El amor de mi muerte.
El amor de mi muerte.
ISBN: 9781370922321
—Vámonos de
una vez—pensó Aníbal.
— ¿A dónde
quieres que vayamos?—pensó Julio.
—Váyanse al
carajo—iba a pensar yo.
Habían ido a
tratar de convencerme. Me estuvieron estimulando a que volviera, junto con
ellos, a echar mi tique.
No lo tenía
preparado. Tenía que llenar formularios,
cuestionarios, completar la aplicación, o sea, un sin número de procedimientos
rutinarios.
Por un tiempo,
sí quería hacerlo, estaba decidido. El amor de mi muerte esperaba por mí, pero
las cosas cambiaron.
Ella, era de las vivas rutilantes, brillaba en la vida
de los vivos.
Yo, en cambio,
era un muerto común. Mi nombre no apareció en los periódicos, no tenía ni un minúsculo éxito o crimen del
que alardear.
La vi por
primera vez el día de mi funeral. Se detuvo un instante frente al ataúd.
Supongo que a verificar de que no me conocía.
Al evento
acudieron los mismos por los que esperaba. Algún que otro enemigo, que fue para
asegurarse de que yo estaba realmente muerto, los basureros del distrito, el
hombre del cual era inquilino; el que se proponía reclamar su renta, además de
los curiosos casuales, entre los que estaba ella.
Me miró, mi
corazón comenzó a calentarse, porque latir ya no podía.
Julio, me
estuvo explicando que el proceso para las aplicaciones a nuevas oportunidades
era complejo. Se llenaba una forma, en
la que debías detallar concisamente tus intensiones, resumir los datos que
recordaras sobre tus vidas anteriores.
Aníbal, aclaró
que tendrías que citar referencias de muertos conocidos. Al no disponer de
identificadores personales, ni
direcciones e-mail, o nombre de usuario con su contraseña correspondiente,
tendrías que referir reseñas acerca del día de tu muerte, el método elegido, o sea cremación, entierro,
lanzado al mar, disparado al cosmos, etc.
También, si
algún muerto famoso pudiera recomendarte era un factor a considerar.
Yo estaba
desprovisto de apoyos o recomendaciones, por lo que el proceso iba a demorar.
Así que decidí
tomarlo con calma. En un par de años estaría listo. Tampoco iba a esperar
demasiado, ella podía morir, la vida de los vivos es demasiado efímera. Es más fácil hallar a un vivo entre los vivos
que a un muerto entre los muertos.
Valoré que
podía no resultar tal y como lo había pensado. De proceder con la aplicación,
estaríamos desfasados en el tiempo. Cuando yo volviese a la vida, ella podría
haber muerto.
El tiempo es
una variable contraria, ni los muertos podemos eludirla.
Entonces
pretendí declarármele desde la muerte. Le dejaba notas de amor, escritas en el
reverso de las esquelas que había llevado conmigo. Pero parecía asustarla.
Susurraba
poemas de amor junto a su almohada mientras dormía, lo que ella interpretaba
como pesadillas. Disparaba imágenes de mis retratos favoritos de cuando era
joven.
Yo fui un
joven apuesto. Nunca imaginé que dicha idea la impulsara a consultar a un
psiquiatra. No quise agredirla o acosarla, los muertos somos gentes pacíficas.
En su aura yo
podía leer que ella necesitaba amor, estaba sola, abrumada, hastiada de la
ordinariez.
Le envié una
misiva anónima que atravesó sombras, senderos de ultratumba, universos
paralelos, poco faltó para que fuera incinerada en psicoterapias, estuvo a
punto de ser considerada o confundida con una premonición funesta de sus
antepasados, sin que pudiese lograr que ella entendiera que alguien la amaba,
aunque fuese un insustancial muerto quien suplicaba su atención.
Mis amigos me
aconsejaban que la dejara en paz. Que volviera a la realidad. No consideraban
que los muertos no tenemos realidad.
Durante unos
meses procuré adiestrarme en la cartomancia, los horóscopos; adivinaciones que
me permitieran predecir sus pasiones e intercalarme entre ellas, resultando que
llegué a ser un muerto desorientado.
Así que me vi
obligado a actuar. Colé un par de billetes de cien dólares en su cartera.
Funcionó.
La observé al
salir que rebuscaba en sus cosas entre las que apenas quedaba dinero para
desayunar.
La había
estado estudiando. Ya la conocía. Esparció el contenido de su cartera sobre la
mesa buscando, igual que el navegante buscaría la lejana luz de un faro.
Se quedó
perpleja cuando vio el primer billete, su perplejidad se tornó miedo cuando
encontró el segundo.
Se llamaba
Ana, las tres letras más comunes de la tierra.
Con prisa,
terminó su desayuno y se fue al trabajo.
Ana era una
mujer valiente. No tenía hijos. Era todavía joven.
Le gustaban
las películas de horror, era sofisticada al vestir, en su apariencia en
general. También cuidaba de su pulcritud espiritual.
Julio, quien
me pareció se entrometía en mi romance, me dijo que era adicta al champan y al
Chanel No.5. Por parecerme demasiado informado le aclaré que ella era católica.
Él, que era hereje, se apartó de inmediato.
La veía
trabajar. Disfrutaba mirándola revolcar nerviosa su escritorio, buscando
huellas que le ayudaran a saber quién dejaba billetes debajo de su pisapapeles.
La ayudaba a
vivir. Había descubierto una forma de calmar mis pasiones. Son insípidas las
pasiones de un muerto, raramente conducen al éxito.
—No resultará.
—No es
posible.
—Quimeras.
Dijeron Julio,
Aníbal y John, otro que se les unió tratando de desanimarme.
No podemos
mentir, porque somos moradores de la porción franca de la autenticidad, en la
que nada hay oculto; sabemos lo que los demás piensan. Yo sabía que no había seguridad
en sus sentencias.
No iba a
desistir. Le había encontrado un sentido a mi muerte; aún, cuando no se lo pude
encontrar a mi vida.
—Los vivos
creen en lo que ven—replicó Aníbal cierta vez en que le explicaba la posibilidad
de establecer una relación con Ana. Le había estado aclarando de mi estrecho
vínculo, mientras vivía, con cada uno de mis muertos.
—No les veía,
en cambio los sentía actuar, ayudarme, apoyarme, aconsejarme—le dije —Los que
solo creen en lo que ven, dejan sin comprender la mejor parte de ellos mismos.
Es
evidente—pensaba en mis análisis—la mayoría de los cambios, que son llevados a
cabo, producidos por la materia, en su raíz, son guiados por la ideas.
Inclusive en el Génesis, estuvo la idea de Dios.
Los vivos no
pueden ver las ideas, ni aunque se las aplastes en la cara.
Así que un
día, que se dirigía al trabajo, Ana en su prisa por poco estrella su automóvil
contra otro que doblaba al cambiar la luz.
Por suerte yo
la acompañaba. Ya era costumbre. Si vacilar, pisé el freno con fuerza. Evité el
accidente. Ella soltó el timón. Lo agarré, doblé la rampa de entrada.
Aquí surgió el
presentimiento. Miró el interior del auto, lugar por lugar, esquina por
esquina. No me vio, pero supo que estaba con ella.
Llegó a su
mesa. Levantó el pisapapeles. Agarró el billete. — ¡Gracias!—dijo, dándome el
maravilloso deleite de saber que sabía.
Fue una
temporada primorosa. Me iba antes que ella a casa, es decir, a su casa. Calentaba
su comida, preparaba el baño, pasaba la aspiradora, aromatizaba el comedor,
ponía incienso en su cuarto.
Dejé un
estuche de Chanel No.5 en su cabecera, valiéndome de la revelación de Julio, el
que estaba envidioso de mis progresos.
Una tarde fue
especial en particular.
Inolvidable.
Había llegado a casa segura de que alguien la esperaba. Se liberó de sus
pertenencias, lanzó su ropa sobre un sillón, se metió en el baño.
Tardó, jugaba
a desesperarme. No entraría sin su aprobación.
Salió aseada
como únicamente una diosa podía estarlo. Se puso crema, el perfume. Se tendió
desnuda en la cama. Se revolvía, coqueta. Se levantó, se puso a bailar.
Otro
atardecer, venía musitando canciones,
repitió lo del baño. Luego, en la cama se ensortijaba en convulsiones eróticas
con la vista clavada en el billete que yo había puesto junto al frasco de
Chanel.
Me consolé creyendo que pensaba en mí, en su misterioso espectro que tanto la complacía.
Me consolé creyendo que pensaba en mí, en su misterioso espectro que tanto la complacía.
Iba a tener
que reconsiderar el tema de las aplicaciones — concluía en aquella temporada —
abreviarlo, a como diera lugar.
Sí, la
relación estaba creada. Ana les hablaba a sus amigas de mí, las que por
supuesto, no imaginaban que estaba muerto.
Ella tampoco
lo creía por completo. Se figuraba que era una especie de hombre invisible, que
mi inagotable caudal de dinero era producto de un gran robo o cosa parecida. No
le importaba. “Dinero es dinero”, abreviaba, usando esa frase que lleva de moda
desde el período paleolítico.
El caudal no
era tan inagotable. Por aquellos años mi trabajo consistía en trasladar almas
desde la tierra al purgatorio. Por lo general, en su totalidad, eran
rechazadas, teniendo que soltarlas en el mismísimo infierno. Duro, trabajo
agotador.
Mis amigos
comentaron en el equipo acerca de mi idilio. Se burlaban. Ana, era mi razón
para resistir. No obstante, iba a tener que llamarla al juicio, a recuperar el
control.
Era notable
cuánto había cambiado. Usaba ropas nuevas, de marcas caras. Se ponía su perfume
a toda hora. Lo agotaba, pedía otro. Se aburrió del Chanel No.5. Comenzó a
pedirme Imperial Majesty, de Clive Christian. No
conocía esta fragancia, pero la busqué.
Compró
un auto nuevo. Yo me alegraba, estaba feliz. Me dejaba notas, fotos por
doquier.
Llegaba a
casa, gritaba cantando; “Amor…he llegado”.
Yo cargaba con
el amor, el delirio y el sostén constante a la novia.
Por tanto,
pasó lo que tenía que pasar. Perdí el trabajo. Descuidé los horarios, estuve
cerca de una semana ausente. Andaba en su persecución por la ciudad,
auxiliándola. Mi chica necesitaba ayuda para los más insignificantes detalles Me quedé sin empleo.
Al inicio
reduje los depósitos bajo el pisapapeles de $100 a $50, luego a $20, finalmente
a $10.00.
Ana estiraba
los labios contrariada. Hubiera querido explicarle.
Aunque me
esforzaba, pues ya no solo hacía lo que describí antes, sino además lavaba su
ropa, cotejaba los closets, preparaba sus meriendas; los saludos de llegada al
hogar cambiaron.
Ya no me decía
lo de “Amor…” ahora gritaba: “¡Aquí estoy!”.
Yo había
ahorrado algún dinero. En fechas señaladas salíamos a cenar. Gracias a que la
gente anda hablando con los teléfonos igual que si fueran dementes, no se veía
extraño que Ana pasara horas, sentada a la mesa, hablando sola.
Una noche,
después de haber pasado no menos que tres horas acariciando su mente con
pensamientos románticos, le confesé temeroso que no era sino un espíritu.
Colocó su dedo
índice sobre la boca.
— ¿No
puedes…?— sentí un temblequeo. — ¿Hablar?—dijo al fin.
— ¡Qué más
da!— siguió—las conversaciones de hombres aburren.
Al rato, me propuso
buscar un tareco llamado…Güija. Según si criterio, eso se usa para hablar con
los espíritus.
Le hice pensar que
podría ser costoso. No lo necesitábamos.
— ¡Tú siempre con
economías!—replicó.
No le había
dicho que dependía de un salario, las damas modernas detestan la clase
proletaria.
Abandonó la
práctica del aseo tentador. Se echaba a la cama enrollada en colchas.
—Déjame, estoy
cansada, he trabajado como una burra— decía.
Le rogué dejara descubierta al menos una de
sus delicadas orejillas para probar una voz de locutor profesional que importé del
mundo de los vivos.
— ¿Una voz?, ¿cuánto
costó?, ¿mundo de los vivos?—dijo alarmada— ¿Acariciar?
Le recordé mi
consistencia inmaterial. Que era un espíritu, necesitaba la calidez de su
cuerpo. Yo, no tenía cuerpo físico, estaba muerto. Muerto dos veces,
biológicamente y de amor por ella.
—Pues eres un
muerto pervertido—murmuró, se cubrió por entero.
— ¡Ah!— dijo
sacando la cabeza—El desayuno con tostadas, por favor.
No importaba.
Estaba enamorado.
La convivencia se había hecho fuerte, natural, real. Lidiábamos con los problemas normales de las personas normales, me complacía darle lo posible y hasta lo imposible.
La convivencia se había hecho fuerte, natural, real. Lidiábamos con los problemas normales de las personas normales, me complacía darle lo posible y hasta lo imposible.
Un fin de
semana me pidió ver una película pasada de moda, que llevaba seis décadas fuera
del mercado. Al no poder encontrarla en las estanterías, ni en el mundo virtual
de los vivos, se la traje del pasado. Disfrutaba viéndola reírse con los filmes
silentes.
Tuvimos que
vender el auto. Comprar un carro usado. Tuve que aprender mecánica. Me volví
experto en reparar piezas, recalentar comidas.
Ana, se
exasperaba.
— ¿Es que no
puedes encontrar un dichoso trabajo?— vociferaba— Si no consigues uno que pague
igual que el que tenías y perdiste por negligencia, búscate dos.
—“¿Negligencias?,
¡si tengo que andar constantemente en tu auxilio!”
Esos
pensamientos no los leía.
— ¡Ya!, ¡ya!,
déjame sola.
Ok, te voy a
dejar. La dejé. Arréglatelas sola.
Chocó el
carro. Pérdida total. Prácticamente no comía. Se acabaron los saludos, los
baños placenteros, los depósitos bajo el pisapapeles.
Las charlas
con las amigas se tornaron resúmenes de calamidades. Una le preguntó que había
pasado con el galán.
— ¿Galán?, ¡Es
un miserable muerto!— le dijo llorosa.
— ¿Muerto?,
¿Miserable? — dijo la otra y prosiguió haciendo el gesto de las comillas con
los dedos:
— ¿ Le podrías insinuar, pedir el favor de que me presente alguno de
sus “miserables muertos” amigos?
Me daba pena.
Había bajado de peso. Otra de sus colegas le aconsejó buscarse un novio.
—Si tienes
suerte, quizá encuentres uno que no solo quiera sexo, que se ocupe de ti, de
tus cosas.
Probó, pero
tuvo que desistir, tras enredarse en conflictos crediticios, tarjetas sin
fondos, rollos criminales, deudas, bancarrotas, egoísmos, hijos abandonados, en
fin, extrañaba a su muerto. ¡Oh, su muerto!
“En casa todo
es vacío, triste.” — pensaba mi ninfa, con el dolor de los arrepentidos.
Sus palabras
me dolían, también yo estaba melancólico. Me sobraba tiempo, seguía sin
trabajo. El desempleo era exorbitante. El creciente número de fallecidos sin
posibilidad de reivindicación hizo que pusieran un tren directo al infierno.
Julio y Aníbal
se quedaron igual sin trabajo. Se ocuparon de lleno en el asunto de las
aplicaciones, pues tenían la esperanza de conseguir labor en el mundo de los
vivientes, lo que me parecía improbable.
Les señalé
sobre el asunto del desfasaje, entonces ellos me revelaron lo que me habían estado
ocultando.
“Cuando llenas
la aplicación, hay una casilla donde puedes señalar la edad con la que quieres
volver.”
“¡Fantástico!” Justo lo que necesitaba saber.
Al cambiar el ánimo,
cambiaron las cosas. Conseguí emplearme en las labores de mantenimiento del
tren. La paga era exigua, pero era un trabajo.
Volví por el
hogar.
Una noche, en
la que se entretenía en mirar las viejas notas de amor, Ana susurró en lágrimas:
—
Amor,
¿dónde has ido?
De repente, miró las esquinas del techo, bajo la
cama, fue a la cocina.
Yo se la había ordenado, lavado los platos, le hice
te.
—
¡Estás
aquí!— chilló jubilosa — ¿Por dónde andabas, loquillo?—canturreo.
—
¡Ya
se!, tienes otra, ¡no te voy a compartir, para que lo sepas!— sentenció severa.
¡Vaya con las mujeres!, me dije, le hice saber que
solo ella habitaba mi inactivo corazón, que nada más ella estaba en mi muerte,
digo en mi…bueno si, en mi muerte, ¿qué le iba a decir?.
Le conté que había conseguido trabajo, que no era
tan bien pagado como el otro, no obstante era un trabajo.
—
No
importa, amor, podemos vivir sencillamente— dijo sollozando de alegría.
—
¡Vea
usted, cuánto cambian las cosas! — pensé, viéndola tirar abrazos por todas
parte igual que si tratara de agarrar moscas.
—
Déjame
atraparte, muerto malo, injusto, que no quieres a nadie. —musitaba entre
dientes.
Aníbal y Julio
llenaron la aplicación. Andan por ahí, siguen a la espera de que les llegue la
siguiente documentación para su nueva oportunidad. Marcaron la casilla para
indicar que quieren nacer hijos de un rico. Eso no va a ocurrir. La
probabilidad es de uno entre trescientos mil billones. Lo les queda otra que
volver. Los expulsaron de la muerte, por infieles.
En mi caso, ella
quería, si bien la convencí de que debíamos desecharlo. Es mejor lo que tenemos
que vivir la atribulada vida de los vivos.
Ana y yo
vivimos modestamente, bueno yo no vivo, en modo alguno, ni en la vida ni en la
muerte, estoy extremadamente ocupado. No tenemos auto. La acompaño a cada hora, no
hay remedio.
Me acuesto en sus muslos, ella me cuenta chismes del trabajo, esperamos a que pase el metro.
Me acuesto en sus muslos, ella me cuenta chismes del trabajo, esperamos a que pase el metro.
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