Carnívora.
ISBN: 9780463616864
La vi al
pasar. Agraciada, frágil, indefensa.
Atractiva, con formas curiosas. Se llevó mi fantasía a volar, donde los
mitos del arte rococó preludiaban correrías de sátiros y ninfas, a los prados
irradiantes de magia, donde el canto de las palomas flotaba cual humo de
incienso.
Tierna. Una
alusión a la singularidad de la creación.
No era solo
ella, habían otras, igual de delicadas. Sin embargo, el amor, es unidireccional;
ella fue la que ató mi corazón. Para mi infortunio.
Voy a los
mercados y me dirijo concretamente a lo que quiero buscar. Encuentro lo que
necesito, pago y me largo lo antes que puedo. Evito que me atrape la
archiconocida tentación de comprar cuanta cosa se nos invita a comprar.
Sugiriéndonos con imágenes, propagandas comerciales e insinuaciones de que
indiscutiblemente nos es urgente adquirir cuanta porquería se haya puesto a
nuestra vista, cuanta bazofia el márquetin utilice para atraer el primitivo
instinto de atiborrarnos de cachivaches inservibles.
Abalorios y
quincallas entre las que se hace imposible determinar. Elementos para adornar
la verdad de que nos hemos cambiado en gusanos dependientes de lo material.
Ignoramos
quiénes somos. Nos dejamos llevar.
Es así, que la
sociedad sobrevive; recurriendo a la limitación humana de no saber lo que de
verdad necesitamos o para qué lo necesitamos.
Ya salía.
Conseguí hallar lo que había ido a buscar; luego de preguntar un millón
trescientas cinco mil veces a los trabajadores, los que me miraban aturdidos e
indicaban lo primero que les venía a la cabeza, para salir de mí.
Mi empleo es
en un mercado; conozco la cuestión. Los empleados, queremos ayudar, pero se
hace difícil. Por otra parte, las estanterías mudan de sitio.
Es lógico, no
poder grabar las ubicaciones de los trillones de artefactos, objetos; útiles y
no útiles que agrupan los departamentos de los mercados y además se mueven.
Entonces la
vi. Bella, delicada. Como si desde siempre hubiera estado presente. Se infiltró
en mi sangre, en mis pasiones.
Se coló en la
costumbre de poseer, de almacenar primores. Se añadió al hábito, sumándose al
álbum personal de los espejismos cotidianos que endulzan el camino.
Retrocedí. Me
detuve observándola. Preguntándome cómo era que nadie había notado la
paradójica criatura.
Ella,
indiferente, coqueta, fingía no verme. Preparaba el terreno para atraparme.
Dejarme cautivo.
Yo, sentía
palidecer, enternecerme, doblarme en emociones. Rendirme al deseo.
La compré. Sin
pensarlo; sin imaginar lo que vendría después. Sin suponer lo que significaría.
Llegué a casa.
Durante un rato pensé dónde ella permanecería. Un sitio en el que pudiera
mirarla, que le diera comodidad. En el que las personas que me frecuentan,
pudieran admirarla.
Lo femenino necesita
confort. Les place el elogio, el alago, que se les complazca y se les mime.
Encontré un
buen lugar. Lo limpié, organicé detalles. Le rocié ambientador. Saqué los
bichos de la luz; los que andan por doquier confiados, con sentido de
pertenencia.
Desalojé a las
arañas; las que igualmente se creen patronas del cuarto. Tienden sus ramajes de
telas en rincones absurdos para que puedan capturar insectos. Lo hacen por
vicio, falta de ocupación.
Era una mañana
de marzo. Un sábado. Una verde mañana, fresca, soleada. El arrullo de aves
matutinas se mecía afuera.
Con mi
destemplada voz de murciélago, entonaba una melodía de la memoria. Una balada exótica
que no se ha dejado olvidar.
Me complacía
en acicalar la estancia de la que sería mi compañera. En hacerle agradable el
recinto humilde que me daba la paz.
Había olvidado
la sentencia que colgaba anunciadora en el mercado:
“Plantas
Carnívoras.”
Casi al
mediodía terminé. Aquel sábado, en el que no tenía programado mi trabajo
habitual, lo había pronosticado triste, pero no, se tornó importante. Iba a
tener compañía.
La ubiqué
cerca. Podía verla desde la cama. Justo encima de mi rústico escritorio. Tras
pasar las horas con la vista clavada en la computadora, levantaba los ojos y me
refrescaba contemplándola.
Era pequeñita.
Tenía unas ramillas graciosas que terminaban en garras. Formitas cómicas, igual
que flores, las engalanaban. Olía, como a…no sabría decir. No era el olor del
ambientador que había rociado, era… otro olor.
Tengo la
desgracia de ser un fomentador de ideas perniciosas. A veces, mi imaginación
vaga perdida en arrabales incongruentes, dañinos al buen creer. Por suerte, lo
sé. Estoy avisado.
Debido a lo
anterior, supuse que era otro invento de mi sádica maquinaria conformadora de
maleficios irreales. Aquella sensación, la percepción clara que me negaba a
aceptar.
La miraba,
olía, mas…no relacionaba una cosa con la otra. Me fregaba la jodida
contradicción entre la simpática figurilla y el pérfido aroma que impregnaba el
ambiente.
Era tenue, bien
que, invariablemente se captaba. Un efluvio intranquilizante.
Me costó
entenderlo. Meses después, ya era obvio. Absolutamente evidente, que aquella
fetidez, el tufo que me intrigaba, no era otra cosa que olor a sangre.
Pero, ya lo
dije. Demoré en comprenderlo, en asimilarlo. Inicialmente, era un romance. La
cuidaba, la protegía. Mantenía pulcro su lugarcillo. Sacudía el polvo, los
comejenes, hormigas. No permitía que la molestaran.
Si, que la
importunaran o le agriaran el ánimo. Las plantas, está planteado, sienten. Las
hieres y ellas derraman una resina que alivia la herida. Bien, ¿Y para qué son
las espinas? Sino, para defenderse. ¿Cómo es que saben de la necesidad de
defenderse? Mi planta no tenía espinas.
Cuando una planta es atacada o mordida por un insecto, esta reacciona de
igual forma en que lo haría un animal. Hay estudios que lo comprueban.
Espanté las lagartijas que gustaban de trepar por el
marco de la ventana, subir a la esquina y mirarla con envidia. Ella tenía
alguien que velaba por su bienestar.
Acercaba bichitos a sus garrillas. En cuanto estaban a su
alcance, las cerraba, atrapándolos certera.
Me entretenía alimentando mi planta. Le puse mosquitos,
moscas, arañas y hasta un trozo de pan; que lo exprimió.
Era insaciable. Comía a cualquier hora. Mi trabajo, de
turnos salteados; de noche, de día, de madrugada, etcétera, me forzaba a dejar
el pasatiempo de nutrir a mi plantica a la hora que pudiera. Incluso yo, tenía
que comer a la hora que pudiera.
Comenzó a crecer.
Yo me alegraba. Estaba cuidando una vida. Un ser que Dios
creó.
Por entonces, cerca de mi trabajo, rondaba un gato
vagabundo. Cuando trabajaba en la periferia; por el parqueo, colectando
carretillas de compra, lo veía solitario, deambulando desamparado.
Decidí llevármelo a casa. Otro amigo. Quien hace amigos
en los animales, los desecha en las personas. Más compañía. Ya tenía con quien
hablar. Además, compartía mi comida.
El gato, prefería el pescado. En cambio, la planta, priorizaba
el bistec desmenuzado. Su tamaño era notablemente superior. Las ramillas que
antes parecían delicados arcos con flores, ya no lo eran; eran poderosos
brazos, tentáculos en los que se abrían bocas oscuras. Ya no cabía en la cajita
en que la compré. Tuve que ponerla a la intemperie, o sea, bajo techo, aunque
fuera del estuche original. Sola, sobre el marco de la ventana, junto a la
puerta.
Los dos resultaron versados en letras. Cierta tarde, me
enredé en controversia con la planta, acerca de diferentes interpretaciones de
“Los diálogos de Platón.”
Los romanos y los griegos, eran su especialidad.
Protágoras y el Gorgias.
Aquello de…”Nadie obra mal voluntariamente.” No hubo
acuerdo.
Se había enriquecido mi vida. El vecino del costado se
trajo una cotorra, guiado por mi aseveración de que los animales nos distraen.
Nos energizan un poco.
De cierto, el sentimiento paternal es único. Engrandece
la virtud de dar, cuidar.
Recogía sobras de los clientes para llevarle a mi gato.
La planta, ni hablar. Despreciaba los restos de comida que yo traía. Los
ignoraba orgullosa. Pensando: “Eso, te lo comes tú, si quieres.”
Mi cuarto estaba limpio de moscas. Las cucarachas, que
siempre hubo algunas, desaparecieron por completo.
El gato, seguía flaco, esmirriado, tímido. Se contentaba
con algún pescado frito que le trajera. Guisado, no lo tocaba, pero crudo o
frito, lo aceptaba.
La planta, sin embargo, crecía y crecía por días. Tuve
que sacarla al patio. Bajo una especie de artesonado que la protegía de la
lluvia; la que detestaba.
Manuel, uno de los amigos que me visitan, un día al
llegar me dijo asustado:
— ¿Qué rayos es esa mierda?
No, no comprendía. Era mi indefensa plantica, la que…a
decir verdad, no se apreciaba tan indefensa.
Las apariencias engañan. Nunca sabemos cuando en realidad
debemos protegernos ni de qué protegernos. Caemos como estúpidos en trampas
triviales y nos cuidamos precavidos de cosas sanas.
Las chicas agudizan sus habilidades, acentúan los rasgos
que atraen a los varones. La consecuencia es…que dichos masculinos, sucumbimos
a la voluptuosa, insensata atracción.
Ni sospechamos que sea precisamente tal cosa de la que
tenemos que protegernos.
Mi planta no pretendía seducir, más bien, semejaba
fiereza, con el elemental sentido de la autoprotección. Alejar los agentes
agrestes.
Ya dije, que no quedaban insectos. Huyeron las
lagartijas. Apareció un esqueleto de pájaro suspendido de sus gajos.
Así, fue que comencé a sospechar.
Esa semana, la cotorra del vecino, igual se perdió. Un
par de días después, encontré la cabeza. En el tronco, el que ya era un grueso
tronco adulto, estaba la cabeza medio podrida.
El gato, se escurría veloz, presintiendo el peligro, al
pasar cerca del raro vegetal. Al final,
se esfumó. Nada quedó del pobre animal. Se extraviaban mis bistecs del
refrigerador.
Llegaba a casa y me refugiaba en la habitación. Miraba
por las hendijas. La veía batir su ramificación, los vástagos cilíndricos cual
serpientes. Vaciar el diámetro circundante.
El olor se hizo insoportable. Una pestilencia a cadáver
embadurnaba el patio, el bloque íntegro.
Mi pacífico albergue trasmitía peligro, masacre.
Al volver del trabajo, penetraba cauteloso, chequeaba la
cerradura. Al irme, escapaba huidizo.
Era urgente un acuerdo. Un convenio. Una tregua.
Terminó el mes de marzo. Venía abril, también hermoso,
luego llegaría el mes de las flores.
Decidí procurar un consenso. Recuperar el desahogo de
llegar al hogar. Envalentonado, me le acerqué.
Ella no se mostró hostil. Platicamos. Aligeramos
tensiones. Hasta nos reímos. La elogié. Le hablé de lo sensuales que se
demarcaban sus curvas; recordaban curvas de mujer.
Señaló que eso de la belleza en la mujer, era relativo.
“¿Acaso un escorpión macho, no ve atractiva una ejemplar de sexo opuesto?”
— La belleza es belleza. — dije — Vemos bellas las
flores.
Me estudiaba suspicaz. Medía las palabras. Consideraba la
restricción del verbo.
Ella acarició sus ramas. Yo, vacilante, las besé. Ella
fijó los brazos alrededor de mi cuello. Quedé mudo. Pasó por mi mente que me
iba a estrangular.
Pero…no, me peinó con sus gajos y arrulló atrevida:
— “¿Dices que puedes amar las flores?”
No lo había dicho así, pero cómo negarlo. Con tales
apéndices rodeándome el pescuezo. Un apretón brusco y partía mi columna
cervical.
Asentí. Cobarde. Aturdido por no saber si le temía a los
tentáculos o a la parodia.
Discutimos al respecto. Me acusó de dudar, de recelar de
un sentir propio a los seres inteligentes.
La dejaba explayarse en dilucidaciones. Ya conversábamos
a diario. Le pegué la anomalía de escribir. En realidad mi acercamiento tuvo la
intensión de limar asperezas. Ahora, era ameno el intercambio.
Había estado escribiendo acerca de las hojas. “La vida de
las hojas.”, se titulaba. Se lo mostré.
Comentaba la manera en que nacen, es decir, brotan,
crecen, se multiplican, envejecen y caen. “Es poético ver caer las hojas. No
obstante es una muerte. ¿Acaso puede haber poesía en la muerte? ¿Entendemos lo
que significa?”
“¿Una transición?”
“Es un proceso natural. Dispuesto sin ligarlo al mal. De
acuerdo a lo leído, la muerte no existía antes del hombre pecar. Pues, no es
desde luego el caer de las hojas el fin de una existencia o es una
transformación.”
Hablaba del placer que me trae caminar sobre las hojas
secas. “Vea usted” — terminaba un párrafo — “que me guste caminar sobre cuerpos
muertos.”
Concluí, que mejor lo interpretaba como una
transformación, conformación, evolución a otro tipo de vida.
— Cursilerías. — dictaminó, siguió. — De hecho, estás
perdido en teología.
¡Vaya sentido crítico!
En resumen, no concordábamos en la mayoría de los temas,
pero el propósito se logró. Conseguí aplacar el terror. Trajo, por otra parte,
resultados negativos.
Volvieron los mosquitos. También, cambios buenos. Los
bistecs permanecían. Le puse una mesa con lápiz y hojas blancas. Me iba al
trabajo y la dejaba atareada escribiendo. Ya no devoraba las aves silvestres,
las espantaba sacudiéndose.
Según me dijo, redactaba una novela. “La enrevesada
historia de las quinientas mil y una penitencias de los Gamulios bastardos.”
— Los títulos largos no funcionan. — opiné.
— ¿Qué sabes tú? — dijo. — has escrito mil carroñas y no
logras que te compren un libro.
Era verdad. Una lúgubre verdad.
Se apaciguó. No hacía otra cosa que escribir. Ni siquiera
comía. Adelgazó. Se arrancaba las hojas cuando releía lo escrito. — ¡Cagadas!—
gritaba — ¡Meras cagadas!
Me sentía culpable de inocularle el virus. De valerme de
aquel medio para mitigar el miedo. De utilizar una función que no funciona,
para despistarla, amansarla.
Decía un personaje, del que no pretendo citar el nombre:
“Lo que importa es el fin, no los medios.” Es el contenido, no la frase
textual. No concuerdo, pero hay casos que sí. El pánico aminoró, por el
momento.
En la época en la que comía opíparamente, que se tragaba
cuanto pudiera atrapar, concebí la urgencia de declararla en mis impuestos como
un “dependiente”. Ya no hacía falta.
Inclusive, le hablé de cambiar sus hábitos alimentarios.
De mutarse a vegetariana.
Me apenaba verla enflaquecer. Desatendió la básica necesidad
de nutrirse. El nocivo e infecundo ejercicio de la escritura, la absorbió.
Y…yo, no podía descansar, Ansiaba verme llegar para
llamarme. Me consultaba detalles de técnicas literarias de las que no estaba
claro.
— Trae acá lo tuyo. — demandaba revolcando sus papeles.
— No, esto no sirve. Trae mejor… — y pedía libros que yo
guardaba.
Quedaban los bistecs, las hamburguesas. Ahora, mi librero
estaba lleno de espacios vacíos.
Se documentó en corrientes literarias. Clasicismo, Humanismo, Realismo, Impresionismo,
Modernismo, Vanguardismo. ¡Qué sé yo!
Sofisticó el vocabulario. No soy conocedor de la
terminología literaria, por lo que me dejaba en blanco.
— ¿Qué basura de escritor eres tú?— rugía.
Me dormía sentado a su lado, mientras me leía lo que
había escrito.
— ¡Hermano, atienda, aunque sea por decencia!—
vociferaba.
Llegaron a su fin los meses de primavera, pasó el verano.
Llegaba el otoño.
Me tuve que mudar. Mayores valores de arrendamiento. Mi vivienda
era barata, pero la dueña, apenada, me explicó del ascenso en los impuestos, el
precio de la electricidad, el agua. Tenía que cobrarme más.
Me instalé en un recinto en el que apenas cabía mi cama. No
tenía baño, sino una ducha en una esquina cubierta por cortinas, despegada unas
pulgadas del toilet.
La computadora la puse en la cabecera de la cama, lo cual
me produjo una afección en el hombro o el cuello, por estar todo el día doblado,
en postura embarazosa para escribir.
Me dolió abandonar mi planta. Me entristeció dejarla. Voy
a verla de vez en cuando. Finalizó su libro, lo publicó.
Le pasa como a mí, no vende. Le sugerí contratar un “agente
literario.” He oído hablar de eso. Yo, pensé hacerlo.
— ¿Con qué carajos le vamos a pagar? — preguntó.
— Tú…— dijo después — que eras programador, podrías
pensar en una aplicación móvil, esos jueguitos para teléfonos que duermen a la
gente. O quizá, con lo que ganas con las carretillas.
— ¡Gracioso! — dije — Ganar una cantidad ínfima de dinero
doblando el lomo o quemándome los sesos, para derretirla en tratar de obtener
la décima parte de dicha cantidad, vendiendo libros.
Aplicó mi sugerencia de volverse vegetariana.
— Los vegetales son caros, pero como la hierba del patio.
— adicionó. — Engullo los mangos que caen del solar que pega. El vecino no me
ha demandado porque no se imagina. Por suerte, no necesito agua. La dueña quitó
el servicio. Nada, dicen que da cáncer.
— No hay mejoras, ni esperanzas. — rematé yo.
Hablamos aquel lunes de diciembre. Que la fui a ver impulsado
por la nostalgia. Durante la fatigosa jornada, me contentaba pensando en ella. En
que la iría a ver al terminar.
Llegué. Los autos brillantes de los nuevos inquilinos;
que trabajan igualmente en eso de los mercados, otro en la construcción, irradian
solvencia, poder, prosperidad. Ganan más o menos lo que gano yo, pero deben
pensar distinto.
Entré. Iba tarareando la melodía de siempre. “Sappy”, Nirvana. Enseguida me
llamó. Estaba contenta. Sin darme chance a sentarme, me haló y empezó a leer.
Estaba entusiasmada porque en su nuevo libro, tocaba
asuntos que olvidó en el primero…y lo había logrado, dijo lo que quería decir,
lo que pretendía expresar.
— ¡Pobre criatura! — pensé — ¿a quién demonios le importa
lo que queremos decir?
La escuchaba leer. Recordaba cuando le temía. La miraba
con ternura, con amor. También con dolor; los dos vocablos anteriores, duelen.
Antes de irme, me dijo:
— Hagamos una tirada grande. Es más barato. Probemos con
lo mío, que parece mejor. Tú, te encargas del márquetin. Partimos las
ganancias.
“Al menos es raro.” — pensé — “Puede ser.”
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