero solo apreté su mano. Le dije:

—Everything is gonna be fine, trust me!

Anne no era bonita, era una mujer de facciones duras, angulosas. Su cara tenía el color de la lluvia cuando cruza el sol. En parte blanca, muy blanca, en parte rojiza. Tampoco era fea. Su cuerpo estaba bien formado, aunque era delgada. Pero como no soy muy dado a notar particularidades físicas, puede que se me escaparan otros rasgos. Lo que la hacía bella era el amor por su hija.

Pasamos un miércoles feliz, cargado de emociones, tranquilo, viendo a la niña jugar entretenida.
Regresé casi anocheciendo. Volví a los pocos días, otro miércoles. Quería saber qué había pasado con las irlandesas.

Las hallé, para mi satisfacción en mi curva escondida. Había tenido lugar la primera sesión de radiaciones, pero todo estaba bien. Otro día de placer, alegría, de tranquilidad.

Cuando ya me iba, Anne se acercó a mí. Le pedí que mirara la hora en el teléfono. Miró el celular, se pegó a mi cara, me dijo:

  It's six o'clock. You’re leaving now?

Yo había recogido mis cosas, estaba acomodándolas para llevarlas al carro, que estaba lejos. Pero solté mis tarecos. Me puse a mirar la mujer que respiraba pegada a mi cara.

Tenía los labios gruesos, ¿Cómo no los había notado antes?  Eran labios inflamados, húmedos que me hicieron zozobrar.

La niña estaba apartada en sus cosas.

Un realengo de diablos encapuchados giraba entrecruzándose, sacudiéndose en estertores al son del tambor. El aquelarre nos tragaba como el torbellino se había tragado la costa, pero ahora no supe permanecer indiferente.
Sentí en mi cuello la libidinosa mordida de la bruja de la lujuria extrayendo mi deseo.

  Ella agarró mis dedos.

— Why did you come back? Is this love?—susurró—Nobody love me before.

El silencio caminaba como un ciempiés sobre los rayos del sol que empezaba a ponerse. Le miré sus ojos grises y no pude responder.

—May I kiss you?—dijo ella.

No podía responder. Mi mandibular temblaba como si fueran cincuenta grados bajo cero. Ella no esperó mi respuesta, besó rápidamente mis labios temblorosos, se largó corriendo. De lejos su voz se enredó en las palmeras:

—Go away!

No sabía si era amor. Cargado con mis cosas rumbo al carro mis ideas daban vueltas. Yo amaba a mi esposa, adoraba a mi hija. El tiempo en soledad tenía su influencia. Me detuve un instante. Una maquiavélica idea fluyó sin darme oportunidad a pensar.

Regresé a donde ya ellas, que se estaban preparando para partir.

—Anne, just wait for me here, all right? I need you to have all your things ready, when I return. OK?
Ella asintió. Corrí hasta mi carro, que milagrosamente estaba en su lugar, pues el parquímetro ya había agotado las monedas.

Me subí, limpié un poco. Mi carro es una expresión clara de lo que ha llegado a ser el abandono al que me he consagrado. Regresé. Me dirigí al punto transitable más cercano al sitio donde ellas estaban. Sin siquiera saber si podía parquear allí, dejé mi carro, fui a buscarlas. Les pedí subieran.

Anne reía atolondrada.

—What are we gonna do?
—Let’s go, let’s go, quickly, please.

Fue así como me permití algo que no hubiese soñado permitirme. Fuimos a un hotel. Anne llamó a lugar donde dormían, explicó.

Dijo una mentira justificable, aunque cualquier cosa podía justificar la fiebre que aquella mujer derramó en mi vida.

No sé si el amor se puede dividir, creo que el amor verdadero es indivisible, pero si no era amor, algo parecido circulaba, resplandecía haciendo nuestras existencias compartibles.

Tuvimos un sexo frenético, diabólico, redundante., pero lo más importante fueron las palabras. No dormimos, hablamos hasta el amanecer. Con palabras, con señales, mediante la curiosa telepatía de Anne, pero hablamos hasta el cansancio.

Hablamos de nuestras luces y de nuestras sombras, de los soles y las lunas vividas, de la vida y de la muerte, hablamos hasta creernos.

Supe que su esposo era estadounidense, un hombre mayor, de posición relativamente cómoda. Anne creía que realmente él nunca la amó, que su hija, hasta quizá ella misma, habían sido un accidente, una aventura para él.
Después de ser consultada por los médicos, quedó claro que venir a los Estados Unidos, era la única, la posible manera, al alcance de la mujer, de que la niña pudiera superar su enfermedad; de no ser así ella nunca hubiese venido a América.

Su infatigable insistencia prácticamente obligó al padre a decidir traerlas. Ella tuvo que contribuir con el importe del viaje, lo que significó usar casi todos sus recursos. Dijo que él se lavó las manos de otras responsabilidades de las que en verdad no debía, pero en fin, ella no lo culpaba.

Creo recordar el nombre la de enfermedad. Si no me traiciona la memoria era linfoma de Hodgkin.
Le comenté a Anne sobre mi criterio de que el hombre no lo había hecho de la peor manera, que en definitiva sí hubiera podido eludir muchas de las cosas que en definitiva asumió.

—That he could have eluded? —dijo Anne asombrada.
—I mean, legally—aclaré yo.

Pero para ella solo importaban las verdaderas responsabilidades, de igual modo para mí. Pero, en la vida de hoy, existen diferentes modos de entender cuáles son estas “verdaderas responsabilidades”.

Le expliqué que yo no era entendido en asuntos legales, que no estaba claro en cómo hubiera podido ser, pero que si conocía casos de padres, de madres incluso, que podría ser que actuaran de otra manera.
Anne se quedó observándome muy seria. Yo aclaré:

—Please, understand me, it's not my way of thinking, I do not see it that way and I do not understand it that way.

Estuvo unos minutos pensativa.

I know, after telling me what you told me about your family, daughter and your trip, now—dijo al fin— I understand your feelings, I know you do not think in that way.
Ya sabía su edad. Anne tenía 29 años, la edad que tenía mi esposa cuando nos conocimos. Cuando creí que mi Dios me daba mi compañera definitiva. Kayla tenía ocho años, la edad de mi hija.  El tiempo, sus marcas.
Anne volvió a leer mis pensamientos.

—I know that you love your wife and you will not deny it to me. You don’t have to blame yourself. I understand.

Afloraba el sol. Brillaba sobre el mar una redonda esfera naranja que se deslizaba ondulante por encima de las olas.

Los diablos volvieron a tronar. La barahúnda confusa nos tiró al suelo, nos volvimos a enredar en un sexo satánico.

No tengo palabras para decir lo que aconteció después; sería una somera paráfrasis.
Vino la calma. Conversamos otra vez. Cosas nuevas.

Yo inicié el diálogo. Le conté de los años de los que me gusta hablar. De la universidad, de mis compañeros. De antes de comenzar la universidad, cuando murió mi padre.

En particular le llamó la atención cuando hablé sobre un cuento que habíamos estudiado en una clase de literatura, creo. Le dije casi todo la anécdota de memoria.

Era un relato sobre la guerra en Grecia, la Grecia antigua. A un pueblo amenazado por un ejército mayor y mejor armado, se le mandó un mensaje, repleto de advertencias e intimidaciones; un ultimátum.

El valiente pueblo envió una nota con su respuesta:

" If…"

Anne quedó encantada con el relato. Alabó la inteligencia, audacia del pueblo griego. Elogió mi forma de narrar.

Recordamos el nombre del pueblo: Laconia, ella continuó el coloquio.

Even though I also like to be laconic sometimes, today I won’t; I'll talk enough.

Me contó que en Irlanda las chicas estudian en colegios unisex, que tuvo su primera relación amorosa a los diecisiete años, que no estaba segura de lo que el amor era ni de haberlo sentido por alguien que no fuesen su hija o sus padres.
Le pregunté si no había amado al padre de Kayla.

—The relationship with Robert, though it was exciting at the beginning, could not be love. It had a good result; my daughter, but there was no love between us, if the love is what people say.

Quise saber por qué había decidido tener su hija con un hombre al que no estaba segura de amar.

—I told you, first it was emotional, sweet, interesting, promising and about the girl, I had even thought to get pregnant artificially. I wanted a daughter.

Yo entendí por qué no culpaba a Robert.

Habló de sus padres, de sus amigos, su trabajo. Trabajaba, como yo, en una tienda. Donde se vendían ropas, así como otros enseres.

Me di cuenta que volvía a pensar. Se me complicaban las cosas. Se arruinaba el hombre práctico.
La escuchaba pensando. Conjeturaba cómo se entrecruzan los caminos. Cómo Dios diseña nuestras vidas, nos deja probar quiénes somos, evaluar nuestras ideas.

Pensaba en lo que podrían buscar las personas. Igual que halló el átomo, el electrón, los huecos negros del universo; el hombre podría buscar dentro de sí, dentro de lo que nos hace iguales y distintos, en la zona desconocida donde nuestras vidas coinciden, se repiten como series matemáticas.

Idear patrones para que los diferentes caracteres alcancen su meta. Ser feliz podría considerarse el gran logro de todo ser racional, pero su complejidad no se iguala al cálculo diferencial, integral, a las ecuaciones exponenciales y logarítmicas o a la matemática borrosa.

Hay que buscar formas nuevas—reflexionaba yo— enfocar y dirigir los telescopios hacia la meta galaxia del espíritu, del comportamiento humano.

Somos como astros perdidos en el universo de la vida. ¿Sería el hombre capaz de  modelar sistemas que permitan nuestras elipses transcurrir sin tropiezos?

Anne hizo una pausa.

Are you hearing me?

Sonreí con pena. Le acaricié su mano, pero le mentí.

—Yes, I am.

Le dije que después de marcharnos del hotel, iríamos a comer algo a algún sitio cercano, que se preparara ella primero. Después despertara a la niña.

Se detuvo delante del espejo, se maquilló a más no poder. Su cara, su delgado cuerpo, sus manos, sus piernas,
Anne cargaba a toda hora con sus instrumentos para maquillarse. Me contó como siempre, a la hora de volver, buscaba entre sus cosas sobre la arena, una carterita especial donde guardaba sus pinceles, creyones y demás productos que usaba. Que se pegaban granos de arena a sus cremas, lo que la fastidiaba, la  hacía perder tiempo.

Parecía una niña grande, ni siquiera muy grande. Era menos que mi estatura, que es un metro y setenta. Su cabello era rubio, finísimo.

Dijo traer pocas cosas consigo.

Se vistió con una falda muy corta, medio estrujada que sacó de no sé dónde. Aunque me gustaba, le dije que no era usual, que prefería usara los jeans con los que la había visto antes.

Are you kidding?  But well, if that's what you want, I will.

Fuimos a un restaurantillo de comidas latinas. Comimos opíparamente. Las llevé al lugar donde dormían. Conocí a la encargada del lugar. Una señora de unos setenta años, cuyo rostro se movía continuamente como diciendo:” sí”.
Era un condominio de aspecto fúnebre, pero para Anne, había sido la primavera.
La mujer charló conmigo, se llamaba Gretta. Me dijo haber hecho gestiones para que le rentaran una habitación independiente a las irlandesas, las que hasta ahora dormían en un cuarto de desahogo destinado al mantenimiento de edificio.
 
Comenté que las rentas de por allí eran caras, pero ella aclaró que el gobierno tenía planes que no lo eran. Que ella las llevaría a una agencia donde les proveerían recursos en dinero.
Dije que yo vivía en una habitación extremadamente pequeña, pero en caso de no resolverse lo de su habitación ya veríamos.

La mujer miró a Anne con seriedad. Miró luego hacia mí y mi viejo auto. Comprendí.
La señora especificó que esas ayudas eran aplicables a madres solteras en su generalidad, que era un punto a su favor mantener el estatus de viuda de un ciudadano americano.

—But still—dijo la anciana—would you live with him?

Anne miró a través de la pregunta, de mí, como si fuese yo quien debía responder.
Pasaron días sin vernos. Kayla tuvo otra cita con los médicos. Le dieron más radiaciones. Hablábamos diariamente por teléfono. Se logró lo de la renta. Estaban en camino un day care para la niña y un trabajo para Anne. Se abrían caminos.

Fui a verlas, a felicitarlas por los éxitos. Quería volver a llevarlas al restaurant a donde habíamos ido. Llegué casi a las cinco. Toqué el timbre, marqué el apartamento. Ya tenían su apartamento.
Anne bajó a recibirme. Me quedé mudo de asombro. Se había rapado la cabeza. Se había tumbado su bello y fino pelo rubio.

—What’s that?, What did you do?—pregunté.
Come in, come in, I'll explain.

Y mi asombro llegó a su límite cuando en la habitación vi que le había rapado la cabeza a la niña. Le había pelado su lindo, encaracolado cabello de oro.

—But, what the hell is this?—fueron mis palabras; las que luego hubiera querido borrar.

Anne me explicó a solas que en la clínica le habían dicho que las radiaciones provocarían la pérdida del cabello. Que sería gradual, pero inevitable.

Anne y Kayla quisieron integrarse a la ciudad, donde muchas mujeres usan el rapado como moda. No notaria el efecto. Estaban las dos rapadas, afeitadas. Acopladas a la moda de la ciudad donde habitaban.

Why Richard does not shave his head too?—preguntó Kayla intrigada.

Because I am like Samson, if I cut my hair I lose my powers.

Kayla me observó reflexiva.

—Yes, I know. I knew that all this; all we have now is because of your power. It has to be due to someone's power.

Sentí amor en sus palabras. La inocente ternura de los niños, a su vez una tremenda inteligencia que le hacía creer a su madre que era ella quien dominaba, quien manipulaba la situación.

Richard, do you know what a tornado is?—dijo la niña— It's like a hurricane, it rips things off. A tornado took my hair off, but things return to their place, my hair will come back again, you will see.

Asentí. Afirmé con gesto simple, mordiéndome los labios, la lengua, los recuerdos que volvían sin yo pedírselo.

Yes, Kayla, everything will return to its place again, but it is God’s power, not mine.
Miré a la madre, cuyos ojos ahora eran los que derramaban el líquido que me hace creer y descreer.
Hay mucho más para detallar.
La historia con las irlandesas no terminó ahí, hay otras cosas por contar, pero no me gustan las narraciones largas.

A pesar de la metamorfosis transitoria, tengo que ser un hombre práctico, saber hacer clic y seguir.
Anne no se adaptó a vivir en los Estados Unidos. Me contó maravillas de Irlanda, me habló de la gentileza de sus padres, de los alquileres baratos, de mi posibilidad de conseguir un trabajo mejor que el que yo tenía. Me hizo cientos de insinuaciones, pero el hecho de viajar yo a Irlanda estaba fuera de análisis.

Kayla y su madre regresaron a su país natal después de ser resuelto lo de su enfermedad. Creo que tienen que volver por America, pero no sé los detalles. Mi efectivo, utilitario, pragmático talante tuvo que ser retomado.
Dejé sin embargo una hendidura sin proponérmelo.

Días antes de ellas partir, luego de habernos encontrado infinidad de veces, le entregué a Gretta una nota. Le pedí se la diera a Anne en el momento de despedirse.

Le explicaba a Anne muchas cosas, le aseguraba otras, me disculpaba y le pedía lo que no es necesario decir.
Después de ellas marcharse, fui por el condominio, vi a la encargada, me abrasó conmovida, me entregó la respuesta.

Rediseñé algoritmos en los que mis practicismos se habían ido a la mierda. No fue aplicable el método de las cajas negras, de las instancias usables, reusables. No podía determinar qué tenía o qué quería.
Anne está bien, trabaja nuevamente en otra tienda de productos cosméticos. Vive con sus padres, que están felices por el milagro.

Kayla tiene otra vez su cabello dorado igual de hermoso, ya tiene trece años. Me llaman. Las dos me escriben en su chapucero inglés.

Cualquier día un tornado me arrancará de aquí, quizá del mundo para siempre. No me dejará volver y no es a Irlanda a donde voy a ir.

A veces cuando recibo sus cartas la fisura de abre inevitablemente. Pienso en ellas, en nuestra guarida de la playa, en el torbellino que transfirió el entorno de mi bienaventuranza a la dimensión en la que creo vivir, en lo que siguió; la transferencia fortuita de lo que queda de humano en mí.
Releo la respuesta que me dejó con la anciana encargada. El pliego de papel donde solo aparece una palabra:

—If…

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