Tierra Del Diablo



       Palabras Malditas.         

        Capitulo 6:   Tierra Del Diablo




Nota: La versión original de este libro, con todas sus imágenes puede ser comprada en:



—Queda el fantasma de lo que ya se fue y la sombra de lo que pronto se ha de ir—dijo sin escucharme, concentrado en el humo que salía de la tierra.
Eso debió decir, sentenciar “humo que se ha de ir”.
— ¿Ve eso que hay ahí?—volvió a recitar, apuntando hacia una construcción en ruinas que se levantaba a unos cien metros.
—Eso era la iglesia. ¡Mírela! Ahí estaba Dios. Ese Dios que dicen que ayuda a los hombres. Ya no hay nada. Aquí nadie creyó nunca ni en ese Dios ni en ningún otro. No se creyó en nada.
El hombre hablaba sin mirarme.
Era un hombre de unos sesenta años, según mi cálculo, Con su piel oscura,  raída por el sol y el tiempo. Sin dudas era un hombre de andar muchos caminos, de aspecto lúgubre. Su boca desviaba uno de sus extremos como quien piensa y no rebela lo que pudo deambular su juicio.
Había llegado a aquel lugar por pura casualidad. Me detuve para comprar agua, echar combustible. Me puse a mirar aquel pueblo desolado, por el que el viento se arrastraba con un sonido salvaje.
Entré en una estación destartalada en la que estaba este hombre, me dijo que no había agua en botellas. Salimos a bombear un pozo viejo del cual al menos pude beber un agua que tenía extraño sabor.
Apenas me calmó la sed. Frente a la estación había una calle en la que brillaban las piedras, al otro lado un rustico sitio donde al parecer se agruparon personas alguna vez.

A un costado tenía otra construcción en bloques pelados en cuyo interior había herramientas, pedazos de lata, tuercas y tornillos por el  suelo.
El sol rugía, como todos los soles de julio. Ponía colores en las cosas, pero aquel sol no era el que estoy acostumbrado a ver.
Me senté en el burdo parque, al poco el hombre se sentó a mi lado. Se puso a mirar el humo que silenciosamente emanaba de la tierra.
—No hay agua—dije— Por milagro queda combustible.
Entonces fue que dijo que no quedaba nada,  lo del fantasma y lo otro. En fin, no iba a arreglar el mundo. También, según indicaban las circunstancias, debía haberme extraviado.
Había salido a buscar unas fotos, es decir a tratar de hacer unas fotos de cierto paraje que me describieron como “muy pintoresco”.
Salí muy temprano. Anduve aproximadamente cincuenta millas. Estaba pensando que no me era inteligente ni económico buscar ninguna foto que estuviera tan lejos. Reparé en que me había quedado sin gasolina. Agarré la primera salida que vi para llenar el tanque.
Beber agua, porque tenía una sed abrasadora.
— ¿Dónde está la gente de aquí?—pregunté.
—Por ahí han de andar.
Entonces miré a lo largo de aquella calle de piedras blancas. Me pareció ver gente cruzando de un lado a otro, pero comprendí que era una ilusión, porque siempre ando colmado de ilusiones.
— ¿Que más hay aquí?—inquirí otra vez. Mis palabras rodaron solas.
El hombre se levantó, fue hasta la estación. Volvió con un periódico.
—Este era el pueblo. El mismo que ve.
Miré el periódico, que estaba veteado de manchas grises. Ilustraba un pueblo con bueyes amarrados y viejos autos, por ello reparé en la fecha. Mil novecientos veintiuno.
— ¡De esto hace casi un siglo!—me burlé asombrado,  pensando que aquel documento podía tener algún valor.
Le iba a tomar una foto cuando el hombre me arrebató el periódico.
—También queda el cementerio. Si sigue la calle, hallará el cementerio. Tampoco es el mismo. Debe estar vacío. Ya los muertos se fueron a donde tenían que irse. Los otros no necesitan morirse, ya están muertos.
Me puse a pensar en mis cohabitantes, los que me son cercanos. Recordé sus sonrisas vacías, sus simulaciones paradójicamente alegres, sus falsas verdades, sus caminos al éxito; tan engañosos y desiertos como aquella calle de piedras.
Estaba cansado. El tiempo sentado conduciendo me había dejado un dolor frio en las rodillas.
Cogí la cámara. Eché a andar calle arriba para estirar los pies, lo que me costó cierto esfuerzo. Sentía como si aquel maldito humo se me enredara para no dejarme caminar.
Después de andar un tanto miré atrás. No vi al hombre, debía haberse metido la cabina otra vez. Caminaba oyendo traquear las secas piedras, como si saliera una advertencia, como si los pasos que yo iba derramando por aquel sendero desenterraran un aviso.
Me había levantado temprano. Al salir el timón estaba congelado. Había tenido que estar frotándome las manos un rato antes de arrancar. No acostumbro a levantarme tan temprano los días que tengo para descansar. Quizá por eso tenía la cabeza llena de espuma.
Me parecía oír voces, lo que era ilógico, pues no se divisaba nadie lo menos quinientos metros en derredor, no puedo decir más, porque ese diámetro era todo lo que podía divisar con claridad.
El camino llevaba a un esquelético bosque donde estaban los restos del cementerio, tendidos en la soledad.
No sabría explicar por qué mis percepciones sensoriales anunciaban peligro.
Allí era más intensa la reverberación de los sonidos. No le di importancia, pero me detuve a escuchar de dónde salían los gritos.
Podía haber personas metidas entre los raquíticos árboles. Me hubiese gustado tener algún que otro dialogo, pues aunque no era el lugar que me habían descrito, era una zona singular, aquel afligido territorio.
El área tenia de todo menos de pintoresco, pero resultaba curioso.
El vapor ondulaba adormecido, envolviendo el eco, embriagando la atmosfera que se licuaba en el clamor.
No era mi cansancio, de aquellas ruinas salían voces, chillidos opacos que se entretejían con el humo.

Me pareció ver al final del camino una mujer acuclillada y le grité:
—Hola, Hello!—no hizo más que desaparecer.
Saqué mi cámara y tome un par de fotos, es vicio, costumbre te hacer fotos de todo, de amarrar a mi memoria cualquier cosa que pueda parecer llamativa. La realidad se divide en varios niveles, les llamo dimensiones. Una de ellas se puede arrancar de las imágenes que nos salen al paso.
Las imágenes, a semejanza de los sueños, nos revelan secretos si sabemos descubrirlos, nos pueden ayudar a interpretar la vida, que parece incomprensible. 

Es difícil de entender. No sabemos cuándo ni por qué vinimos ni cuándo ni a qué parte nos vamos. Lo mejor que podemos hacer es tratar de vivir sin pretensiones, sin dañar a nadie, sin esperar recibir más de lo que se entrega, o mejor, sin esperar nada.

En todo caso, estar preparado para el fin que puede en cualquier momento llegar, inexorablemente.
Es risible cuan grandes nos medimos y lo poco que somos.

Sería bueno saber si los animales pequeños en verdad no saben del mundo o si se estiman el eje principal sobre el que gira el raciocinio
.
Si se dan gracias sin agradecer, se piden perdón por parecer delicados, si se trituran los huesos con gallardía, flemática y decentemente.   

Iba andando distraído en mi recurrente filosofía. Me crucé con un ave que huía presurosa haciendo un…”yeck”, “yeck”, “yeck”,  batiendo sus alas como si se desprendiera de algo, parecía querer sacudirse, abrir un hueco para irse de aquel sol rojo que empezaba a cubrirse de nubes.
Escuché el lejano silbato de un tren. Por algún lado debía haber una línea de ferrocarril. Caminé hasta donde ya no había tumbas, sino restos de una edificación abandonada. Por el terreno había railes, viejas líneas. Esos evidentemente no podían ser los raíles de los que provenía el sonido que había escuchado, el Puff, Puff, Puff. Sonaba a millas de distancia.

El cielo se había ido tapando de unas nubes polvorientas. Hasta ellas subía el humo que igual salía de entre las crucetas, la hierba, de la tierra seca. No había otra cosa que ver.

Me volví atrás. Crucé de vuelta el trecho recorrido. Por un tramo me vi metido en un enredo de malezas donde se podía ver como un pedazo de camino o sendero de concreto que se perdía en una maraña de ramas caídas. No dejaban ver más allá. No pude cruzar, ni saber hacia a dónde llevaba el atajo de cemento. Terminaba en un fango verde casi podrido e intransitable.
Busqué la forma de seguir adelante, de rodear, ver que podía haber tras el amasijo de gajos y hojas. Resultaba difícil.
Aquel camino lo habían hecho los hombres, pero ya no lo usaban.
Es bueno saber el fin de los caminos, aún más si pensamos abandonarlos, aunque no siempre es prudente seguir una ruta que se nos presenta inaccesible.
Bordee la vegetación moribunda tratando de hallar una vía que me dejara cruzar. Intenté dar un rodeo complicado del que tuve que desistir, no pude seguir.
“Todos los caminos conducen a Dios”, dijo alguien, pero ya me habían dicho que Dios se había ido de aquel pueblo.
Desde niño he conservado la costumbre de perseverar en mis cosas. No rendirme. Buscar opciones para realizar lo planeado, aun cuando la vida me ha enseñado que no es bueno encapricharse en llevar a cabo cada plan pensado por nosotros mismos.
Sin embargo, opté por dejarlo así.
Tras los arbustos que impedían el paso, se veía la claridad como una esperanza. No iría en busca de una promesa tan incierta.


No es imaginable la esperanza en un punto que no sugiere la esperanza. 

Evadí el complicado derrotero. Pasé otra vez por el cementerio, por entre las cruces y moles musgosas que conservaban antiguos grabados.
Me aproximé e intenté leer. No podía leer, era una escritura en una lengua desconocida. Parecía criptografía oriental, mi fértil fantasía imaginó que podía ser una lengua muerta.
Con mi lente para ese tipo de fotografía, le tomé una o dos fotos. El grabado era...

Copié:    मेरे पास आओ, जब आप धुआं की तरह हो

 Seguí, sin comprender a qué diablos de lugar había ido yo a parar.
Tomé las fotos no solo para capturar la imagen de las lápidas, también planeaba investigar qué decía el epitafio.

A pesar de la apariencia primitiva de los sepulcros, el rótulo sobresalía, se detallaba lo suficiente para precisar los caracteres.
Hice mis respectivas notas. Continué mi exploración.
Entonces la vi, como un destello o el sonido de un arpa en el más absoluto silencio, estaba aquella niña echada en medio de las tumbas que ya no tenían color ni otra cosa que la ruda textura de la piedra.
La vi mirarme como quien mira un espectro, pero sin miedo.
—Hi!— le dije. Sonrió ligeramente.
Era una sonrisa distinta, sin el brillo del arte, genuina; diferente a las que suelo ver, que usualmente van acompañadas de expresiones tiernas, un lírico gesto de dolor con las palabras: “lo siento, tengo que rebanarle el cuello.”
Una sonrisa noble en la que podía creer.
El lenguaje de los hombres no tiene vocablos para explicar ciertas cosas, pero no me cabe dudas de que lo que sentí al ver aquel ángel sobre la tierra muerta no podría ser explicado por ningún sistema de comunicación que pudiera existir.
Así quedó doblada, guardada en mi memoria. Con sonrisa tenue, enigmática, con su ropita deportiva e increíble que contrastaba con la lobreguez circundante.
Temí que fuera otra ilusión, por lo que me acerqué hasta estar frente a ella. Le pregunté si hablaba español. Asintió. Dobló su mano apoyándola en uno de sus hombros.
Cogí mi cámara. Dudé que pudiera yo decir justamente lo que quería decir, le insinué que quería tomarle una foto.
Ella quedó inmóvil esperando, le tomé la foto, guardé mi cámara. Cerré los ojos.
No sé explicar por qué mis dimensiones se ligan, se combinan.
Debo estar en el mundo equivocado, no sé quién soy, de tanto andar he olvidado adonde pensaba ir.
Tampoco podría volver, no recuerdo de dónde vengo. De cuál vida anterior, donde infames espejismos se solazaban partiendo la razón en trozos de cristal.
Las imágenes se apilan, se confunden,  haciéndome dudar de cuál real espacio de lo irreal proceden, proponiéndome fundirme en los universos en miniatura que encapsulan.
Abrí los ojos. Estaba allí, en la posición en que la había dejado, mirándome en silencio.
Me pareció que esperaba que le explicara, con la calma y naturalidad que ya no creo que existan, parecía aguardar.
Pero he olvidado como explicar, ya no me es útil, ni comprensible en mi mundo de maquetas.
—Detesto quien soy—le dije a mis muertos.  
Debo haber vivido demasiadas vidas, por eso se sobreponen, se mesclan unas con otras. También debo haber muerto demasiadas muertes.
El aire era líquido, corría evitando las ramas para no moverlas, para no descubrir la quietud sujeta a un manto estático.
Le iba a preguntar qué hacía en aquel lugar tan triste, cuando otra ave del sonido estridente; el…”yeck”, “yeck”, “yeck” remolcó mis ojos con su vuelo hacia el cielo que se había vuelto gris.
El ave zigzagueante se perdió en los cúmulos teñidos de azul grisáceo.  
Siempre me ha gustado ver las estrellas del día. El lucero del alba al amanecer o en la noche temprana, cuando todavía queda luz y su presencia parece inverosímil.
Allí estaba Venus, entre las nubes esponjosas, hasta en aquel olvidado rincón se podía ver, reflejando su radiante verdad sobre la tierra.
 ¿Estaba acaso anocheciendo? No podía haber pasado tanto tiempo.
Bajé la mirada. No la vi.
—Tengo el cerebro fatigado.
Para asegurarme di vueltas entre los túmulos, los fríos cascos de piedra. No hallé nada sino humo, ausencia, sin embargo tenía la seguridad de haberla visto.
Miré mi teléfono. Las cinco y cuarenta minutos. Increíble. Hora de volver. El tiempo había transcurrido de una manera sorprendente.
Uno de mis amigos es experto investigador especializado en eso de las lenguas muertas. Le pasé este mensaje:
“Joe, please, could you tell me which language is this and more or less tell me what it means?”
Tardó unos minutos. La respuesta fue la siguiente:
“It's an Indian language, it means something like this: ‘Come to me, when you're like smoke.’
From where the hell did you get that?”
“Ven a mí, cuando seas como el humo”.
Bajé por la calle rocosa hasta donde estaban los toscos bancos. Me encontré con el hombre de la estación dormitando en uno de ellos.
Se levantó. Después de hablar un par de cosas irrelevantes se fue hasta la caseta. Pensé que iba a traerme otro recuerdo de lo que aquel poblado sin casas ni personas había sido en el pasado, pero lo que trajo fue una cerveza.
—Los milagros ocurren—dije, simulando calma mientras el viejo sacaba un tabaco. Me ofreció otro que acepté con gusto.
Bebí ansioso. Mi sed no se había apagado del todo.
—Suave, que no hay más—dijo palmeándome un hombro, igual que cualquier ser corriente del planeta.
—Estoy harto de ver maquetas—Hablé con mis muertos— Me repugna el hedor de la hipocresía.
Le iba a contar de mi peregrinaje, de la chica, de las escrituras sobre las tumbas, de la extraña inscripción, pero no lo hice.
Le dije que no había podido ver persona. Agregó:

—Los vio señor, tiene que haberlos visto.

Le dije que solo había humo saliendo de la tierra. Quise indagar por qué, entonces él se anticipó.

—Humo, señor, son humo. Iba a seguirle. Alertarle a que no cayera en el pantano, en las arenas movedizas que están escondidas por el matorral.

Pensé que aquel hombre estaba loco. Que yo había jugado con suerte. Miré el teléfono. Sin señal.

—Lo que hay que hacer es seguir. Se ha hecho muy tarde, no me explico cómo las estrellas ya están saliendo.

—El tiempo ayuda, señor, es el único que nos ayuda, a acabar rápido.

No dije nada, lo vi botar su botella vacía, acomodarse. Decirme:

—Irse, no sé si pueda. Hace mucho que no venía nadie. Esta tierra del diablo recibe a los que vienen. Después, se van cuando ya son humo.

Buscaba dónde había dejado mi carro, que no aparecía. La calle era más larga de lo que yo sospechaba, como si diera vueltas.
Los pájaros que emitían el…”yeck”, “yeck”, “yeck” que me sonada cansino,  me cruzaban sin revelarme el modo de escapar.

Me mareaba, me aturdía, alucinaba.

Veía cruces, sepulturas con raras inscripciones venir, perderse. Sabía que eran falsas, eran espejismos, ilusiones, la niña de la tumba.

—Siempre has estado perdido—dijeron mis muertos.

Anduve alrededor de otra hora dando vueltas. Pasé cinco veces por donde estaba el viejo que se había arrellanado de nuevo sobre el banco.
Pude hallar mi carro. Me lancé dentro. Lo arranqué y me disparé en una sincera fuga.
Tuve que bajar los cristales. El interior estaba lleno de humo. Debían ser los muertos que querían irse conmigo.
— ¡Vaya locura!—dije, encendiendo la radio.
Mas aquel fatídico día estaba yo predestinado a sucumbir a la demencia. Escuché la letra de una canción de mi juventud.

“Last thing I remember, I was running for the door 
I had to find the passage back to the place I was before 
— Good night— said the night man— we are programmed to receive 
You can check-out anytime you like, but you can never leave”.

— ¡Maldita sea!— apagué la música.

Tuve un instante de reflexión en el que me vino una idea. Me detuve.

Se me ocurrió revisar. Saqué mi cámara. Revisé las fotos tomadas. En las imágenes guardadas hallé una que me verificó que no había sido un espejismo, había visto en verdad a la niña.


El velocímetro marca noventa millas. La calle interminable da vueltas. Ha comenzado a llover.
Si todos los caminos conducen a Dios, Él estimó que mi conformidad debía ser diluirme en la lluvia sin conocer el fin de éste camino. Otra vida amontonada, otra existencia inútil.
Miro caer los goterones. Arrojé el teléfono, por si algún caminante lo encuentra y se le ocurre revisar, ver lo que conté antes de convertirme y elevarme en espirales.

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