Palabras Malditas.
Chapter 7: Cajero.
En octubre de
dos mil doce pude volver. Habían pasado seis largos años. Sería engorroso
explicar por qué. Diré que ese año estuve de regreso en los Estados Unidos.
No tenía
empleo, ni forma de generar ingresos que me permitieran mantenerme. Comencé una
infatigable búsqueda de la que resultó que logré conseguir un trabajo como
cajero en un supermercado.
Mi situación
no permitía elegir preferencias. Ya tenía experiencia en el trabajo en tiendas,
pues había vivido y trabajado en Michigan, años atrás, donde me desempeñé en un
empleo similar.
La labor en
las registradoras de un supermercado es algo serio. No por el esfuerzo en sí,
sino porque la interacción con los usuarios, fundamentalmente, es compleja.
Sobre todo en una ciudad como en la que había logrado asentarme; con afluencia
de personas de infinidad de partes del mundo.
En contacto
directo con diferentes idiosincrasias, culturas, niveles mentales y
educacionales, estereotipos; el diablo con veinte infiernos juntos.
Sin embargo,
era un trabajo ágil, que no daba lugar al aburrimiento. Las horas volaban.
Cuando veníamos a ver, había terminado la jornada.
Al finalizar,
uno se reía con sinceridad. La sonrisa del resto del día, era halarse los
labios.
Nos orientaban
sobre nuestra eterna sonrisa, acerca de mostrar una incondicional sonrisa ante
cualquier acontecimiento. Formulando las preguntas o enunciados establecidos.
—“¿Encontró
todo lo que buscaba?, “¿puedo ayudarlo en algo más?”, “¡gracias!”, “¡igual para
usted!”. Esbozando una bella sonrisa.
Recordaba una obra
teatral humorística vista en mi infancia, en la que un director les enseñaba a
sus actores a sonreír siempre.
Era una escena
en la que debían cargar un tronco, pero tenía que ser con alegría.
Les mostraba,
con su puntero de director, mientras saltaba alegremente, cómo cargar el tronco
con alegría; solo que el puntero era diez mil veces más delgado y liviano que
el tronco que tenían que cargar los actores; representados por tres payasos.
— ¿Ven? Con
alegría, cargar el tronquito animados—decía mientras saltaba ágilmente
sosteniendo el puntero con una mano y regalando su brillante sonrisa.
Los actores,
que apenas podían cargar el tronco, jadeaban levantando el peso del voluminoso
madero.
No podían reír.
No podían reír.
No exagero,
algo así ocurría en nuestro equipo. Exacta comparación.
Hablo de una
exacta similitud porque además de los perennes conflictos, se retrasaban los
recesos, los almuerzos llegaban media hora después, de tal manera que nos era
difícil conservar el buen humor.
Sin embargo,
había situaciones que son dignas de contar. Por ejemplo, recuerdo una ocasión
en que llegó a mi registradora un señor de edad madura con un objeto el que nunca
antes había visto.
Lo lanzó en la
estera móvil y preguntó:
— ¿Qué es
esto?
Tomé el objeto
con cuidado, lo observé en detalle.
—No tengo la
menor idea.
—¡Huumm!,
¿Para qué servirá? , ¿En qué lo podría usar?
Negué callado.
Lo empujó hacia el escáner.
—Chequee el
precio, por favor.
Escaneé el
artículo.
—Un dólar,
veintisiete centavos.
—Muy bien, me
lo llevo.
Pudiera referir
muchísimos ejemplos.
Escuchábamos y
veíamos todo tipo de cosas. Protestas, intentos de robo, robos realizados,
regateos, las cajeras soportaban declaraciones de amor, propuestas indecentes e
incluso los hombres teníamos que andar con cuidado.
Cualquier
chica podía resultar un chico, y viceversa. Una miraba o expresión fuera de
lugar era un posible problema.
De igual modo
había clientes amables. Con deseos de ayudar. Comprendían la posición del
trabajador.
Nuestra tienda
no era un mal lugar para trabajar. Todos se esforzaban. Además era una zona
tranquila y me quedaba muy cerca de casa. Me acostumbré a vivir con un salario
modesto. Renté un minúsculo cuartucho a dos bloques. Por varios meses anduve en
bicicleta, ahorrándome el gasto del automóvil, los seguros más los demás gastos
asociados.
También tenía
otro punto a favor. Era un algo simple lo requerido. Mecánico. Llegaba a casa y
me ponía a escribir, a trabajar en mis fotos, escuchar audio libros; completa tranquilidad.
Mi tiempo
libre alcanzaba para alimentar y ejercitar el espíritu.
Compré una vieja
guitarra. Sonaba bien. Afinaba. Suficiente.
Aunque ya no
componía como en mi juventud, me entretenía en aderezar acordes.
Mi habitación
era menos que pequeña, justo lo necesario. Realizar mis proyectos ulteriores,
sumado con la ayuda a mi familia y mis gastos del mes, requeriría recursos.
Necesitaba ahorrar todo lo posible. Mi cuartico era en extremo modesto, también
todas mis pertenencias. Un ermitaño moderno.
No tenía
cubiertos de plata, ni cuadros decorativos, ni esculturas o bronces antiguos,
pero tenía un sueño. Isaac Newton concibió la Ley de
la Gravitación Universal bajo un manzano. Mi modesto laboratorio era suficiente
para lo que pretendía hacer.
No
es mi intención compararme, sino explicar que no por ser humilde mi reducto, no
fuesen grandes mis metas.
Mi
plan principal era escribir, publicar un libro. Compartir ideas con mis
semejantes; ideas que de hecho no eran afines casi nunca con las de mis
semejantes.
Mis
noches libre, me daban espacio para el trabajo y la meditación. Arpegiaba mi
guitarra pensando.
Me sentaba en
la sorda oscuridad del patio. Escuchaba el sonido volar la noche brillante. Partirse
las notas, penetrar el dominio del silencio.
Por si fuera
poco, cerca de mi cuarto había un parque con un gran lago, animales, árboles, plantas
silvestres. Terreno para mis fotos.
Mis
fotografías y mis letras se apoyan recíprocamente. Me permiten completar lo que
quiero decir, trasmitirlo sin necesidad de usar decenas de oraciones inexactas.
Para mí son fotos
que llaman, piden o cuentan una historia; historias que proponen, urgen a
ilustrarlas con fotografías. Un engranaje.
No es un
escolio, es aclaración técnica abreviada de un principio de funcionamiento.
Con las fotos,
textos, acordes y sueños en el bolsillo, iba a plantarme frente a una
registradora, batirme con las fieras, ocho horas, cinco días, para suplir mi supervivencia en su dimensión
material.
Comprendía que
la presencia de “las fieras” era la razón de ser de mi trabajo; mi soporte
económico y en gran medida el de mi familia.
Hay penas que
tenemos que sufrirlas. Un reto aprender a adaptarnos, a vivir con ellas.
Adecuar nuestras reacciones, acomodar conductas, medir palabras. Completo
dominio del consciente y el subconsciente.
Me eduqué.
Moderé la ira. Hice amigos. Entre mis colegas y entre los usuarios. Llegué a
tomarle amor a mi trabajo. Conocí gentes de todas las partes de la tierra.
China, Europa, India, de todos los países de América Latina, Canadá, Japón,
Arabia, Alaska, de países que ni siquiera sabía que existían, de las islas del
caribe y otras islas que exiguamente aparecen en los mapas.
Hablaba con
ellos. Mientras escaneaba sus productos y luego de hacerle las preguntas
formales, agilizaba el proceso e igual lo hacía menos aburrido. Le preguntaba a
cerca de sus países, acumulaba datos que me servirían. Eso sí, si detenerme,
trabajando diligente. Con cuidado, con alegría, con una rutilante sonrisa.
Cargando jubiloso el tronquito.
Transcurrieron
cuatro años. No los noté. Rodaron en la estera de la registradora, se
embutieron en la jabas de compras, en mis espaldas, en mi pellejo que dejaba de
ser joven.
Se fueron sin decírmelo. Se fueron para siempre.
Se fueron sin decírmelo. Se fueron para siempre.
Duele no
entender qué es lo que nos duele.
Sentir que
falta algo por hacer. Ver que se nos hace tarde, que no descubrimos qué espera
la vida de nosotros. Cuál es el norte que indican las brújulas.
Podemos ser un
recurso. Un eslabón o herramienta. Todos somos instrumentos de Dios. Esa era mi
tranquilidad. Lo único que tenía que hacer, era estar apto, disponible, dejarme
usar, en el instante que fuera preciso que me dejara usar y hacerlo bien. Entonces
desaparecería mi dolor.
En mi infancia vi un anciano que agonizaba.
Parecía satisfecho. Sus últimas horas fluían con sosiego, serenamente.
—Hice lo que tenía
que hacer—dijo—mi función se cumplió.
No supe de
cual función hablaba.
La vida se fue
de él como el rocío con los rayos del sol, como se irá de cualquier ser que
viva.
Decidí perseverar,
esperar, confiar, creer.
Los éxitos, la
satisfacción y el triunfo son para los que perseveran, confían y creen.
Aclararé antes
de continuar, que mis años han sido ricos en disimiles acontecimientos curiosos.
Me he afianzado en la creencia de que cada segundo cuenta, cada puerta que
toquemos podría abrirse; darnos un secreto, dejarnos germinar en tierras
nuevas.
Más, veo esto
con realismo. La parte solida de la magia. No permito que se enturbien mis
convicciones.
No me interesa
la adivinación, astrología, vaticinios o fenómenos paranormales. Nunca he
visitado a un quiromántico, no creo en los fenómenos ocultos, telepatía o
presentimientos, aunque si admito la posibilidad de poderes y capacidades no desarrolladas
en el hombre actual.
No soy ateo,
creo firme e indiscutiblemente en Dios, pero mi idea de Dios está más allá de
las explicaciones.
Recuerdo un
texto leído. Carlos Darwin planteaba: “A mi entender, todo este asunto del
surgimiento de la vida y el hombre, está fuera del alcance del intelecto
humano”.
No puedo
referirlo con exactitud, “Que dijo realmente Darwin” se llamaba la colección de revistas, no tengo
seguridad acerca de la legitimidad o seriedad de la fuente, ni la fecha de
publicación, sin embargo si recuerdo los libritos pequeños que formaban la
compilación y la editorial me pareció confiable. Dicha frase me ha hecho
pensar; la considero una conjunción.
Se verá la
validez del comentario.
Una noche, al
finalizar, al cobrarle a un cliente, su total era $11.11. Una cifra. Lo muy
raro fue que los dos siguientes, compraron un total de $11.11, asimismo.
Terminada mi
jornada, iba en busca de mi carro hacia al parqueo que no frecuentaba usar. Mi sitio
acostumbrado es al fondo, donde parquean casi todos los empleados. Salí por una
de las puertas delanteras siguiendo en dirección a la parte derecha del
estacionamiento. Me crucé con un caballero, le pregunté la hora; él respondió:
—Eleven with eleven minutes.
Entré en el auto
e iba a cerrar la puerta, en el momento en el que me llamaron.
— Sir — fue la llamada..
Miré hacia el
lugar del cual provenía el vocear.
Vi a un
muchacho acercarse con una caja en las manos. No se veía nadie por el
aparcamiento.
El chico se
aproximó.
— Would you like to buy some chocolates?
No tuve
respuesta a mi alcance. Andaba sin efectivo, además era absolutamente
inexplicable la presencia de aquel niño a tales horas, vendiendo chocolates.
Recordé que
traía un par de dólares. Los saqué, se los tendí al muchacho. Arrancó a correr
con su dinero. Entonces al otro lado de las líneas de estacionamientos vacíos
apareció una chica.
Le gritó:
—Do
we have enough?
—No, Andreé, we have only two dollar and we need five to get the bus.
—No, Andreé, we have only two dollar and we need five to get the bus.
Los llamé.
—Hey!
Come
here.
Se acercaron.
—Do you speak Spanish?—Les pregunté. Quería que nos entendiéramos bien.
Afirmaron,
mirándose una al otro.
—Me pueden
decir, ¿qué diablos hacen ustedes solos a estas horas por aquí?
Se asustaron.
—Señor.
Vendemos chocolates, pero si a usted no le gustan, nos los devuelve y le
devolvemos su dinero.
El muchacho
hablaba bien el español, con un acento que denotaba que no era su lengua.
Me sonreí, en
medio de mi perplejidad.
—No muchachos,
es que extraño ver niños solos a estas horas. Aún más, haciendo lo que ustedes
están haciendo.
—Lo sabemos
señor—volvió a decir— pero hemos perdido nuestro dinero y tenemos que seguir
camino.
Hay ocasiones
en las que uno actúa sin pensar, sin analizar lo que está haciendo o lo que
sería lógico hacer.
Debí preguntarles
quienes eran, dónde vivían, llamar a los servicios de rescate para que se
ocuparan. Hubiesen sido mejores mil variantes o acciones a tomar. Pensé en lo
que me pedían, dinero.
Eso les di.
Que mi banco
esté cerca de mi trabajo es pura casualidad. Cuando abrí mi cuenta con ese
banco fue en otra sucursal, además ni siquiera trabajaba en mi empleo actual.
Luego, al
empezar en la tienda, un establecimiento del banco quedaba al cruzar la calle.
Crucé Coral
Way y saqué de mi cuenta de débito cuarenta dólares.
Al regresar a
donde los había dejado, tuve que buscarlos. Se habían alejado. Fui hasta ellos
y les entregué el dinero. Argumenté que era mejor si llamaban un taxi, sin
embargo sin perderlos de vista, los vi abordar un ómnibus en dirección éste, es
decir, hacia el centro de la ciudad.
Caminé guiado
por la inercia hasta la parada en que subieron al ómnibus. Iba pensando.
Reflexionando en lo ocurrido. Imaginaba a mis hijos en un caso similar. No, mis hijos nunca estarían en una situación similar.
Reflexionando en lo ocurrido. Imaginaba a mis hijos en un caso similar. No, mis hijos nunca estarían en una situación similar.
Llegué al poste
de la parada. Me senté en su banquillo de espera. Hacia frio. Los letreros del área
de compras disparaban sus rojos, azules, amarillos y blancos mezclándolos con
los faros de los autos en su inagotable fluir.
Abrí uno de
los chocolates. Los masticaba tratando de echar a andar mi cerebro.
Encontré una mochila
abandonada. Entre otras bagatelas contenía una desteñida cartera. Debía ser de
los muchachos. La agarré. Ya los vería otra vez.
Me largué. En
mi ciudad, todo puede ocurrir.
Al siguiente
día, comenté el asunto con mis colegas, a quienes como era de esperar, no les interesó.
Tuve que estar
media mañana en la puerta. Es una posición que se utiliza para saludar los
clientes, chequear los recibos, controlar las devoluciones y algunas otras
funciones.
Es aburrido,
pararse horas saludando a quienes no saludan, y siendo amable con quienes
parecen reservarte las más bélica ojeriza.
De pié, con
los brazos abiertos en señal de bienvenida, con una sonrisa estúpida despedía a
los que se iban y recibía a los que entraban, a cada uno lo suyo:
—Thanks you for shopping in our store! , Welcome to
our store, how could we help you?
De repente
reparé en las fotos que están a la izquierda. Es partes de un muy noble
esfuerzo que nuestra compañía hace por obtener información acerca de niños
desaparecidos. No son desapariciones recientes, algunos han sido ya rescatados,
otros ya no se podrá nunca rescatarlos.
Me acerqué.
Observé cuidadosamente. Dos fotografías llamaron mi atención. No hice
comentarios.
Llegue a casa.
Revolqué mis cosas. No recordaba dónde
había puesto la cartera.
En unos de los
bolsillos de mis pantalones, la encontré. Hallé una identificación. Mario Sullivan
O’Connor, era el nombre del chico, la foto era la misma que vi en la tienda, o
sea eso imaginé.
Navegando en
Internet en apareció este vínculo:
“Mario Sullivan O’Connor missing”
Eran apellidos
no comunes. Investigué. Según una página el apellido Sullivan provenía de
Irlanda, y también tenía raíces en España.
El apellido
O’Connor, era, del mismo modo, de origen
Irlandés, uno de los más ilustres apellidos de Irlanda, proveniente de al menos
seis clanes gaélicos, cada uno con distintas ramas, entre ellos la familia real
descendiente de Conchobor, el rey
prehistórico de Ulster.
No debía haber
relación con esos árboles genéticos de celebridades, a no ser que hubiese
tenido la suerte de tropezarme con dos príncipes perdidos en el tiempo y lugar.
¡Vaya disparate!
Estaba claro
de que habían desaparecido, su foto pidiendo información sobre ellos, era para
eso, para investigar sobre su paradero.
Otro vínculo,
no obstante, me atrajo.
“Mario
Sullivan O’Connor and Andreé Sullivan O’Connor disappeared from 1991.”
Se daban datos y detalles. Según las fechas,
los dos tenían once años en aquel presente.
En Internet se
encuentran cosas de toda índole, no recomendaría hacer demasiado caso a todo lo
que aparece en la red, en cambio, era un grupo de aspectos relacionables e
intrigantes.
Comenzaba el
invierno. El trabajo en la tienda era intenso, de modo que cuando tomábamos nuestros
recesos, el tiempo volaba.
Una de las mañanas,
un viernes, en un descanso, un compañero de trabajo hablaba de unos chicos que
habían tratado de timarlo. Yo no entendí desde el principio en qué consistió la
jugarreta de los muchachos. Lo escuché decir que eran dos muchachos de sexo
diferente; por mi experiencia previa agucé el oído.
Mi colega, el
que aparte de dos penalidades que le habían sido puestas por conducir bajo el
efecto de alcohol o narcóticos y tres o cuatro felonías en las que estuvo involucrado,
no se le conocía ninguna otra anotación en su record policial, a no ser alguna
que otra agresión leve que no dejó muertos; era un ciudadano respetable.
Contaba como
los pillos habían cambiado un precio y pretendían llevarse un artículo por el
precio de otro. “No sabían con quién lidiaban”, decía argulloso de sí mismo.
Alardeaba
sobre su pasado enfrentamiento con la policía, les había dicho que si tenía que
dejar de conducir, lo haría, que no le era necesario.
Con altanería
daba consejos para enfrentar situaciones. Esclarecía la tontería de los
muchachos. Se reía con estruendo burlesco de las caras perplejas
de quienes lo oíamos.
El espectáculo
no era de mi interés.
Salí de la
sala de recesos. Fui al parqueo. Veía la cuidad triste, decepcionada de las
personas. Mas, mi sentir no era por el asunto escuchado sobre los muchachos,
sino por notar en mis camaradas admiración por el personaje parlante de la sala
de recesos, que advertía al raciocinio y a todo sentimiento parecido a
invitación al razonamiento, que se mantuviera el margen.
Caminaba
entregado a mis cavilaciones.
Dice una amiga
que soy un ser atípico, que el alma no me cabe en el cuerpo. Yo creo que mi
alma es un alma más que vive en el espacio etéreo que no podemos ver. La
diferencia está en que la mía ha tenido que vivir en soledad por mucho tiempo.
Ser atípico tiene sus desventajas.
Lo cierto es
que siento mi alma enrarecida por la inactividad. Lo que no se ejercita se
atrofia.
Tardé en darme
cuenta. Si los habían visto por la tienda, entonces ellos frecuentaban el
lugar, la zona. Hacia menos de dos semanas de mi encuentro con ellos.
Aunque no
precisaba la causa, el tema de los muchachos me mantenía atrapado. Me
mantendría alerta. Se los describí a dos o tres cajeras de la tienda y les pedí
me dijeran si los veían.
En casa tenía
la mochila con la raída billetera, la que sin lugar a dudas no era de ningún
miembro de la nobleza de Irlanda o cualquier otra parte del planeta donde
hubiese clase noble.
Decidí traer
la mochila y tenerla en el pequeño closecillo de la tienda donde guardo mis cosas.
Si los llegaba a contactar, sería más fácil.
Llegando a mi
viejo auto, al lado estaba estacionado un amigo el que también trabajaba en la
tienda. Estaba disfrutando abstraído de unas fotos en su teléfono, se las había
mandado no sé quién. Bajó su ventanilla. Me alargó el celular para compartir
las fotos conmigo. Fotos de una mujer desnuda.
Charlamos par
de palabras. Me encerré en mi auto. Encendí la radio.
Tengo de
manera permanente sintonizada una estación que pone canciones de mi juventud.
Entonces reparé en que algo estaba pegado, puesto en mi parabrisas. No podía
ser una multa, pues además de que al salir de casa no había visto nada en mi
cristal; soy en extremo cuidadoso al conducir, al parqueo no entran patrullas a
poner multas.
Me bajé y lo
revisé. Era un sobre.
Estaba vacío.
Con una palabra escrita: Thanks!
Imaginé que
hubo dentro. Mis amigos, habían estado por allí. Por lo visto, no conocían la
ciudad, mejor dicho, a la gente que vive en nuestra ciudad.
De cualquier
manera era un gesto bonito, honorable.
Me entretuve
mirando los sinsontes, escuchando su aleteo, su gorjeo, su trino variado. Entré
en mi auto de nuevo. Bajé la ventanilla. Escuchaba la mezcla resultante al
ligar las melodías de la radio con el concierto de las aves.
Repito esta
secuencia a menudo, como profilaxis contra el estrés. Me voy al parqueo,
camino, escucho los pájaros, lo que me dé tiempo en mis descansos.
En mi
cabeza retumbaba el… ring, truch, trash,
trunk, clip, que escucho lo menos diez millones de veces en cada una de mis
jornadas. Ese arrítmico traquetear de las registradoras. Tragándose el condumio
mortífero que tiene el mundo revuelto.
Reparé en el
recibo que traía en mis manos. Al salir, había comprado una merienda ligera.
Pagué con mi tarjeta de estampillas para alimentos. En el recibo estaban los números:
11.11
Aunque también
aparecía otra información, mi ánimo estaba predispuesto a observar este
detalle.
¿Qué rayos significaban
los malditos números?
Es frustrante
creer recibir un mensaje y no entenderlo. También lo es imaginar señales donde
solo hay coincidencias, cosa que luego la vida nos muestra en su cruda
realidad.
Con mi cabeza
apoyada en el respaldar de mi asiento delantero, ojos cerrados, oídos distraídos
en los sonidos, sentía bajar en pareja los repetitivos números por mi cuello,
recorrer mi espalda, dar vueltas a mi abdomen, evitar con cautela el hueco de
mi ombligo, caminar en puntillas por el cinto, saltar para evitar las trabillas
del pantalón, correr apresurados mis velludos muslos y piernas para ocultarse misteriosamente en mis zapatos. Donde se ocuparían de amarrar con fuerza mis
pies para no
dejarme salir hasta que mi aletargado entendimiento descubriera lo que había que descubrir.
dejarme salir hasta que mi aletargado entendimiento descubriera lo que había que descubrir.
– ¡Mierda!—
Grité, dando manotazos a diestra y siniestra.
Salí del
carro. Caminando hacia mi puesto de trabajo veía los dígitos salir de mis ropas dentro de burbujas cristalinas
intercambiando sus posiciones de derecha a izquierda, de arriba hacia abajo
como si ya no quisieran darme ningún mensaje sino únicamente enloquecerme.
Me crucé con un colega quien me
preguntó la hora. Ni siquiera revisé:
—Las once—dije, sin entender por qué se quedó mirándome estupefacto.
Ring, truch,
trash, trunk, sonó mi registradora al tenerme parado frente a ella, abrir su
gaveta para dejarme ver los once billetes que contenía. No los conté. Debía
conciliar con la idea que tenía que seguir trabajando. Por suerte aquel viernes
terminaba mi semana y tendría al menos un día de descanso. Puse mi luz
intermitente para indicar que necesitaba cambio.
Pero aquel
viernes aciago me traería aun otras sorpresas.
Cambie once
veces de registradora, fui once veces al baño, por urgencias de mi vejiga y
para mojarme el cuello, la nuca; lo que me refresca; me permite aliviar el
cansancio.
Al parecer
alguien le hizo notar a mis superiores o tal vez ellos por sí mismos
vieron que yo interrumpía frecuentemente
mi trabajo, por lo que me llamaron a la oficina.
No es usual en
mí, en mi trabajo lo que pasaba. Un comentario de ese tipo a mis superiores no
me es favorable.
Es notable
como el hombre es el único ser viviente que se complace en hacerle daño a sus
semejantes. He visto cosas peores. No hace mucho pude ver un reportaje donde
unos sujetos se regocijaban de ver sufrir quemándose a uno a quien culpaban de
un agravio. Horrendo, inexplicable; que el prójimo se complazca de tu mal.
Pero bien, no
me habían llamado para sancionarme sino para saber si me ocurría algún
percance.
Mis jefes me
conocen; saben que trabajo en serio, lo mejor que me es posible, por lo que se
preocuparon. La supervisora que me atendió tiene una excelente relación
conmigo.
Entré a la
oficina y después de una charla introductoria preguntó:
— ¿Qué ocurre?
No sabía
explicar con exactitud. Hablé sobre mi agotamiento, que estaba nervioso. No era
por nada relacionado con el trabajo, pero estaba alterado.
Dije que tenía
tiempo acumulado y podía ser bueno tomar dos días libres.
Ella me
explicó que me acoplaría los días libres de la semana y no afectaría mis
vacaciones, las que pensaba usar para viajar a mi país. Además, la tienda
estaba muy ocupada y era difícil dar días libres.
Entendí. Eso
acordamos. Tendría los dos días siguientes sin trabajo y luego me incorporaría.
Perfecto.
Di las gracias, me retiré.
Di las gracias, me retiré.
Los días
siguientes los dediqué a trabajos sencillos en casa. Lavar mi ropa, limpieza,
mis comunicaciones con mi familia, subir fotos a la red, la rutina, pero
quedaban detalles sueltos.
La terapia de
labor doméstica funcionó. Me relajé. Recuperé el buen ánimo, sin embargo, no me
gusta curar con paliativos sobre el efecto, me gusta curar la causa; más hay
causas incurables.
El resultado
de mi meditación sobre el tema de los muchachos, fue atribuírselo al cansancio,
a la monotonía de mi vida, a la lejanía de mi hija y otros. Por lo que…hacer
click y seguir.
Hubo una época
en que estando yo en mi país, nos vimos en una situación desesperada. Nuestros
ingresos eran mínimos para todo el gasto de una familia.
Aunque parezca
loco decirlo, tuve la idea de elaborar una aplicación en C#, el lenguaje que me
era más familiar en aquel entonces, que me ayudara a predecir, a adivinar,
según las probabilidades, de acuerdo a los números que recientemente habían
salido y los que hacía mucho que no salían, siguiendo cálculos abstractos de la
matemática borrosa, junto con otros millones de eventos, los números ganadores.
Puede parecer
un invento, una mentira, pero por meses funcionó. Me costó trabajo dejar de
pensar en aquel acertijo que finalmente me trajo perdidas. Lo logré con una
pausa similar. Así hice esta vez. Tomé un respiro.
La primera
jornada de trabajo después del descanso, transcurrió en calma. Con la anotación
de que un usuario, de aquellos con los que he hecho amistad, reunido en un
grupúsculo hizo ciertos comentarios curiosos.
Mi trabajo
tiene una característica. No da lugar a los sentimientos o apreciaciones
personales. Eres una máquina; saluda, procesa, entrega, despide.
Caras nuevas,
expresiones preconcebidas, palabras inciertas, pagar la cuenta e irse, con la
excepción de los vecinos cercanos que vienen a diario a comprar.
Ya los
conocemos. El cliente que antes mencionaba es uno de ellos. Se llama Alberto.
Es un cubano que vive hace décadas en los Estados Unidos. Un hombre
inteligente, culto, de edad avanzada, a quien le fascinan las reuniones
sociales y la lotería.
Aquel día
contaba un suceso milagroso que le guiaba a jugar determinados números. Éxito
garantizado. No cabía dudas de que la parasicología y le mente humana son
herramientas de oro en manos de quien las sabe apreciar.
No pude
terminar de escuchar. Llegó mi relevo y me fui al descanso, pero me encontré
con Alberto en la puerta.
—Ven—le
dije—quiero contarte. Me siguió hasta nuestra cafetería. Compré café para los
dos y me puse a contarle acerca del asunto de los muchachos, de las
coincidencias, de los números y sus repeticiones, de los romanos y los griegos,
del infierno y las mil penumbras. Casi no fueron suficientes los quince
minutos, tras los cuales tuve que volver al… ring, truch, trash, trunk.
Alberto se
quedó pensativo. No estaría claro por qué.
Los números
corrían por los pasillos de la tienda, se colgaban de los sostenedores del
techo, daban volteretas, serpenteaban entre los autos del parqueo. No eran once
en parejas, eran todos los números. Se reunían maliciosamente, esperaban
secreteando cábalas malignas.
Al cabo de
unos treinta días, encontré a Alberto en otro mercado cercano donde compro mis
almuerzos. La comida es bien elaborada y sus platos son suculentos.
Me miró de
reojo e imagina que me diría: No me vengas con el cuento de las coincidencias.
Falto poco para que me disculpara por involucrarlo o hacerlo partícipe, cuando
me dijo:
—Hace dos
semanas que estoy jugando los números, once, once. Es un número bueno, no
importa el orden. Tienen que salir. Me persiguen a todos lados.
Los ojos de
Alberto estaban desorbitados.
—Cálmate—le
dije—no hagas caso de mis tonterías, son coincidencias.
—No, son
revelaciones, son jodidas revelaciones.
—Eso te crees.
Las verdaderas revelaciones no las vemos venir.
Trajeron
nuestra comida. Pagué las dos cuentas con mi tarjeta de crédito. Cuando saqué
mi billetera no había dinero en efectivo, quedaban unos centavos, once
centavos.
—Toma,
guárdalos, quizá es otra señal.
Los eché en su
mano que se cerró igual que la puerta tras de mí.
Era diciembre,
en un mes mi hija cumpliría once años. Daba que pensar.
Pero es así.
Cuando leí sobre los estudios de Darwin me causo admiración cuantas
coincidencias y casualidades se habían tenido que ocurrir, cuantas mutaciones espontaneas
a través de milenios.
Como
fue posible que se formaran estructuras complejas como el ADN, que se formaran
órganos complejos mediante una evolución gradual, teniendo en cuenta que las estructuras
intermedias no fueron considerables.
Hay
que creer en las coincidencias—me decía—o puede que sea mejor, creer en la
voluntad de Dios y en nosotros mismos.
El hombre no
está preparado para la vida, la que es un proyecto para el que la especie
humana no está lista.
No es en la
parte material de la infraestructura en lo que podríamos buscar el cambio, el
camino.
Ya los caminos
materiales los tenemos explorados, recorridos, agotados.
Hace poco supe
de una expedición que se planeaba a Marte. Una Corporación llamada Mars One,
llevaba el projecto. La noticia era:
“Mars One tiene como objetivo establecer un
asentamiento humano permanente en Marte. Se completarán varias misiones no
tripuladas, estableciendo un asentamiento habitable antes de que tripulaciones
cuidadosamente seleccionadas y entrenadas salgan a Marte. Financiar e
implementar este plan no será fácil, será difícil.
El equipo de
Mars One, con sus asesores y compañías aeroespaciales establecidas, evaluará y
mitigará los riesgos e identificará y superará las dificultades paso a paso.
Mars One es una iniciativa global cuyo objetivo es hacer de esta la misión de
todos en Marte, incluida la tuya. Si todos trabajamos juntos, podemos hacer
esto. Vamos a ir a Marte”
Esto fue
extraído de la web, literalmente. Ya habíamos arruinado la tierra, ahora íbamos
a destruir Marte.
De llevarse a
cabo, pronto también los caminos de Marte y hacia Marte o hacia cualquier otro
confín del universo, estarían igualmente explorados, recorridos, gastados,
desvastados.
Ring,
truch, trash, trunk, ring, truch, trash, trunk, ring, truch, trash, trunk. Gritaron al unísono,
el siguiente día de labor.
Se me ocurrió la idea de contar a diario, sutilmente
once experiencias de las que se pudiesen extraer puntos valiosos. Evitar once
mentiras, o dar once remedios de medicina tradicional.
Darme once mordidas en la lengua cada vez que dijera
una estupidez de las decenas que se me ocurre decir cuando los clientes me dan
respuestas bruscas.
Por así decirlo, ya podría tener una laceración en
el hígado provocada por fluidos de Cortisol, Tiroides, o que se yo cuáles otras hormonas que manejan el
estrés y el mal humor.
Era un jueves, dicho jueves insípido ocurrió otro
fenómeno de los que incitan a perder la fe en el hombre.
Por los alrededores de la tienda se situaba un
hombre con una guitarra. Interpretaba melodías instrumentales, no música
clásica, aunque si de una belleza impresionante. Tenía un pequeño equipo
amplificador o eso parecía, y la guitarra. Nada más. Obtenía propinas. Vi a
muchos visitadores detenerse y darle dinero.
A los cajeros con frecuencia se nos asigna trabajar
recogiendo carritos de compras, ésta era mi función para la mañana, por lo que
tenía que estar dando vueltas por el parqueo.
Me detuve dos o tres veces a observar la ejecución
del guitarrista. Al principio escuchaba la melodía distraído, pero hubo un
momento en que al ejecutante se le cayó el dinero que daban unos jóvenes. Se
agachó a recogerlo y noté que la música no se interrumpía.
Curioso. Reparé en los acordes que ponía y las notas,
agudos, bajos y tonos que sonaban. Yo toco guitarra, no soy un virtuoso, pero
además de tocar sé reconocer como es lógico si la interpretación corresponde
con los acordes o movimientos de los dedos y las manos. No había
correspondencia, era una grabación. ¡Que chiste!
Corrieron las horas y regresé a
mi cuarto. Esperanzado de que esa noche podría dormir mejor. Estaba agotado y
el cansancio es un somnífero excelente.
Igual que siempre, chequeé mi
correspondencia, envié mis correos a mi familia, revisé la actividad en mis
cuentas, todo estaba normal.
Me asaltó la idea leer sobre un
aspecto que no se incluye en mis hábitos rutinarios. Había estado soñando con
números. Ya decía que no me atraen esos vaticinios vinculados a los sueños o
las premoniciones guiadas por ideas del estado de inconciencia, sin embargo
pasé casi dos horas leyendo.
Leí que soñar con los números trae consigo diversas connotaciones. Nos
ayudan a conocer mejor los
aspectos internos de nuestro ser y a reflexionar sobre la manera de
relacionarnos con las personas que nos rodean, que se acentúan los deseos de
ganar y a no conformarnos. Puede equivaler a una aproximación a los negocios. Los
negocios para mí estaban muy limitados, pero seguí leyendo. Voy a citar
textualmente lo encontrado.
“A lo largo de la
historia de la experiencia humana, misteriosos números y secuencias extrañas
han aparecido. Incluso en la naturaleza encontramos números, a menudo agrupados
en secuencias y patrones que parecen formar una estructura subyacente a toda la
realidad.
Dos de los
ejemplos más impresionantes son el Cociente de Oro y la Espiral de Fibonacci,
los cuales implican un orden superior de medición detrás de lo que muchos de
nosotros damos por sentado, como la proporción de nuestro propio cuerpo.
El
número 1 nos recuerda que nosotros creamos nuestra propia realidad con nuestros
pensamientos, creencias, intenciones y acciones. Suele decirse que
cuando aparece la repetición 1111 representa un “toque de atención”, un “Código
de Activación”, una “Llamada de Despertador” o “Código de la Conciencia “.
También puede ser
visto como una llave para abrir la mente subconsciente, y nos recuerda que
somos seres espirituales teniendo una experiencia física, en lugar de seres
físicos que se embarcan en experiencias espirituales.
Al notar que te
aparece en varias ocasiones una secuencia de 1111, puedes tener un aumento en
los sincronismos y coincidencias improbables y milagrosas que aparecen en tu
vida.
A veces, cuando
estás a punto de llegar a un momento espiritual importante, el número 1111
puede aparecer en tu realidad física y mostrarte la inminencia del cambio.
Cuando el número 1111 te aparece, toma nota de los
pensamientos que tenías justo en ese momento, ya que el 1111 indica que tus
pensamientos y creencias se alinean con tus verdades.
Por ejemplo, si tenías una idea inspirada en el momento de ver el
1111, esto indicaría que sería una idea positiva y productiva y deberías
llevarla a cabo.
Cuando el Número 1111 aparece repetidamente significa que un portal
energético se ha abierto para ti, y éste manifestará rápidamente tus ideas en
realidad. Tu poder creador es muy grande en ese momento.
Así que no temas, los números están
tratando de ayudarte.”
Esto
fue lo leído.
No
puedo ni quiero decir que mi lectura fue la causa, pero si un impulso. A partir
de tales circunstancias, en las que nada material había cambiado, decidí
comenzar un pequeño negocio, lo registré, compre utensilios, equipos, recursos,
para que comenzara a funcionar.
Comencé
a imprimir y vender portales así como imágenes digitales para anuncios de
negocios. Desenterré mis deseos de
escribir. Publiqué historias y libros ilustrados en la red.
En
otras palabras, he concebido el mayor de mis sueños; dar espacio al ser que
quisiera ser, dejar crecer mi alma aunque se vaya del cuerpo.
El año
anterior hice mi declaración de impuestos donde vinculé mi negocio.
Tuve una importante noticia. Mi hija, la que estaba por cumplir once,
inesperadamente matriculó en una escuela especializada de música, lo que fue una
ilusión inalcanzable para mí.
Mi humilde trabajo ha hecho esto
posible. Por garantizar mi sustento, por permitirme ayudar a los míos, por
darme lecciones de humildad, ayudarme a penetrar la naturaleza humana y mil
detalles adicionales.
Encontré a mi amigo Alberto hace
poco, quien no acaba de ganarse la lotería, o el play four con la combinación
1111. Me aclaró que seguiría probando.
—Y tú, ¿Qué piensas hacer?—me
preguntó con el ceño fruncido.
—Voy a vivir,
hermano, que pueden ser once años, días,
once minutos los que me quedan. Olvidar un poco la fatiga.
Dije eso,
convencido.
Detuve mi pie
para no aplastar las parejas de unos que salían de sus pantalones, mezclándose
con los apurados transeúntes.
“No existen accidentes ni coincidencias en la vida
-todo es sincronización- porque todo tiene una frecuencia. Es simplemente la
física en la vida y el universo en acción.” —Decía Rhonda Byrne.
Los éxitos, la
satisfacción y el triunfo son para los que perseveran, confían y creen, el mío,
no debe andar lejos, de acuerdo a lo que veamos como éxito.
A los chicos no les volví a ver. Ya se me había dicho lo que se me tenía que decir.
A los chicos no les volví a ver. Ya se me había dicho lo que se me tenía que decir.
Me despedí de
mi amigo y chasqueé los dedos para darme la señal de fuga.
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