Palabras Malditas, el cuento.



Capítulo 8: Palabras Malditas.
           
                    Palabras Malditas, el cuento.



ISBN: 9781370977567





El fuego lo consumió. Los archivos de notas, los borradores, los viejos manuscritos que había estado redactando y corrigiendo por meses, por años. Hasta el césped seco con algunas ramas que siempre había dispersas por el patio quedaron, convertidos en cenizas.

Al siguiente día tenía trabajo en la tienda. Mi turno comenzaba a las seis de la mañana.
Eran cerca de las doce de la madrugada, lo que evitó que mis vecinos llamaran a los bomberos debido al humo, pero tarde para darme al descanso.

Me dolía borrar el mayor de mis sueños, sin embargo, debía ser la única cura. Hay curas que duelen.
Escribir es mi mejor ejercicio, el alimento, la paz. La comunicación de la que no puedo prescindir.
Escribía cosas que me ocurrían o me habían ocurrido antes. Una especie de crónica de sucesos diarios y anteriores, por lo que la decisión de olvidarlas, de eliminar la lista de eventos actuales y rememoraciones, la asumía con un fatal  efecto retroactivo.

El comienzo fue cuando decidí recomenzar. En Cuba pertenecí a un taller literario. Ahora, mi trabajo en la tienda, en el supermercado, me dejaba tiempo libre.

Una experiencia medio romántica me había hecho retomar la pluma. Embriagado como estaba en aquella temporada, me fue fácil. Arranqué con facilidad. Disparé mi primera historia con la destreza de un viejo cazador que retoma los senderos de la selva y lanza su primera flecha seguro de dar en el blanco.
No tenía un blanco preciso, ni siquiera me era importante que la historia quedara inmaculada, correctamente escrita, desde el punto de vista retorico; con la teoría literaria suficiente.
Quería escribirla, derramar la explosión en alguna vasija donde quedara guardada, para luego beberla, cuando que el tiempo me dejara olvidarla, como quien bebe un delicioso licor añejado.
Terminé de escribirla y se la di a una amiga para que la leyera. No sé si la leyó o no, me dijo que si, que le había gustado. Debe haber sido por darme el gusto de dejarme oír lo que yo quería oír.
Los amigos, ayudan a soñar, a fornicar con las ilusiones, para luego recordarnos que nos advirtieron, mientras ven cómo nos despeñamos cuesta abajo.

Escribiendo la primera, ya tenía concebida la segunda. Así que, punto y seguido, continué con mi segundo relato.
Fue otra historia un poco melodramática que ocurrió casi al llegar yo a los Estados Unidos.
Aunque le había quitado bastante de la miel que la embadurnaba, me seguía pareciendo dulzona, folletinesca, inverosímil. Mas no lo era, era verídica. Sin tener en cuenta ciertos detalles que adicioné, cambios para que únicamente los protagonistas se reconocieran ellos mismos, el resto, era la pura verdad.

La imaginación es para cuando no alcanzan las verdades para llenar la realidad.

A veces lamento que mi existencia haya sido algo novelesca, perece ficción; inventos de conversaciones de borrachos.

Cuando hago anécdotas sobre cosas que me pasaron, de las que incluso tengo huellas, pruebas físicas que son argumentos de innegable veracidad, mis interlocutores me miran como diciendo:

—“¿De dónde te has sacado ese cuento?”

Todavía más en la cuidad donde vivo. En la que es usual escuchar gentes contando historias superlativas. Mirarte con expresión de…”que me vas a contar tu a mí, que me las sé todas”.
La bella ciudad de mi salvación, cubierta de oropeles.

La ciudad que habito, que me ha dado su calor, no es culpable de que se  lea en las miradas…   “acaso no te has fijado lo bella (o apuesto) que soy”, (otras  de éstas preguntas entrelineas), aunque…
Pierdo la temática principal.

Escribí tres, cuatro, cinco o más historias. Tenía la intención de reunirlas en un libro.
Según dije, había pertenecido a un taller literario en mi país. Me comunique con la asesora del taller y le pedí que leyera lo que tenía escrito. Estuve varios meses esperando su respuesta, que nunca llegó. Mientras esperaba su opinión, seguí procurando otras.

En mi trabajo, conversando con Griss, quien es una bellísima joven que estudió artes en San Alejandro en Cuba, le dije que me gustaba escribir, que le proporcionaría modo de leer mis narraciones. Si me daba ese honor, le regalaría copias. Así lo hice, inútilmente.

La insistencia es la virtud que se sustenta ella misma.

Para empezar anduve por la red buscando consejos para mi publicación, una editorial barata, posibles ideas para publicar lo que ya tenía compilado en un pequeño libro digital.
Cada día pensaba en un título mejor, uno que fuera apropiado, autentico, que se ajustara al mensaje, a las proposiciones que yo quería ofrecer.
Encontré una editorial que ofertaba publicaciones digitales con un formato llamativo. Ponía en venta el libro y regalaba además dos ejemplares impresos.
El primer fracaso. Envié mi original, con las copias requeridas. Contacté con un coordinador de la editorial con el que estuve varios días avanzando y retrocediendo por detalles que debían ser corregidos antes de aceptar mi proyecto.

Terminada esta etapa le envié el documento, elaboré la portaba, adjunté mi información para la contra portada, así mismo el pago de la primera cuota, pues tuve que dividir el pago en dos partes.
A los pocos días recibí un mensaje de otro miembro de la editorial diciéndome que necesitaba una…” Firma certificada” para seguir adelante.

No tenía la menor idea de que era “una firma certificada”, por lo que le pedí me aclarara.
Me dijo que era una forma de estar seguros de que yo era el autor. Que podía solicitar la firma a un notario o en mi trabajo. También podía pedirla en mi banco.
Ni en mi trabajo ni en mi banco supieron decirme nada al respecto. No sabían que rayos era “Una firma certificada” o al menos eso me dijeron.

Busqué en Internet y supe que en Argentina, país de donde resultó ser la editorial, eso es algo común, pero como no vivo en Argentina ni tengo la menor idea de ir a ese país, mande todo a la mierda. Llevaba meses trabajando en el proyecto del libro. No utilizaría más tiempo ni dinero, pues de ninguna de estas cosas tenia de sobra.

La cantidad que ya había enviado la di por perdida. Era mejor perder la mitad que perderlo por completo.

Guardé lo que ya tenía escrito en una memoria flash para si lograba investigar algún posible modo de conseguir la publicación.

Por entonces me había comunicado un amigo, Ángel, quien me proporcionó la dirección de Héctor,  otro colega de mi país que había formado parte de nuestro taller literario y que había logrado premios importantes.
Ángel y yo, fuimos a ver a Héctor. Le hablé de mi proyecto. Héctor es un hombre sabio, es además un escritor de oficio. Vive retirado, pero escribe. Sus puntos de vista son muy parecidos a los míos, somos afines en varias materias.
Se mostró muy amable con nosotros. Nos atendió atento, obsequió comida. Leyó un par de textos de su inspiración.

Prometió leer los míos en cuanto los tuviera.
En aquel momento ya había logrado poner lo que tenía escrito en Internet, en un blog.
Ni siquiera sabía el verdadero propósito de los blogs, pero al menos me dejaba tener mis relatos en forma de post, vinculados entre sí e incluso había elaborado una especie de página web sencilla donde se podían leer las historias e incluso daba publicidad a un negocio que había estado planeando e implementando poco a poco.

Además de ser gratuito, me dejaba tener mis textos publicados online; en español e inglés.
Les ponía hipervínculos de: “Traducir al español” o “Traducir al inglés”, una traducción algo rústica que daba oportunidad a que cualquier posible lector tuviera a su alcance la publicación traducida por mí, así como los originales en español.

Agregaba las imágenes complementarias. Quedaba, decía yo, aceptable.
Pero igual, sin resultado. Ni siquiera Héctor los leyó.
Según el contador de visitas del blog, tenía no sé cuántas visitas. Posiblemente las mías mismas, mientras ponía los textos a mi gusto.

Encontré en la interface el blog una parte donde era posible hacer la selección de que no se contaran mis visitas. Así lo especifiqué, pero… al parecer seguían contándose.
Apliqué para usar en mi blog Google Adsense, lo que de algún modo me traería ingresos. Nunca pude lograr que me aceptaran. Por una razón u otra, me rechazaban.
Pero bien, tenía mis textos online. Quien quisiera podía leerlos. Lo único es que, al parecer, nadie quería.

Me hice nuevas tarjetas de negocio, incluí la dirección electrónica de mi blog y mi página, pagué un dominio hacia donde se redireccionaba de forma rápida mi blog y se accedía a la página en la que aparecían tabulados los títulos con vínculos a mis textos.
Nada, no tenía visitas. Ni un triste comentario para decir: “me gustan…”  o “No me gustan sus textos”.

Les mande en link a no sé cuántas personas en correos electrónicos, les daba mis tarjetas a clientes de la tienda que ya me eran familiares.
Poco me faltó para poner tarjetas en el techo mescladas con alpiste para que las palomas salvajes las regaran por la ciudad.

Les di tarjetas a mis compañeros, le envié el link a mi hermana en Michigan. Hice todo lo posible, lo imaginable, lo razonable, lo concebible.
Lo que se le hubiese ocurrido a un autor sobre la superficie solida del planeta, o a otro ser improbable bajo las márgenes del mar.

Lo que podría haber ideado algún creador ficticio de un asteroide escondido, lo que hubiese imaginado un morador inspirado de nuestra galaxia. Cualquier cosa, por un comentario.
Nada, cero críticas, sin observaciones, ni un apunte. Nadie leyó mis textos.

Concebí la idea de poner en mi blog un anuncio en el que se aclararía que pagaría un dólar por cada visita, abonado inmediata y automáticamente desde mi cuenta en Pay Pal. Si no lo llevé a cabo fue porque no podría asegurarme de que leyeran y dejaran comentarios.
Aun así, la idea latía rebelde, se negaba a dejarse ser abandonada.

No me resultaba fácil llegar a casa después de pasarme el día integro frente a una registradora soportando lo que no me es fácil hallar palabras para precisar, así como otras jornadas recogiendo carros de compra y ponerme a escribir.
Hace falta mucha sed, muchas ganas de expresar, pero yo las tenía.

Este punto me hacía pensar.

“¿Expresarle a quién?”, “¿Tendrá interés?”, “… ¿algún sentido?

Preguntas sin respuestas.

Además, ¿cuál era mi empeño en que se leyeran mis cuentos?” ¿Acaso era importante para mí que personas que…de coger a Cristo por su cuenta, le hubiesen pelado al rape y puesto una argolla en la oreja, me era útil?

Por entonces le mande los archivos a mi madre en Cuba. Mi madre, es una maestra de más de cincuenta años de experiencia. Con preparación, culta, mas es mi madre; siempre dispuesta a ayudarme.

Le pedí que leyera y corrigiera posibles errores ortográficos, gramaticales, de redacción, sintácticos, etc.
Aquí apareció mi primera sospecha. Me dijo que estaban bien, que no había hallado errores.
Durante mi intercambio con el coordinador de la editorial que contacté inicialmente; Fernández, era mi forma de llamarle, él detectó innumerables errores, por los que me sugirió contratar los servicios profesionales de corrección, que no eran en definitiva él mismo sino otro personal de la editorial. No lo hice por no disponer de recursos suficientes.
Creo que Fernández fue posiblemente el único que leyó mis narraciones. El dinero que envié lo consideré un pago por sus servicios.

Al parecer, ni mi misma madre había leído mis cuentos.
En mi trabajo, cargaba con el recelo de que mis compañeros me miraban como…” el loco de los cuentos”. Cada persona con la que hablaba, sentía que me iba a decir…” no me enredes con el asunto de tus cuentos”. Era una tela de araña.

En casa, releía mis palabras, las partía en trozos, las echaba en la líquida estructura de mi voz, estuve a punto de echarlas una a una en el retrete.

Se las leía a mis muertos, los forzaba a escuchar.
Algunos de ellos se negaron a seguir visitándome de vez en vez.
Entre ellos estaba Julia, una negra de mi pueblo natal, practicante de una religión africana, la que, si no la inventó ella, no sé de donde la sacó.

Una de las noches, sentado en mi inverosímil estudio, apareció Julia.
Apoyándose en su bastón de madera, alisándose sus enroscadas canas de cuando era viva, me tocó en el hombro.

— Estas gastando tu tiempo. Tu reloj de arena ya tiene contados sus granos, no los botes.

Cuando era viva, Julia era respetada por mi abuela, que era una santa, una diosa de las adivinaciones.
La oscura sabiduría de aquella negra de mis recuerdos me diría por qué.

Mis palabras, eran palabras malditas.

Así me dijo, y se volvió a ir; esta vez para siempre. Nunca más vino junto a mí, ni a mis glorias, de las que había pocas, ni a mis pesadillas, de las que había muchas. Jamás regresó.
Me preguntaba por qué, en qué residía la maldición.
Veía en la tienda como la genta compraba revistas caras, donde se chismeaba sobre si no sé cuál artista de casó una vez o dos, si el presidente pretendía dejar la goma de mascar, acerca de no sé cuántas barrabasadas de las redes sociales, acerca del tacón del zapato de no sé quién que se rompió en una entrevista.

Cruel, despiadado despilfarro del material editable.

—“Me voy a cagar en la maldición”—pensé—“le voy a decir al mundo, o a quien le dé la gana de leerme, decirle lo que quiero decir y de paso que me sumo a los otros que deben existir, que igual detestan la imbecilidad inexcusable, para repudiar el uso inescrupuloso del intelecto”.

Bien, sonaba muy heroico, mas eran simples baladronadas. Seguía buscando lectores.
Leía y releía mis textos, corrigiéndolos, modificándolos, adecuándolos a la forma de narrar que prefiero, en fin; desperdiciando miserablemente el tiempo en lunáticas idealizaciones de escrituras que nadie leería.

Sucumbía a arranques de ira. Una vez, lancé las carpetas con el material escrito afuera bajo un torrencial de agua que estaba cayendo. Entonces un vecino estacionó su auto encima y sin darse cuenta evitó que se arruinaran.

Otra vez, las hice un paquete y las envié a un lugar donde compraban papel para reciclar.
Semanas después, las recibí de vuelta con un mensaje, en el que se especificaba las formas correctas de enviar material para reciclar y una factura que debía yo pagar por enviármelas de regreso, así como adjuntar un cheque si quería volver a mandarlas.
Ni en el basurero querían mis infelices palabras malditas.

Me daban lástima. Mis pobres palabras malditas, que no le habían pedido a nadie ser escritas, que habían venido al mundo por mi desafortunado hábito de decir y contradecir.
Nuestras palabras son como nuestros hijos; un resultado.

Tirado en mi cama, veía mis palabras caminar acongojadas por el marco de la ventana. Dividirse en silabas, darse la mano unas a otras en su pena fraternal, solidariamente. Deslizarse como una culebra de letras humeantes pidiéndoles perdón a las hormigas del suelo por su desgraciada razón de existir.
Surfeaban los escobazos cuando pretendía echarlas fuera, tirarlas a la calle.
Así fue como tuve que conciliar con la idea de detenerme. Dejar de escribir por un tiempo. Para colmo, tuve unos días libres.

La tienda donde trabajo, la que solo cierra en caso de desastres naturales en los que haya más de un millón de muertos, o también que caso de guerra nuclear, iba a cerrar por un día y para mi desgracia me tocaban los dos días libres de la semana consecutivamente. Tres días.
Tres días sin trabajar, sin escribir. Perdiendo, dilapidando miserablemente el tiempo.         
Me compré un televisor. Otro error, aunque no recurrente, pues nunca tuve la costumbre de pasar mi tiempo mirando televisión.

La televisión actual es una grotesca injuria a la inteligencia del hombre con nivel medio de inteligencia o superior.

Tuve la idea de indagar sobre las funciones sociales de los medios modernos de comunicación.
Pude saber, según opiniones expertas que… aunque en sus orígenes, los medios de comunicación fueron concebidos exclusivamente como una herramienta de información y en el presente aún la función obvia de los medios de comunicación es comunicar o informar, existen muchas otras como: entretener, enseñar, formar, socializar, marketing y servir al sistema.

Sin comentarios, el televisor lo devolví.

Pero aquellos días no resultaron improductivos. Logré llegar a una conclusión. Durante semanas había estado importunando a mis colegas de habla inglesa para que me ayudaran a traducir cosas que yo quería escribir. No traducir literalmente, sino traducir conservando la idea de decir lo que yo pretendía decir.

El inglés no es mi lengua natal, por lo que en ocasiones no encontraba los equivalentes apropiados de frases que existen en español.

Pues bien, para mi página del blog, cualquier traducción me servía, mejor, regular, elemental, cualquiera. En todo caso, había forma de acceder al original en español.
Para mis libros que se trataban de vender en las publicaciones digitales, los precios eran tan baratos que se podrían justificar imprecisiones.

En cuanto a una eventual presentación de mi modesta obra a un concurso, en caso de tener éxito, ya les tocaría a los traductores profesionales la tarea de traducir.
Pensando en el propósito de mis letras, me basé en lo que afirmaba el Premio Nobel Camilo José Cela, “para escribir solo hay que tener algo que decir”.

Mis humildes palabras malditas llevaban su mensaje.

Por último, respecto a mi sueño…bien, hay quien dice que…”Los sueños son una muestra de inconformidad con el destino”.

Mi destino, a estas alturas, no iba a cambiar.

Me preguntaba: “di la verdad, ¿cuál es tu sueño?

¿Para qué quería ser publicado?
La intención de que alguien pudiera leer ya se lograba con mis publicaciones en el blog, quizá había presentado otra forma de uso de los blog.

Mi pasión de escribir no se detendría de ningún modo, a no ser que yo así lo decidiera.
Tal vez mi sueño era conseguir un ingreso, aunque pequeño, por la venta de mis libros. No ser tan dependiente de mi único cheque quincenal.

Si así lo pensaba, tenía que recordar lo que mi amigo Héctor, el escritor, me dijo:

—“Escribir, trae más pérdidas que ingresos, económicamente hablando”

Estuve pensando en ver mi hábito como la mala costumbre de escribir, o…probablemente, el vicio de escribir.

El inescrupuloso modo de hacer a otros perder el tiempo. Provocar la inmersión ajena en tus sentimientos personales.
Mis anécdotas eran significativas para mí, fueron importantes a mi modo de ver, pero podían ser vistas frívolamente.

Nadie cuenta mejor una historia verdadera que quien vivió en ella. Sin embargo, la misma historia puede carecer de interés para los demás.
Entonces ocurrió lo que nadie podía predecir.

Cierta vez, estuve hablando con alguien, quien después de yo explicarle que tenía mil experiencias que relatar, que no había… que no podría decir, qué me faltaba por vivir; me dio una sentencia verdadera.

César, se llamaba. Aquel hombre sabía de la superficie y de las profundidades.

— ¿Has estado en una guerra?—me dijo, con su aliento lacerado por el cigarro.

—No, gracias a Dios, no he estado en la guerra.

Guardó silencio.

Lo vi mirarme pensando “no sabes nada de la vida”.

César estuvo en la guerra en África, en Vietnam, en Nicaragua, había cruzado el estrecho de la florida sin saber navegar. Formó parte del gobierno de un país.

Yo era una miniatura, ni la menor comparación. Pero había una diferencia.

Él se tragaba sus memorias, es decir, eso creía yo.

Después de mucho tiempo sin vernos, la suerte nos puso cara a cara. Nos saludamos afectuosamente, almorzamos juntos, conversamos.

Nuestra charla abordó problemas cotidianos, preguntas por la familia, el trabajo, rutina; asuntos ligeros.

Nos miramos, en la planicie del silencio.

—Estoy enfrascado en escribir un libro. —dije al rato.

—Tres cosas debe hacer el hombre,  “plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”—recitó él y me animé a seguir.
Le conté sobre mi libro. Para mi asombro, mostró un gran interés.
Hice lo que ya era un mecánico proceder cuando hablaba de mis textos, le pasé el vínculo a la página.
Sorprendido, lo vi hundirse en la lectura.

Leía un relato, seguía con el otro, volvía atrás y leía de nuevo, estuvo alrededor de dos horas ensimismado, leyendo y releyendo sin detenerse.

Inaudito. Quien tenía muchísimo que contar, se interesaba en mis cuentos.
Al terminar, preguntó si tenía copias impresas. Dije que le imprimiría los textos que él quisiera.
— ¿Sería mucho pedirte que me los imprimas todos?

Dije que no, le pregunté cómo hacérselos llegar. Me dio su dirección.
Al despedirnos, César me palmeó en el hombro.

—En casa voy a continuar leyendo.

Yo no salía de mi desconcierto, aún más, ya de lejos gritó:

— ¡Ten cuidado con tus palabras!

Pocos días después, nos volvimos a ver.  Por desgracias no traía los textos impresos conmigo, pues no tenía previsto tal encuentro.
Sacó un montón de páginas.

—Yo también tengo esa predilección. ¿Me vas a escuchar?

Obvio, dije que sí.
Estuvo leyendo largo rato. Según suponía, eran historias de la guerra, de la selva, convivencias con sus camaradas, eran impresionantes.

— ¿Es ficción?—pregunté.
— ¿Cómo ficción?, ¿acaso lo que escribes tú es ficción?

—No, no es ficción, pero tiene modificaciones. No puedo decir que es tal y como ocurrieron las cosas ni que son exactamente esos los personajes.

—Una diferencia. Escribo ajustado a la realidad. Los míos, son legítimos, auténticos hechos, reales personajes. Puedo enseñarte fotos.

Rebuscó en sus cosas. Me mostró fotos de individuos, de celebridades que yo conocía; no personalmente, pero por las fotos en los periódicos, en revistas.
Aparecía fotografiado junto a personalidades de la historia de mi país. Retratos de camaradería de la guerra, ocasiones que, incluso, debían estar registradas en medios oficiales, reportes de guerra, documentos por el estilo.

Siguió leyendo. Cosas increíbles, aunque ciertas. Cruda dureza.
Bombardeos, terrenos minados, fieras, ataques a poblados, técnicas de guerra de guerrilla, muertes, compañeros caídos, que perdían una pierna.

Leyó uno parecido a…” mis relatillos rosados”.
Aparecía el amor. Nos reímos cuando se lo hice notar.
—Sin amor, no hay vida—dijo—es el fundamento de la guerra y la paz, de la vida y la muerte.

César era un hombre duro, hecho a martillo y cincel. Un ser de piedra, con el corazón blando.
Nos despedimos. Pasé un rato agradable. Cerca de un mes transcurrió. Volvimos a contactar. Le hablé de mi amigo Héctor, el escritor. Lo invité a que nos reuniéramos. César, era un solitario empedernido.
—Me encuentro con los que han quedado en el camino—afirmó—conversamos, recordamos.

Ya lo sabía. Días atrás, en uno de esos momentos en los que me voy del mundo, que mi cuerpo, mis ojos se pierden en la inmaterialidad, vi a mis muertos ir donde los de Cesar a pedirles cuentas.
Tratar de aclarar por qué, cuál era el propósito de mezclar dos universos tan distintos.
Tuvieron que irse por donde habían ido, pues los muertos de César estaban enredados en una partida de dominó, discutiendo de gallos.

Mis palabras me habían dado una tregua, pero era falsa. Aparente inactividad. Estaban planeando una emboscada.

Se proveyeron de una nueva habilidad. Los personajes se cruzaban, cambiaban posiciones. Iban de una historia a otra. Se conectaban con figuras de anécdotas que todavía no había escrito.
Total rebelión. Se escribían, se anotaban al margen, se borraban, se omitían.
Cierta tarde, después de terminar mi jornada, sentí timbrar mi teléfono. Un número que ya había visto en la tienda que me llamaba con insistencia. No pude contestar antes, pues estaba trabajando.
Contesté. Era César, que me llamaba desde un número distinto al que yo tenía guardado en mi lista de contactos.

Me llamaba desde un hospital. Había ocurrido un accidente, “un ligero percance”, según él.
Me preguntó si podría hacerle un favor.

—Claro, dime, ¿que necesitas?
—Si no estás muy complicado, ¿podrías ir a mi apartamento y traerme algunas cosas?
No pasó por mi mente ni un instante la real envergadura del asunto.
—Pues claro, amigo, dime qué quieres.
—Debajo de la maceta de la planta en la ventana, está la llave. Entra, coge un par de pullovers, las hojas que hay sobre la cama y en el baño detalles para el aseo.
Me dio la dirección del hospital.

—No hay urgencia, cuando puedas.
—No te preocupes, esta misma tarde te llevo tus cosas.
Fui a verlo. Antes de encontrarme con él, tuve un intercambio con una enfermera quien me llevó hasta su cama.

—Es una pena. Algo terrible. Estamos conmocionados. —dijo, mientras caminábamos.

— ¿Está usted segura de que estemos hablando de la misma persona?
Se detuvo un instante. Revisó unos papeles.
— ¿César Antonio Alarcón Morales?

Me miró esperando que verificara, pero no podía estar seguro del nombre completo.

—Bien, comprobaremos— afirmó.
Tomamos el elevador. Fuimos hasta su cuarto.
Allí estaba César, dormitando.
— ¡Hola!—dije y pretendí abrasarlo.
— ¡No lo toque!, por favor, es muy delicado. —dijo la enfermera.

Me volví atónito.

Despertó. Lanzó una carcajada.

—Dime socio—dijo, sonriendo— ¿Trajiste mi pacotilla?

Seguía sin comprender. Miraba cuántos aparatos, aparatos, periféricos, tarecos de emergencia.

Puse las cosas encima de una pequeña mesa.
— ¿Pero qué es esto?, ¿qué paso?
— ¡Ah!...Cosas de la guerra.
El accidente había ocurrido hacia nueve días. No era como me dijo, “sin importancia”, era…extremadamente grave.

Lo habían llevado al hospital prácticamente muerto.

Conversamos poco. No sabía cómo disimular mi pena, cómo no evidenciar que estaba embobecido por la adversidad. Puse las cosas donde él pudiera alcanzarlas, aunque apenas podía moverse.
Al marcharme, vi un ave posarse en su ventana.

— ¿Ves?, tengo compañía—dijo con asombroso buen humor.

Otra enfermera o médico me detuvo al salir.
— ¿Es un pariente?
— Más o menos.
— Es probable que no vuelva a caminar.

Me marché luego de un pequeño diálogo en el que acordamos que yo regresaría, que antes de venir donde César, me reuniría con ellos y me explicarían específicamente, los pormenores, la verdadera medida de la situación.

Volví por el hospital. Según habíamos acordado, me entrevisté con los doctores antes de ir donde César.
Fueron claros. Era una especie de paraplejia, posible tetraplejia.
La paraplejia es una enfermedad por la cual la parte inferior del cuerpo queda paralizado y carece de funcionalidad.
Normalmente es resultado de una lesión medular, como en el caso en cuestión, o de una enfermedad congénita. Si los brazos se ven afectados también por la parálisis, en lo que podía devenir el caso, la enfermedad se nombra tetraplejia.
Me dieron otros detalles, sin embargo éste era el resumen, aproximadamente.
Me marché del hospital luego de conversar con los doctores y ver a mi amigo, al que no le hablé de dicha conversación.

Caminaba hacia mi auto y pensaba en la vida.
Impredecible; voraginoso camino unidireccional marcado por el paso del reloj. Escapas de las duras, te rinden las ligeras; imprevisible.

Un sol de plomo caía sobre la ciudad, arrancado humo del asfalto, aplastando los anhelos de la gente.
Visité a mi amigo dos o tres veces en la semana. Lo ayudaba a afeitarse, le contaba sobre mi fastidioso litigio con las rebeldes palabras malditas.

Le contaba cómo las sacaba del bolsillo viéndolas retorcerse,  trataba de desenroscarlas de los diálogos habituales.

Discutíamos referente a su eterno acompañante de la ventana, un halcón o un águila calva.
A César, lo llevaban y traían de una sala donde le proporcionaban medicamentos, tratamientos.
De su cama recogí las hojas que me pidió.

Eran cerca de las doce de la madrugada. La mañana siguiente debía comenzar temprano. Había que dormir.

Tiré las cuartillas sobre la yerba, las miré por última vez.

Empezó una brisa húmeda, fría, que me forzó a refugiarme en la habitación dejando a las llamas hacer lo que debían hacer, lo que estaban obligadas a cumplir y no cumplieron.
Nunca podré saber si vivo en el mundo que vivo, si puedo borrar lo que quisiera borrar.
Datos, recordatorios, archivos de notas, los borradores; desaparecieron.
Cubiertas, escondidas bajo la techumbre chorreante, en sus míseros pliegos paganos, allí estaban, indiferentes, sanas al desastre.

El fuego lo había consumido, lo devoró brutalmente todo, menos…mis palabras malditas.


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